Los chilenos y chilenas desconfían de las élites, los partidos políticos, los dirigentes sociales, los académicos, el Congreso, el gobierno. Todo aquel que ostente algún privilegio de clase, conocimiento, fortuna o poder.
Chile es un país de espadas levantadas. Alerta, siempre alerta ante el enemigo real o imaginario, no importa. La amenaza presente, el temor al engaño, el fraude, el robo, la estafa, la burla, lo que sea. Hay que ser cauto y defenderse porque el mundo es hostil, la gente te hará daño, ten cuidado. La desconfianza está en el aire y te golpea en la cara como una bofetada sin aviso. Es parte del Chilean Way, de la cultura nacional. No está en el escudo patrio, pero poco falta: no te fíes de nadie. Impresiona su omnipresencia cuando se llega al país por vez primera o se regresa a la llamada patria después de un largo tiempo fuera.
A poco andar se empiezan a escuchar las frases clásicas que se repiten como un estribillo majadero, que da cuenta de una sociedad enferma desde la raíz. No hables con extraños, no te metas, no te creo, en algo habrá estado metido, anda tú a saber, ¿dónde está la letra chica? ¿Por dónde nos quieren cagar? La convivencia contaminada, todos somos sospechosos. Ya no le creemos ni al vecino, ni a nuestra sombra. Los empleados nuevos son puestos a prueba por un mes. Otros exigen recomendaciones y una llamada de refuerzo nunca está de más. No lo conozco, te dicen, tampoco a su familia. Lo llamaremos, déjeme pensarlo. Culpable antes de ser declarado inocente.
Patético.
Los chilenos y chilenas desconfían de las élites, los partidos políticos, los dirigentes sociales, los académicos, el Congreso, el gobierno. Todo aquel que ostente algún privilegio de clase, conocimiento, fortuna o poder. Los ricos de los pobres, los pobres de los ricos. La mirada de reojo, la respuesta entre dientes, los brazos cruzados. Todas las encuestas lo confirman hace años. Las cifras que dan cuenta de una profunda desconfianza hacia las instituciones están en rojo, de un dígito (ocho o nueve por ciento). Baja adhesión social y participación ciudadana. Empatan los líderes empresariales, ministros de gobierno y los sacerdotes/clero, con un catorce por ciento. Lo que los expertos llaman bajos umbrales de confianza social.
Y sostienen que la principal causa es la segregación, la discriminación, la desigualdad. Un país extraordinariamente atomizado, dividido por clases sociales, por barrios, por formas de pensar, por el acceso a la riqueza, el origen familiar, el nivel de estudio. Incluso si se dispone de esos datos, la desconfianza puede persistir porque ¡los datos pueden ser falsos o torcidos!
Ipsos, la tercera empresa de investigación de mercado más grande del mundo, dio a conocer en marzo pasado un estudio que reveló que Chile es el tercer país de Latinoamérica donde menos se confía en la gente. Sólo lo superan Brasil y Perú. Otro de los resultados que arrojó la encuesta fue que los hombres (24 por ciento) en Chile tienden a confiar más que las mujeres (16 por ciento). El contraste está en solo cinco países donde las mujeres son más confiadas: México, Bélgica, China, Suecia y Japón.
La desconfianza aumenta cada día y ya alcanza niveles crónicos. La sospecha corroe el alma nacional. Para empeorar más las cosas, la corrupción y la delincuencia se esparcen con más rapidez que el perro del infierno y, poco a poco, la gente se repliega en sus caparazones, flota en sus burbujas, en cápsulas de soledad, brotan los ghettos como callampas. En los sectores acomodados, los vecinos se resguardan tras altos muros -mientras más miedo, más altos-, alarmas, rejas, cámaras, guardias privados. En los barrios populares, la reja es un imprescindible, aunque no sea garantía de nada. Pero los portonazos continúan y siembran el pánico en La Dehesa o en La Pintana, de la mano con la desconfianza de todo y de todos.
