Un nuevo intento por resolver el conflicto mapuche

por Gonzalo Martner

El denominado “conflicto mapuche” ha estado presente en todo el proceso de restitución de la democracia en Chile desde 1990, sin lograr resolverse. En la actualidad, se producen periódicamente acciones violentas motivadas por la reivindicación mapuche, la última de las cuáles tuvo el 20 de abril pasado una gran magnitud al incendiar un grupo armado 47 camiones, una camioneta y tres máquinas que participaban de las faenas de construcción de la central eléctrica renovable Rucalhue, propiedad de la empresa estatal china Water and Electric Corp. Esto ocurrió en Santa Bárbara, provincia de Biobío, una de las cuatros provincias del sur del país que se encuentran en Estado de Excepción constitucional desde el gobierno de Piñera II (prolongado a la postre por el actual gobierno) y que cuentan con refuerzos militares. A su vez, el 11 de marzo se había producido un incendio intencional a 20 kilómetros de Rucalhue que quemó más de 500 hectáreas, y así sucesivamente. Como resultado de más de dos décadas de acciones violentas, decenas de personas que se identifican con la causa autonomista mapuche están procesadas o condenadas bajo la ley anti-terrorista u otras.

El conflicto no puede entenderse desde una mera perspectiva de orden público, dado un origen histórico que la sociedad suele no querer asumir, prefiriendo refugiarse en una cierta idea de homogeneidad del pueblo chileno y en medio de expresiones más o menos extendidas de racismo respecto a los pueblos originarios. 

Los españoles llegaron en el siglo XVI a un territorio en el que los mapuche del norte ya habían detenido en parte la expansión del imperio Inca y que estaba habitado por centenares de miles de personas de etnias diversas, con predominio de comunidades mapuche que habitaban entre el río Choapa en el norte y la isla de Chiloé en el sur y cuya presencia evolucionó incluso hacia las pampas argentinas, sin perjuicio de la presencia aymara y de los atacameños en las pampas del norte, de los changos en la costa norte, de los chonos de Chiloé al sur, y de cuatro pueblos que habitaban el extremo austral del país, los sélknam, los aónikenk, los yámana y los kawéskar, entre otros. 

Los mapuche resistieron la conquista española, lo que se conoce a través del poema épico «La Araucana», en el que Alonso de Ercilla describe la magnitud del conflicto y la eficacia militar indígena. Se produjo entonces lo que en ninguna otra parte de América Latina: la derrota y muerte en combate del conquistador y gobernador español, Pedro de Valdivia, en 1553, y una prolongada resistencia bélica de los mapuches. Esto no impidió la derrota de los ejércitos de Lautaro en 1557 y luego de sus sucesores, dada la superioridad de la tecnología militar española (en especial el arcabuz y la pólvora) y el impacto de las nuevas  enfermedades. En los primeros cincuenta años de contacto con los españoles, se habría producido la muerte de dos tercios de la población originaria de Chile y la destrucción de la sociedad organizada en aldeas en las riberas de los ríos del sur. 

No obstante, el conflicto se estabilizó en un  «modus vivendi» entre los españoles y el pueblo mapuche, cuyos diversos jefes de familias extendidas al sur del río Bío-Bío pactaron con la Corona una relativa autonomía a través de “parlamentos”, el más conocido de los cuales fue el de Quilín celebrado en 1641. Junto a intercambios  basados en trueques con la economía colonial, el territorio mapuche en el centro-sur del país se mantuvo bajo el dominio de este pueblo sin estructuras políticas estables, con una economía basada originalmente en la pesca, recolección y algunas siembras y más tarde en la explotación ganadera de su territorio, pero que no llegó a estar organizado en un Estado-nación o en ciudades-Estado, ni adoptó los sistemas agrícolas andinos basados en el riego y que suponían algún grado de centralización. Después de casi tres siglos de colonización española, solo quedaban unos noventa mil indígenas en el territorio entonces chileno, según el censo del gobernador Ambrosio O’Higgins.

En el ideario de los próceres de la independencia de Chile existió, por su parte, una visión romántica sobre el mundo indígena. Los libertadores latinoamericanos, muchos de los cuales se agruparon en la “Logia Lautaro” creada por el venezolano Francisco de Miranda, pensaban que fue objeto de despojos y admiraban su capacidad de resistencia. Bernardo O’Higgins estableció, al proclamarse la independencia en 1819, la libertad de los indígenas. En su carta de marzo de 1819 señalaba a “Araucanos, cunchos, huilliches y todas las tribus indígenas australes” que “ya no os habla un Presidente que siendo sólo un siervo del rey de España afectaba sobre vosotros una superioridad ilimitada; os habla el jefe de un pueblo libre y soberano, que reconoce vuestra independencia, y está a punto a ratificar este reconocimiento por un acto público y solemne, firmando al mismo tiempo la gran Carta de nuestra alianza para presentarla al mundo como el muro inexpugnable de la libertad de nuestros Estados”.

