Un apagón que no debiera haber ocurrido

por Gonzalo Martner

El apagón eléctrico general del 25 de febrero se produjo por la caída de suministro en una parte del sistema de transmisión, a cargo de la empresa ISA, con participación estatal mayoritaria colombiana, que derivó en una grave y prolongada suspensión del servicio desde la frontera norte hasta la región de Los Lagos. 

La responsabilidad directa es de la filial de una empresa estatal petrolera colombiana, Ecopetrol, la que no hizo caso por años de advertencias sobre la seguridad de su suministro. Dicho sea de paso, había demandado recientemente al Estado de Chile ante el sistema de resolución de controversias por inversiones extranjeras (CIADI), a raíz de la no aceptación por la autoridad reguladora de nuevos plazos para completar la inversión comprometida en el sistema de transmisión. Esto deja a esta empresa en entredicho. 

Además, falló tres veces el software de reposición del servicio eléctrico, lo que es otro incidente grave y altamente lesivo para la población, responsabilidad que deja en entredicho a la empresa Transelec, de propiedad de fondos de pensiones canadienses y de una empresa pública china, que la opera (China Southern Power Greed). Fue la no disponibilidad del sistema Scada de Transelec lo que resultó determinante en las dificultades de recuperación del suministro. Tampoco estuvo a la altura el Coordinador Eléctrico, corporación autónoma de derecho público, sin fines de lucro y con patrimonio propio, cuya función es preservar la seguridad del sistema, “con la operación más económica para el conjunto de sus instalaciones y garantizando el acceso abierto a los sistemas de transmisión”. Este es independiente de las empresas, pero también de la autoridad pública, lo que tiene bastante poco sentido, incluyendo no tener facultades fiscalizadoras.

Entre tanto, la posición de Evelyn Matthei de situar la responsabilidad en «el gobierno y sus funcionarios«, «la permisología«, «el fundamentalismo ambiental» y «una hostilidad permanente contra los privados» que «bloquea las inversiones» es no solo simplemente ridícula, sino grave, pues revela una opción por una regulación permisiva de empresas monopólicas que solo buscan maximizar sus utilidades, lejos del interés público.

Existe, sin embargo, una responsabilidad indirecta, que es el del diseño de operación de los servicios básicos privatizados o bajo concesión a terceros y de regulación laxa, acompañado de altas tarifas para supuestamente atraer inversión y asegurar su continuidad. Este modelo ya no da para más.

La intervención pública racional debe acentuarse a la brevedad, en especial si se considera la paradoja que a la postre los operadores que compiten por las concesiones en diversos servicios básicos suelen ser empresas estatales de otros países, dada su amplia experiencia en la materia. Esto parte por el hecho que la tarificación y regulación pública es indispensable en los casos en que la competencia no existe, no hay sustitutos cercanos para los consumidores, y una sola empresa proveedora tiene sustanciales menores costos fijos unitarios que varias. Se trata de “monopolios naturales” en los que, por el peso de la inversión de capital en redes físicas para llegar a los usuarios, existen sistemáticas economías de escala: mientras más usuarios, más se diluye el costo fijo de operación y menores resultan ser los costos unitarios. Es el caso de la transmisión y distribución de electricidad y de la provisión de agua potable y gas de cañería, como de la telefonía básica.

Después del apagón tiene sentido proceder a:

1) reevaluar las cláusulas de prestación del servicio y de las obligaciones de inversión para asegurar su continuidad, seguridad y universalidad;

2) aumentar drásticamente las sanciones por interrupción del suministro, incluyendo la pérdida rápida de la concesión;

3) rediseñar la fijación de tarifas, pues el modelo de “empresa eficiente” es francamente insuficiente para cautelar el interés del consumidor y el logro del mínimo-precio sin una cláusula de tope de utilidades sobre la inversión, manteniendo incentivos a la disminución de costos;

4) programar una gradual incorporación de actores públicos nacionales en las áreas críticas en materia de seguridad del suministro de servicios básicos, empezando por una participación pública en el agua potable y la transmisión y distribución eléctrica (para lo cual el uso de una parte de los fondos de reserva fiscales hoy invertidos en bonos de países extranjeros de bajo rendimiento tiene amplio sentido);

5) ampliar el rango de participantes en contratos directos con los generadores de electricidad y la opción de escogerlos de manera competitiva en el caso de los consumidores del sector regulado, como en otros países;

6) extender la energía distribuida, especialmente cuando las energías renovables locales lo permiten, manteniendo el respaldo del sistema interconectado, para de ese modo disminuir la vulnerabilidad del sistema de transmisión y distribución y aumentar su sostenibilidad.

Fortalecer la regulación e incorporar actores públicos en los servicios básicos de prestación monopólica no es una panacea que todo lo solucione, pues la acción estatal siempre estará sujeta al riesgo de captura por intereses particulares y expuesta a ineficiencias burocráticas. Pero su contrapartida es que sus responsables y operadores deben responder directamente al interés ciudadano nacional, y a su sistema democrático, y no al de accionistas situados en cualquier parte lejana del mundo o, en este caso, de empresas públicas o mixtas colombianas y chinas, que nada tienen que ver con el interés general de la ciudadanía chilena. La situación es tan ridícula como que un reclamo a Transelec, que opera el sistema interconectado central, se transforma en un reclamo a una contraparte bajo tuición de Xi Yinping.

 De paso, señalemos que los reclamos contra ENEL, empresa con participación pública italiana, terminó con intervenciones diplomáticas frente a una manifiesta falla en la prestación y reposición del servicio en la Región Metropolitana en medio de temporales, con muertes incluidas.

¿No es acaso de sentido común preferir una fórmula con empresas estatales chilenas antes que extranjeras para mejorar sustancialmente el sistema actual, cuyo resultado conocemos: servicios caros, vulnerables y sin continuidad del servicio suficientemente garantizada?

Hay quienes señalan que debieran licitarse a empresas privadas chilenas, por desconfianza con el sector público. Pero estas empresas chilenas ya operan en diversos segmentos de servicios básicos, sin conductas muy distintas a la extranjeras, es decir de maximización de la utilidad sobre el capital invertido por encima de la seguridad y continuidad del servicio.

Un mejor esquema es un sistema regulatorio más fuerte y con mayores facultades, combinado con el control público de la mayor parte de la propiedad de los operadores de monopolios naturales para asegurar la continuidad, seguridad y universalidad del servicio al mínimo costo para el usuario. Esto requiere asegurar la información y rendición veraz de cuentas al público en materia de costos, ingresos y utilidades, lo que no impide autorizar una participación minoritaria de fondos privados de inversión dispuestos a recibir utilidades acotadas, como es el caso de los bonos públicos adquiridos por los inversores, pero con un flujo de ingresos seguro y de largo plazo.

(*) Foto AFP

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