La comunidad no existe, mi amor, tremenda fantasía. Si la hubo alguna vez, está guardada en el baúl de los recuerdos. El sentido de pertenencia está ausente. No se conjuga el plural, solo el singular, se cuida lo propio sobre lo colectivo. El individualismo campea, alimentado por la exclusión y la inequidad. La meritocracia es una gran mentira cuando no hay igualdad de oportunidades. El que llegó a la cima es porque tuvo los recursos, los contactos, y si llegó primero a alguien habrá liquidado en el camino. El festival de los codazos. Cada uno se rasca con sus propias uñas, sálvese quien pueda, nadie nos quiso ayudar de verdad. La solidaridad a todo color se agenda en el calendario cada fin de año durante 27 horas de amor en la TV.
Cuesta entender que la verdadera globalización pasa por acortar las brechas, tender puentes de confianza, derribar muros de sospecha. Así se hace patria de verdad. Pasa por asumir los éxitos individuales con la misma fuerza que los fracasos colectivos. El sentido de responsabilidad social supone privilegiar el bienestar social sobre el individual. Mis derechos terminan donde empiezan los del otro. Letra muerta en el afán cotidiano. Los perdedores con fían, los triunfadores no.
En otro informe de febrero pasado, también de Ipsos – titulado Monitor de Confianza Global 2022- , se consultó la percepción de más de 21.500 adultos de 28 países, incluido Chile, para saber qué profesiones entregan más confianza a la ciudadanía.
El estudio preguntó qué tan confiables o poco confiables ven a las diferentes profesiones. Las tres categorías mejor evaluadas por los chilenos son los científicos, profesores y doctores, con más del 60 por ciento que las ve como confiables. A nivel global, estas son también las tres profesiones que más confianza generan entre los encuestados.
La institución en la que más confían los chilenos es bomberos, un cuerpo de voluntarios que suelen pagar de su bolsillo uniformes y utensilios, siempre presente en el inconsciente ciudadano como ejemplo de ayuda desinteresada.
La crisis de confianza no es reciente. No son pocos los que atribuyen su origen a la dictadura, que sembró el terror y la represión y, con ello, la sospecha que caló hasta los cimientos de nuestra sociedad. Se interrumpió el diálogo, se acabó la participación ciudadana, se abortaron los sueños. Porque el confiar supone riesgos y en tiempos de emergencia ya no hay espacio para ni uno más y sólo impera el afán de sobrevivir.
Desde hace mucho hay una línea divisoria invisible pero inequívoca entre el mundo exterior, el público, y el privado. Afuera está lo desconocido, lo hostil, el enemigo. Sólo en el seno de la familia (absolutamente sobredimensionada) y en el entorno más cercano -entre los amigos y algunos compañeros de trabajo- se encuentra la confianza y credibilidad, el respeto, la transparencia. El contraste suele ser brutal.
No se salva nadie. Un reciente estudio del Reuters Institute de la Universidad de Oxford (Inglaterra), dio cuenta que Chile está entre los países que menos confían en la prensa. En el documento se sitúa a la población chilena como la que más desconfía de los medios de comunicación y de las noticias que consume, a nivel latinoamericano. Cerca de un 70 por ciento de los chilenos no confía en lo que lee, escucha o ve en los medios.
Un estudio de la encuestadora Cadem reveló en el 2020 que, tras el estallido social, la mayoría de los chilenos se volcaron a las redes sociales para informarse. La televisión abierta registró una caída de 24 puntos en la confianza ciudadana. Un 80% de los encuestados cree que es el medio que más se centró en la violencia y los destrozos y un 61 por ciento considera que representa los intereses de la élite. Ayer fue “El Mercurio miente”. Hoy”la TV miente”: se leyó en los grafitis, las pancartas, y se escuchó con fuerza en los gritos de muchas protestas. Las fake news era la punta del iceberg.
Todos somos sospechosos.