Los dos eventos más gravitantes de los últimos años – el “estallido social” de 2019 y el plebiscito de 2022 – pillaron completamente por sorpresa a los políticos de lado y lado, y a expertos, académicos y columnistas; la fauna completa que debió saber. ¿Qué hacer? Una, nada; hacernos los huevones – fue solamente un error como hay tantos, la vida sigue su curso habitual. Otra, reconocer que hay una ceguera espectacular; algo hondo ocurre en las entrañas de la vida social que nadie anticipó ni sospechó. ¿Varias cegueras o una ceguera? Una sola, creo, ¿cómo si no entender que eventos de “signos opuestos” pillaran igualmente por sorpresa a personas de esos diversos signos?
Compartimos una misma ceguera. De fondo.
¿Dónde buscar que no nos damos cuenta que no nos damos cuenta que saltó “desde la nada” en aquellos eventos? No en las sombras y oscuridades que tenemos a la vista, por supuesto. De ellas nos damos cuenta; son problemas por resolver, datos que faltan, conversaciones a medio terminar. Es la luminosidad incuestionada, lo que nos resulta más claro y evidente en sí mismo, lo que ciega. En las de un lado, que el mercado todo lo puede y lo arregla; en las del otro lado, la ley democrática. Bajo ambas, lo compartido: la comprensión de la sociedad como un conjunto de individuos iguales en términos abstractos, que actúan persiguiendo sus conveniencias mediante decisiones racionales; o bien, clasificados en categorías abstractas que persiguen intereses racionales (clases, pueblos originarios, géneros). La sociedad y la política comprendidas como modelos conceptuales, es quizás lo que nos hace parecidos. La raíz de nuestra fundamental ceguera compartida.
Para mí resulta evidente que las leyes y los mercados no articulan lo social. Sin una moral común – por liviana y poco precisable que sea – ¿por qué obedecer la ley en general, y en especial la de propiedad, si no es por miedo a las consecuencias de no hacerlo? O sea, con una policía finita, no se obedecen, y no articulan nada. Quien dice moral, dice tradiciones compartidas, una comunidad que existe antes de las leyes y los mercados, que estas no descuidan, sino que cultivan y proyectan. Chile no es un pacto social, ni una economía de mercados, sino una comunidad nacional con un patrimonio heredado de tradiciones; de formas de ser que distinguen a una ciudadana de aquí de un individuo abstracto poseedor de derechos universales. Una comunidad que existe sin más razón que las contingencias de la historia, pero con la que es mejor no meterse.
Se me ocurre que esto es lo que se ha descuidado de un lado y de otro en Chile. Lo que nos hace igualmente ciegos a todos. Unos, por un neoliberalismo, que niega explícitamente “lo social”. Los otros, por un democratismo que quiere articularlo mediante pactos. Ambos racionalistas, entienden la política como un ejercicio explícito de la razón; de articulación de intereses y conveniencias explícitas individuales y grupales. Ambos transaccionales. Sin más, corroen las tradiciones compartidas que constituyen el trasfondo de la comunidad de la nación, provocando reacciones tan feroces como inevitables de ésta, de tarde en tarde. En el fondo, las dos se proponen, ciegamente, acabar con Chile, con aquello que lo hace singular, convirtiéndolo en un barrio más de un mundo de normas universales. Un mundo de un racionalismo sin historia que nunca pudo ser, finalmente.
No racional en sí mismo (no hay razón que justifique que todo tiene una razón), el racionalismo está en la raíz de una economía y una sociología (las disciplinas formativas de nuestras elites) que, impotente ante lo que repetidamente no calza con sus esquemas, se escandaliza y lo condena. Una pena, y peligroso. Abren espacio a un irracionalismo desatado si no inventan una razón finita y situada, que sirva a la convivencia sin pretender entenderla ni encajonarla racionalmente.