Comienza el lento aprendizaje de una cultura, los ritos, las relaciones humanas, las costumbres, el entorno. Las heridas, que nadie ve, siguen abiertas. Pero ya nadie puede hacerle daño. Está a salvo. Sola, pero a salvo.
La luz de York, en Inglaterra, es única. Dorada, tenue, ocre en el atardecer, con cielos de infinitas capas de violetas y naranjas que iluminan cada espacio, ahuyentando toda sombra. La ciudad conserva las huellas de la historia y sus orígenes romanos en sus murallones, castillos y esa catedral majestuosa que quita el aliento. Allí vive desde hace casi cinco décadas María Elena, una chilena que hace unos días cumplió ochenta años y tiene claro que sus días están contados. Tiene cáncer al pulmón y desde hace un tiempo intenta dejar las cosas ordenadas, las cuentas claras, antes de morir. Su deseo más profundo es regresar a Chile para quedarse. Allí quiere ser enterrada, en la patria que abandonó en contra de su voluntad. Le gusta decir que los milicos decidieron por ella y que es una sobreviviente, una fugitiva que pasó por el infierno, pero logró dejarlo atrás.
María Elena tiene la risa fácil y, sin embargo, algo en su mirada me recuerda a la de un pájaro herido, asustado. Con el transcurso de los años, aprendería que el estar lejos de casa es una cuestión de perspectiva, no de distancia.
No estaba en los planes de nadie el andar preguntando por el esposo, el hermano, la hija en la comisaría, la morgue, el hospital, la cárcel. Como tampoco estaba abandonar el país. Ese día, cuando partió, perdió la inocencia. La dictadura militar inculcaría el miedo a escuchar, a decir, a pensar y discrepar. Fueron millones los que se transformaron en sordomudos. Nos arrebataron la patria, nos arrancaron los sueños, nos despojaron de nuestra identidad. Dinamitaron los puentes de confianza y sembraron la sospecha profunda. Nos arrojaron a la orilla como peces muertos el día después. Chile se parte en dos ese mismo martes 11 de septiembre. Una mañana de sol, interrumpida por el estruendo de las ráfagas que atraviesan el país como una locomotora furiosa, sin rumbo fijo, imparable.
Hija de la memoria, ciudadana sin patria. María Elena inicia un regreso silencioso y solitario para cerrar el círculo. Ha llegado la hora de volver. En las noches, en su pequeña casa de York, cierra los ojos y se tiende en su cama ancha y mullida. Puede ver el tupido paño de agua que se desliza por las ventanas azules del sur de Chile. El golpeteo de la lluvia sobre la techumbre de latón resuena con gran estruendo. Está en su casa de infancia, de techo rojo, a orillas del Lago Panguipulli, en el corazón de La Araucanía. El mundo blanco, que apenas se roza con el mapuche, el indígena sometido que perdió sus tierras y ahora lucha sin tregua para que al menos no le arrebaten su dignidad. Como telón de fondo, los cerros verdes, de intensos verdes, cubiertos de eucaliptos, de pinos, los árboles cuyos nombres desconoce, pero su fragancia se impregna en su pelo por días. El bosque baja y cae hasta el lago, casi de rodillas, para hundirse en la arena negra. La casa, rodeada de un tupido follaje, impregnada del perfume de las manzanas de guarda, las grandes hogazas de pan en el horno de la cocina. Olor a lana húmeda. La luz rebota en los envases que contienen la miel que sus abuelos producen con sus abejas y que venden en Argentina. La casa huele a gloria y a abundancia.
Una infancia feliz, protegida, que sólo tiene espacio para la inocencia. Niña alta, flaca y tímida. Le gusta observar a los demás, de pocas palabras. Ama la música y toca el piano. Su abuela le enseña a respetar al mapuche y sus derechos, y comparte con ella su espléndida biblioteca. La invita a sumergirse en el mundo de los clásicos universales. Una pasión, entre otras, que nunca la abandonaría.
María Elena respira profundo y no se atreve a moverse. La invade la fragancia de un membrillo, su sabor ácido y dulce, amarillo con un leve tinte de verde. Duro, pero no demasiado. Recuerda que los compraba en la frutería en el Paradero 30 de la Gran Avenida, en Santiago. Se le escapa un suspiro y de pronto evoca su primer encuentro con la pobreza chilena. Los niños visten andrajos, descalzos, a medio vestir, otros desnudos, con los mocos colgando. Llenos de piojos, sucios, los brazos y piernas cubiertos de costras y cicatrices. Un país pobre, desigual, aislado del mundo, machista y clasista.