Los mapuche no se sumaron sino parcialmente a la sociedad criolla y siguieron viviendo en sus territorios al sur del Bío-Bío, con nuevos acomodos en sus sistemas de producción e intercambio de frontera.  El extremo sur, aunque pretendido por los españoles, no había sido verdaderamente ocupado por la Corona y se mantuvo como territorio indígena hasta avanzado el siglo diecinueve. Si bien el Chile republicano estableció en 1843 una guarnición en el estrecho de Magallanes, fue a través de alianzas con la población indígena que la influencia chilena en la Patagonia creció de lado y lado de la cordillera, en especial mediante el comercio de ganado. Hasta la década de 1870 Chile reclamaba para sí toda la Patagonia al sur del río Negro. La guerra de Chile con Perú y Bolivia de 1879-84 cambió la situación. En el lado argentino se gatilló la llamada Conquista del Desierto por el general Roca: las fuerzas argentinas ocuparon los territorios indígenas hasta el río Negro, en una campaña de masacres iniciada días después de la declaración de guerra de Chile a Bolivia.

A esta presión por el lado argentino se agregó por el lado chileno que el gobierno en 1866 había declarado como fiscales las tierras indígenas y dado inicio a distribuciones de títulos a colonos y criollos, con el objeto de conformar una economía cerealera con potencial exportador, complementaria a la actividad minera del norte. El ejército chileno, una vez conquistados los territorios a Bolivia y Perú, fue orientado al desplazamiento violento de los mapuches de sus tierras ancestrales. La ocupación militar de la Araucanía, en una trágica, codiciosa y miope decisión, comenzó en 1881. Se puso en marcha el proceso de radicación en reducciones a través del otorgamiento de «títulos de merced» en unas 510 mil hectáreas (el 6% de su territorio). El resto de las tierras, las más ricas, fueron entregadas a nuevos ocupantes nacionales y extranjeros, a título gratuito en el caso de estos últimos. Dadas las concepciones eurocéntricas de la élite gobernante de la época, se entendía que había que traer a Chile alemanes, y también franceses e italianos, que podían colonizar la selva templada del sur y transformarla en un territorio agrícola. La mitad de los mapuche fueron desplazados hacia zonas de la costa y la montaña y dejó así de existir el territorio indígena con una cierta autonomía de hecho establecido en la colonia. En el extremo sur, cuya población originaria alcanzaba a fines del siglo XIX unas diez mil personas, se produjo un exterminio en el siglo XX: los sélknam y aónikenk terminaron por desaparecer, en tanto los yámana y kawéskar apenas sobrevivieron.

Dos conflictos permanecen fruto de este proceso de “conquista interior”. El primero es que una parte de la población indígena no recibió títulos, y sin embargo siguió residiendo en los mismos lugares. Durante más de un siglo hubo un choque permanente con quienes iban recibiendo títulos legales de parte del gobierno, de manera legal o fraudulenta.  También se instaló un conflicto con el Estado chileno respecto de las propias tierras entregadas a los indígenas. Las comunidades mapuches recurrieron con frecuencia ante los tribunales con documentos de mercedes de tierra otorgados por el Estado en contraste con lo progresivamente establecido en sentido contrario por los registros de propiedad de bienes raíces, de manera poco ortodoxa y en beneficio de terratenientes usurpadores no indígenas. Se cambió el carácter de un tercio de esas mercedes de tierra, aumentando la expoliación de la población mapuche. Estas situaciones han sido y son la fuente de un conflicto que no proviene ya de la conquista del territorio mapuche por los españoles, sino de la conducta del Estado chileno al servicio de las nuevas oligarquías dominantes.

Este proceso se entroncó en el siglo XX con dos grandes corrientes en el mundo indígena. La primera buscó la integración a la institucionalidad tradicional y conservadora del país en distintos ámbitos, junto a una defensa de sus  derechos adquiridos, lo que favoreció una cierta inclinación electoral hacia la derecha que permanece hasta hoy. Otra parte se vinculó con movimientos que se identificaron con el ideario socialista y laico que provenía de Europa y formó parte de organizaciones sindicales y partidos políticos de izquierda. 

