Primera Parte
En los mismos días que lanzaba su libro La Nueva Izquierda, de las marchas estudiantiles a La Moneda[1], Noam Titelman se refirió, en importantes medios nacionales y extranjeros, a una materia de la que no trata en esa obra y que puede corresponder a una reflexión posterior. En efecto, junto con manifestar que “el progresismo chileno abandonó al sujeto popular de identidad cristiana”[2], agrega que «ese votante apareció con mucha fuerza (en las últimas elecciones) y, al parecer, estaba entre el mundo no votante«[3]. En su vuelo imaginativo, el cientista político llegó a plantear la necesidad de nuevas fuerzas políticas “de matriz socialcristiana”.
En alguna medida, este desafiante planteamiento se relaciona con el análisis que, en su libro, hace de la “perspectiva subjetiva del voto”, la cual estaría determinada por “el componente afectivo (que) se daría en la identidad social”, uno de cuyos factores es la religión que, a su vez, influiría en la preferencia por un partido político. Quizá, como dato empírico, Titelman tomó nota de la encuesta Bicentenario, publicada semanas antes. Según ella, el 48% de la población considera muy importante su identidad religiosa. Empero, es tal la complejidad del ámbito político y social en que recaen esas reflexiones, que se hace necesario un examen analítico del mismo.
En esta tercera década del siglo XXI, la época de los grandes partidos de fundamento o inspiración religiosos, como fueron en Chile el partido Conservador y la Democracia Cristiana, parece haber concluido, entre otras razones, porque el concepto mismo de socialcristianismo ha ido quedando rezagado debido a la evolución del magisterio social de la Iglesia, especial y muy aceleradamente con la enseñanza social del papa Francisco. De otro lado, la gravitante influencia política de la Iglesia chilena, que llegó a un grado culminante bajo el liderazgo del cardenal Silva Henríquez, dio paso a la intrascendencia, luego de los escándalos ocasionados por los abusos sexuales que han obligado a ordenar la casa, con pastores sin vigor profético, que no han transmitido con fuerza, como en Perú, Argentina y otros países, este nuevo magisterio papal.
Algo diferente sucede en gran parte del mundo evangélico pentecostal, aquel que fuera capturado por Pinochet a partir de la “Declaración en Apoyo al Gobierno Militar”, en 1974, y el primer tedeum evangélico, en 1975, lo que sirvió al dictador para enfrentarse a la pastoral de derechos humanos católica y, también, a iglesias protestantes tradicionales como la luterana, la metodista de Chile y la bautista de Santiago, que respaldaron al cardenal Silva desde la creación del Comité para la Paz en Chile. Las últimas votaciones obtenidas por el Partido Republicano en comunas con importante densidad poblacional evangélica muestran que la herencia del pinochetismo pervive en ese mundo religioso pentecostal.
Con todo, no está demás considerar que, de acuerdo con la encuesta Bicentenario, los católicos constituyen un 48% de la población chilena y los evangélicos un 17%, porcentajes que superan con creces al 36° que dice no profesar ninguna religión, dentro del cual se cuentan, adicionalmente, un 8% que se confiesa creyente y un 10% que dice “creer en Jesucristo como verdadero hijo de Dios”![4].
Saber en qué grado esas cifras de adscripción religiosa se proyectan en la opción política, como consecuencia de la doctrina institucional de cada iglesia, exige un ejercicio difícil de realizar. Siguiendo el razonamiento de Titelman, dado que la religión es un componente de la identidad social de las personas, la “identificación mediada” hacia los partidos, que él plantea, es un fenómeno posible, que debiese ser investigado con mayor profundidad.
Sin perjuicio de esta necesidad, podemos argüir con cierta convicción que la influencia política de la Iglesia católica en las personas que a ella adscriben es hoy día muy baja, debido no solo a los abusos sexuales sino, además, al discreto cometido pastoral del actual episcopado chileno, todo lo cual determina que solo un 14% de la población, es decir, en torno a un 30% de los católicos tiene confianza en la institución[5]. En consecuencia, la capacidad de la jerarquía para persuadir a los fieles a que asuman el magisterio antineoliberal, ecológico y pro-migrante del Papa Francisco, lo que podría favorecer determinadas opciones políticas, es reducida.
Las iglesias del mundo evangélico, donde domina el pentecostalismo, tampoco gozan de una buena evaluación en la población[6], pero es posible que la influencia política que ejerce sobre sus fieles sea mayormente efectiva, como lo indican algunos escrutinios comunales, especialmente en los estratos socioeconómicos bajos. Sin embargo, todavía son pocos los estudios que abordan exhaustivamente el comportamiento electoral de los evangélicos[7] y ellos señalan que si bien predomina el voto conservador hay sectores minoritarios que son proclives a la izquierda.
En todo caso, las consideraciones precedentes no debiesen conducirnos a descartar del todo la existencia de ese “sujeto popular de identidad cristiana” a que alude Titelman, sino a indagarla, especialmente en cuanto pudiere explicar la conducta política de las personas. Ahora bien, tratándose de esta conducta surge una pregunta inicial, cuya respuesta es hoy objeto de mera especulación, pero que debiera ser sometida a verificación científica. La pregunta es si se puede hablar de “un” votante de identidad cristiana. Desde luego, en la feligresía católica hay grandes empresarios y comunidades pobres cuyos procesos de definición política son difícilmente compatibles. Algo parecido ocurre en el mundo evangélico, cuyas comunidades presentan, también, variaciones según las regiones del país.