Estudió Filosofía en la Universidad de Chile (debía dar su examen de grado el día del Golpe), militaba en el Partido Socialista y tenía un novio, estudiante de Medicina. Llega al Reino Unido dos años después, sola, con cien dólares en el bolsillo. Nadie sabía de su existencia. Sin identidad ni pertenencia. El funcionario de la estación de tren en Londres- iba rumbo a York- le ofrece su oficina y algunas galletas minutos antes que se deje caer la tormenta. La vecina le abre la puerta de su casa y le ofrece su ayuda, sin hacer preguntas. Todo es nuevo, desconocido. Los primeros tiempos estarán dedicados a instalarse, a insertarse en una sociedad cuyos códigos no logra descifrar. Al menos habla inglés. Comienza el lento aprendizaje de una cultura, los ritos, las relaciones humanas, las costumbres, el entorno. Las heridas, que nadie ve, siguen abiertas. Pero ya nadie puede hacerle daño. Está a salvo. Sola, pero a salvo. Los años se acumulan como diarios viejos y a ratos se camina a tientas, en ascuas, como en una pieza oscura. Todo sucede en silencio, en cámara lenta. Hay que juntar los pedazos de un enorme rompecabezas de infinitas piezas en medio del temor y la incertidumbre. Cada cual lo hizo a su manera, cada cual tiró los dados como quiso o pudo.
No fue fácil, nada fue fácil. Costó dibujar o soñar la idea de un segundo hogar, ni hablar de una segunda patria. La patria. La palabra se repitió durante años como un conjuro y en la boca quedaba siempre un sabor entre dulce y amargo. Neruda decía que la patria es dulce y dura. Pero Inglaterra la acoge, le tiende una mano solidaria, le da un sentido de pertenencia. Ella le devolvería el abrazo con emoción y gratitud. Un día cualquiera se atrevería a pronunciar la palabra futuro. El esfuerzo se resume en lo que nuestros padres llamarían rehacer la vida.
Sólo una vez viajó a Chile de visita, una vez que le levantaron la prohibición de ingreso. Aterrizó el mismo día en que Patricio Aylwin asumía como presidente. Añoraba ver a su gente, estar con su familia, los amigos, comer pulmay de Concepción, prietas y longaniza de Loncoche. Fue una experiencia de luz y de sombra. Hubo una mezcla de dolor y alegría, reconoce. El caminar por algunos lugares de Santiago abrió antiguas heridas. La memoria del cuerpo la transportó, sin aviso, a los tiempos oscuros, previos a su partida. Entraba en el mundo del terror y el pánico. “No lo pasé bien. Me llamó la atención la insularidad de los chilenos: nadie me preguntaba nada. Nada de nada.”
Años más tarde, en la Universidad de Oxford obtendría los grados de maestra y doctora en Filosofía. Al graduarse recordó la dictadura en Chile y contó, con la voz quebrada, que fue perseguida, y que durante nueve meses fue torturada en tres centros de detención. En el camino contrajo tuberculosis. Sus compañeros y profesores le aseguraron, también con emoción, que estaban orgullosos de contar con su presencia. Pese a la carga de muerte y dolor, de herida sangrante, resulta asombroso constatar que en María Elena predomina la compasión sobre el rencor, la entereza sobre la derrota. Podría haber sido de otro modo, y con toda legitimidad. Esa fue su opción, profunda, una tarea ardua de largo aliento que puso a prueba, una vez más, su voluntad y disciplina. Y anhelo de paz. Ese es el regalo más preciado que María Elena desea para la hora de su muerte.
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Una vez más Odette Magnet nos sorprende con su agil y cuidadosa pluma como eligiendo las emociones que despertarán nuestro inconsciente rutinario de la memoria viva de su relato, de la llaga abierta y viva del dolor de un sueño que no fue pero pudo haber sido.
Hermoso y triste a la vez , me encantó el relato, que reflejan tantas vidas truncadas por el exilio, peeo que renacieron en otros países