Este proceso no estuvo exento de una cierta incomprensión mutua. En los años sesenta se inició el proceso de la reforma agraria destinado a redistribuir tierras del gran latifundio tradicional en beneficio de los trabajadores de la tierra, pero el tema indígena se subsumió en el tema campesino. El proceso se aceleró desde 1967, y muy en especial en el período de Salvador Allende, que culminó una rápida reforma agraria. Se produjo además un fenómeno de tomas ilegales de tierras, incluyendo grupos indígenas que reclamaban sus derechos. Este proceso terminó trágicamente cuando el  presidente Allende fue derrocado, con una contra-reforma agraria drástica y una represión violenta en las zonas donde se habían producido las mayores movilizaciones autónomas de campesinos y de indígenas. El resultado fueron asesinatos a mansalva, prisión y exilio y la desarticulación de las organizaciones de campesinos e indígenas. 

En el año 1979, la dictadura terminó con el trato diferenciado de la propiedad indígena con el objeto de subdividir las comunidades y entregar títulos de propiedad individual, los que, sin embargo, solo podían ser objeto de venta 20 años después. Se produjo así en una década la disolución legal de la casi totalidad de las comunidades.

La vuelta a la democracia incluyó la búsqueda de un nuevo trato con los pueblos indígenas. La nueva coalición elaboró, antes de asumir el gobierno, una propuesta que asumía como válidos muchos de los planteamientos formulados por las organizaciones indígenas en octubre de 1989 en Nueva Imperial, en el Encuentro Nacional Indígena con el candidato presidencial Patricio Aylwin. En él se suscribió un Acta mediante la cual los representantes de los pueblos originarios se comprometían a apoyar los esfuerzos del futuro gobierno en favor de la democratización del país y a canalizar sus demandas a través de los mecanismos institucionales. La coalición de gobierno, a su vez, se comprometía a obtener el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas, crear una Corporación Nacional de Desarrollo Indígena con la participación activa de estos pueblos, y crear una Comisión Especial con participación de los distintos pueblos para estudiar una nueva legislación sobre la materia. 

El balance décadas después es que en tanto las organizaciones del mundo mapuche presentes cumplieron su palabra, el Estado chileno no la cumplió sino de manera incompletaespecialmente por la negativa de la derecha en el parlamento por décadas a otorgar el reconocimiento constitucional a los pueblos indígenas, mientras ese reconocimiento fue incluido por la propuesta de la Convención Constitucional, la que fue rechazada en el plebiscito de 2022.

No obstante, se consolidó la propiedad indígena de la tierra, un importante paso, y se creó la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena, que contempló dos mecanismos: un consejo elegido por las comunidades y un director nombrado por la Presidencia de la República, que a su vez administra un fondo nacional de tierras y aguas. Se generaron así las condiciones para satisfacer al menos parcialmente las demandas ancestrales de reconocimiento de derechos sobre parte de las tierras indígenas. 

Con los años, las transferencias de tierras terminaron cediendo en alguna medida a una lógica clientelista y burocrática. Peor aún, se volvió a caer en la respuesta meramente represiva frente a acciones violentas de nuevas generaciones de activistas mapuches, que se fueron radicalizando en medio de la constatación de la inoperancia de las promesas del nuevo orden democrático. Se configuraron posturas identificadas con el retorno a una comunidad ancestral perdida. Un grupo decidió iniciar, con la Coordinadora Arauco Malleco fundada en 1998, una lucha para “recuperar y controlar el territorio histórico mapuche usurpado por el Estado y las forestales y construir un autogobierno mapuche sin injerencia del Estado chileno, con el derecho a decidir sobre instituciones, justicia, educación y modelo económico propios” y sustituir los monocultivos de pino y eucalipto por un uso comunitario. Este grupo se propone expulsar mediante sabotajes a las empresas forestales y transnacionales, aunque sin atentados contra personas, financiando su actividad con robos de madera. Para Héctor Llaitul, su líder, “la madera que nosotros recuperamos es para tener recursos para generar los insumos para reconstruir el mundo mapuche y para tener los fierros, y para tener los tiros, y para tener los implementos necesarios para defender a las comunidades y los procesos que se llevan adelante”. 

De esta organización se desgajaron grupos aún más radicalizados que han atentado contra todo tipo de recintos, incluyendo religiosos y de servicios públicos, y provocado a lo largo del tiempo la muerte de personas en incendios o a tiros, incluso de trabajadores forestales y del transporte de origen mapuche. Pequeños grupos cayeron incluso en el matonaje homicida y en el asesinato a quemarropa de policías. El Estado de derecho no podía no reaccionar y se llegó a los estados de emergencia permanentes en la zona sur, con la intervención militar y muertes de policías y por represión incluidas.