Desde la perspectiva ética tradicional, es coherente que Titelman identifique a ese votante como una persona que valora la familia y el matrimonio, y que rechaza el aborto. Sin embargo, no solo los creyentes sino el 91 por ciento de los chilenos considera a la familia lo más importante[8] y, de otro lado, es evidente que en los diversos estratos del mundo católico la familia no fundada en un matrimonio es crecientemente apreciada como tal. Del mismo modo, es comprobable que la mayoría de los parlamentarios cristianos estuvieron de acuerdo en la legalización del aborto, en tres causales de justificación, probablemente coincidiendo con sus electores.
De otra parte, es notorio que la intolerancia hacia las personas LGBT y su afectividad es mayor en el ámbito evangélico pentecostal que en los demás creyentes cristianos. Pero ¿hasta dónde podría ser esta una explicación del voto de ese 32% de nuevos votantes “obligados”, en la última elección, jóvenes de entre 18 y 30 años, casi la mitad de ellos pertenecientes al estrato socioeconómico más bajo, que en su mayoría absoluta se manifiestan contrarios al aborto y a la adopción de niños por parejas del mismo sexo?[9]
Respecto a valores tradicionales que Titelman atribuye a ese votante de identidad cristiana, tales como el “patriotismo” o el culto a los emblemas patrios, lo más probable es que a estos también adhiera gran parte de los no creyentes. Y tampoco es un dato comprobado, salvo en el seno de las familias, que la mayoría de los cristianos asigne a la solidaridad el valor social que posee según el Evangelio y el magisterio de la Iglesia. En cambio, es probable que gran parte de ellos estime en mayor medida el esfuerzo individual (la “santificación del trabajo” que predica el Opus Dei), como modelo a seguir.
Igualmente, pocas coincidencias se puede hallar entre los creyentes cristianos, si se trata de otros componentes de la definición política, tan decisivos hoy, como son la inmigración y la inseguridad. Una vez más, sorprenden esos jóvenes votantes “obligados”, que se manifiestan abrumadoramente partidarios de la violencia represiva. Lo mismo ocurre con la adhesión a la democracia, pues un 20% de los evangélicos chilenos considera que un gobierno autoritario es preferible a uno democrático en algunas circunstancias, mientras que solo un 13% del mundo católico sostiene la misma preferencia[10].
En conclusión, si bien los creyentes cristianos constituyen una población cuantitativamente gravitante, cuando esta es desagregada según las iglesias y los niveles socio económicos, se hace difícil sostener que ella contiene un solo sujeto, uniforme en sus motivaciones, y es más complejo aún saber qué porcentaje de sus preferencias van hacia la izquierda o la derecha. De todo ello se sigue, como lo afirma una especialista, que el grueso de los creyentes no decide su voto con base en su fe[11].
(En próxima edición…Segunda Parte…)
[1] Editorial Planeta, Santiago, mayo 2023.
[2] El País, Madrid, 22.05.2023.
[3] El Mercurio, Santiago, 23.05.2023
[4] Encuesta Bicentenario, PUCV, 2022
[5] Ibid.
[6] De acuerdo con la última encuesta del CEP, estas instituciones ocupan el noveno lugar, con una evaluación de 22%, seguida por la Iglesia católica, con un 21%.
[7]P.e. Paulsen, Abraham– Ciudad y fe. Una introducción al estudio de la geografía de las religiones de Santiago de Chile (1541 – 2018). Ediciones UC. Santiago, 2021. 244 págs.
[8] Encuesta Bicentenario, PUCV, 2022
[9] Estudio Panel Ciudadano. UDD, mayo 2023.
[10] Latinobarómetro 2020.
[11] Isabel Castillo, académica de la Facultad de Gobierno de la Universidad de Chile. Declaraciones en El País, 28.05.2023.
1 comment
El apoyo a la ultraderecha en el mundo está altamente determinado por las sensación de inseguridad, de falta de certezas en un mundo globalizado, donde las decisiones más importantes se toman fuera del alcance de los individuos. Los partidarios del actual Gobierno no fueron capaces de generar en las últimas elecciones parlamentarias que diera confianza y galvanizara el poder social emergente. Esto no es precisamente algo que despierte apoyo social en épocas inciertas. En algunos países el integrísimo catolico ( Schönstatt de Kast y el Opus Dei de Silva y Hevia) y evangélico son una fuente fantaseada de certezas y verdades inamovibles y eternas en la cual la gente puede confiar en épocas de crisis. Estos grupos disponen de una férrea y constante estructura grupal y liderazgo mesiánico y patriarcal de alto potencial regresivo y manipulador desde el punto de vista psicológico, pero que genera cohesión y alta adhesión a sus líderes. La ultraderecha ha sabido, en el caso chileno, unir de un modo arcaico y conservador la urgente necesidad de certezas y de seguridad con los refugios inconscientes que ofrece la „santa madre iglesia” en sus diversas modificaciones en un mundo cambiante y lleno de incertezas. Pareciera así, que el tema no es revivir al sujeto “socialcristiano” como se conoció siempre sino el de generar dinámicas sociales y políticas con consecuencias en los grupos religiosas, donde la ciudadanía de inclinación progresista pueda hacer valer su influencia y pueda ofrecer certezas.