En este tema hay al menos dos visiones. Una plantea que no se ha actuado con suficiente energía para mantener el orden público y que se debe acentuar la represión al costo que sea. Otra visión subraya que se trata de una situación de conflicto en que existen grupos indígenas que perciben que sus derechos históricos están siendo violados, una parte de los cuales están siendo acusados de hechos no constitutivos de delitos terroristas, sin cuya invocación estarían en libertad. Sostiene que, junto con hacer prevalecer el respeto a la ley en condiciones no discriminatorias, es necesario al menos que la democracia chilena ofrezca al mundo indígena lo comprometido o esbozado  desde 1989: un reconocimiento constitucional aún pendiente, la participación de representantes en el parlamento, la conformación de instituciones representativas con competencias propias, además de programas de desarrollo de los territorios indígenas y de la educación y salud interculturales de mayor envergadura y un nuevo pacto productivo entre las comunidades, el Estado y las empresas, con aplicación general de la consulta indígena obligatoria del Convenio 169 de la OIT.

Después de intentos improvisados e inconexos de negociación y de optar luego por nuevos estados de emergencia permanentes, el gobierno de Gabriel Boric convocó en 2023 una Comisión para la Paz y el Entendimiento, copresidida por Alfredo Moreno, exministro de Desarrollo Social de Sebastián Piñera, y Francisco Huenchumilla, senador demócrata cristiano, compuesta por 9 personas del mundo político, empresarial, académico, eclesiástico e indígena. Esta iniciativa fue el cuarto intento desde el retorno a la democracia de lograr un diálogo y acuerdos con el mundo de los pueblos originarios. Durante dos años, la comisión llevó a cabo 11 encuentros interculturales y 58 reuniones autoconvocadas, con la participación de más de 5 mil personas, lo que culminó en la entrega de un informe al presidente Boric el 6 de mayo de 2025, aprobado por siete de los ocho comisionados.

Este contiene 21 propuestas, entre las que destacan el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas preexistentes al Estado chileno (Mapuche, Aymara, Rapa Nui, Atacameño, Quechua, Colla, Diaguita, Chango, Kawésqar, Yagán y Selk’nam), estableciendo su derecho a formas de autodeterminación y formas propias de organización; la creación de un Consejo de Pueblos, encargado de diseñar y coordinar políticas públicas dirigidas a los pueblos indígenas; el establecimiento de un fondo de 4 mil millones de dólares para la restitución de tierras, con el objetivo de armonizar la Ley Indígena N° 19.253 con el Convenio N° 169 de la OIT, y la implementación de contratos de usufructo y otras formas de tenencia para proyectos conjuntos con comunidades indígenas, así como la creación de zonas francas indígenas, exenciones tributarias temporales y licencias para casinos administrados por comunidades indígenas; la promoción de la revitalización cultural y lingüística del pueblo mapuche y la puesta en práctica de una ley de reparación integral para todas las víctimas de violencia en la Macrozona Sur, tanto mapuches como no mapuches, incluyendo indemnización, rehabilitación y garantías de no repetición, además de la creación de un tribunal arbitral que actúe como mediador en los conflictos entre comunidades y otros actores, facilitando la resolución de controversias. Estas propuestas deberán ser sometidas a consulta indígena y posteriormente enviadas al Congreso para su tramitación como proyectos de ley. 

La derecha ya anticipó su rechazo a través de Evelyn Matthei y los voceros de la extrema derecha, por lo que en principio al menos no contará con la mayoría de 4/7 requerida para la reforma constitucional propuesta, salvo consensos que pudieran construirse en el parlamento o una nueva mayoría a partir de 2026. Es probable que las leyes en otras materias sean aprobadas, al menos parcialmente, a lo largo del tiempo. El problema es que mientras los sectores conservadores de la sociedad chilena no entiendan que abordar cambios como los propuestos por la comisión Moreno-Huenchumilla es un punto de partida indispensable, se seguirá alimentando la radicalización de quienes sueñan con una vuelta al pasado con un enfoque ultramontano e integrista. Héctor Llaitul, líder de la CAM condenado a 23 años de cárcel por delitos de la Ley de Seguridad del Estado, robo de madera y atentado contra la autoridad, declaró que la comisión era una farsa bajo “patrón neoindigenista” y expresó que mientras exista militarización y presos políticos mapuche, no es posible iniciar diálogos que conduzcan a acuerdos. 

En todo caso, la clave es que la mayoría mapuche constate avances reales en el logro de grados de autonomía territorial y de mejoría de sus condiciones de vida, lo que es una condición para evitar que persista la idea según la cual la violencia es el único modo de romper con la discriminación histórica hacia los pueblos originarios, aunque la confrontación armada sea evidentemente inconducente y refuerce la represión, el autoritarismo y el militarismo de extrema derecha. De otro modo, no habrá posibilidad de terminar con la reproducción de un conflicto generación tras generación que es histórico y no simplemente policial.

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