Vivir la muerte.

por Antonio Ostornol

Hace ya unos cuantos años, cuando a mi padre todavía le quedaban algunos pocos por vivir, me dijo que lo peor de envejecer era que quienes sobrevivían se iban quedando solos. Creo que en ese momento no supe dimensionar todo el sentido y la complejidad de esa simple y, tal vez, trivial observación. Hace un par de semanas recibí un mensaje en mi WhatsApp de mi amiga Toña Cepeda. Era un texto simple, directo, elocuente: “malas noticias. Quizás ya te has enterado, pero estoy con un cáncer pulmonar ya con metástasis. Estoy dónde mi hija con «sabia tranquilidad. Te voy a llamar en la semana para que compartamos un vinito”. El tono del mensaje no contenía nada dramático, aunque una frase final sugería un mar de fondo que se movía con intensidad: “no he vivido 70 años, yo creo que 100. No es que lo sienta prematuro”. El mensaje era de la Toñita, alguien muy cercano, con quien compartimos la amistad construyéndonos mutuamente desde que éramos niños. Tuve conciencia de que el proceso de quedarme solo ya estaba en marcha.

Este proceso, probablemente, comenzó mucho antes y seguro que no nos dimos cuenta. Si bien sabemos que la muerte no tiene fecha predeterminada y que, como se dice popularmente, no nos morimos ni antes ni después, pareciera que la mayor parte del tiempo hubiésemos vivido como si ella no existiera. De hecho, para mi generación la muerte se hizo parte de su cotidianeidad desde muy temprano. Rondábamos la veintena cuando se produjo el golpe de estado y en un puñado de pocos años experimentamos la muerte violenta (asesinatos y desapariciones de mucha gente cercana). En mi caso, unos pocos días después del golpe, supe por la prensa del asesinato del Flaco Canales, un compañero de la jota que vivía en El Pinar y que cayó con un grupo de La Legua. Fue el caso que la Junta publicitó como el “Plan leopardo”. Durante el año 1974, varios compañeros del colegio –militantes o amigos del MIR la mayoría- fueron detenidos, torturados, asesinados y desaparecidos. Entre ellos, el Edwin Van Yurick, de mi promoción, y varios otros de la anterior. A fines del 74, detuvieron a prima Yiyi y de ella nunca más supimos. 

O sea, cuando miro el mensaje de mi amiga no lo conecto con esas muertes, que se produjeron en el marco de un proceso que les daba sentido. Esas muertes no nos conectaban con la soledad, sino que, al contrario, nos hacían partícipes de una comunidad, de una misma gesta y un mismo martirio. No estábamos solos, aunque cada una de esas y tantas otras muertes se produjeron en la soledad más absoluta, la del secreto, de los cuarteles clandestinos, de las salas de tortura o sitios de enterramiento. Y las vivimos en la soledad de los escondites, del toque de queda, de la ciudad atemorizada.

Las palabras de la Toñita conversan con las de mi padre y hablan de las pérdidas que sentimos cuando ya hemos recorrido la vida y hemos creado un tramado de vínculos amorosos que nos constituyen. La secuencia de muertes es implacable. Ya prácticamente no tengo tíos o tías vivas. Casi todos mis amigos son huérfanos hace un buen rato. Ni siquiera se escapan muchos de quienes fueron nuestros profesores en liceos, universidades, clubes deportivos o talleres literarios. Se han ido muriendo de muerte natural. Comienza a hacerse cada vez más frecuente la pregunta: oye, ¿cuántos compañeros del curso se han muerto el último tiempo? ¿Y cuántos de la escuela? ¿O del barrio, del equipo de fútbol, de la revista, del sindicato, etc., etc.? Y la respuesta es siempre un número más alto. 

Para mí, por ejemplo, la muerte de Yanina Cademártori, otra gran amiga de la vida, fue la primera campana de alerta. Un tumor cerebral la consumió cuando apenas nos empinábamos sobre la cincuentena. Ella era parte de mi historia, con sus exilios, con sus trabajos académicos, con su risa y sus amores. Nos conocíamos desde la preparatoria (hoy, educación básica) y siempre estuvimos caminando, donde fuera, en torno a una huella más o menos parecida. Exceptuando la muerte de mi madre, la de la Yanina fue la primera completamente mía. Mía por historia, por afinidades, por convicciones, por afecto y amistad, sobre todo por esto último: por amor en el sentido más puro y amplio que podamos imaginar.

A los cincuenta, quizás la Yanina no hubiese tenido la tranquilidad que hoy tiene la Toñita, aunque sus vidas están llenas de puntos de encuentro. Solo que ya tenemos 70 y es como si hubiésemos vivido 100.  Por supuesto que con la Toñita nos tomamos esa copa de vino y hablamos largamente. Nuestras vidas no han sido fáciles. La de ella mucho más dura que la mía. Pero la ha vivido con intensidad, pasión y compromiso absolutos. Hicimos memoria de distintos episodios y en todos ellos siempre se la ha jugado. Por eso, seguramente, no siente que este evento que se le pone por delante sea prematuro. Me queda la sensación de que, en alguna parte de su proceso, algo le dice que esto es lo que le toca vivir ahora. Su cáncer, enfrentarlo con la tranquilidad que nos regala una vida a la que nunca se le regateó nada. No se lo esperaba, pero lo está asumiendo con tranquilidad. La Yanina tampoco lo esperaba. Cuando nos enteramos de que tenía un tumor cerebral de pésimo pronóstico, estábamos con ella en una reunión de amigos, comiendo y tomando como corresponde. No hubo dramas. Incluso puede que hayamos hecho algún brindis ad hoc. Hasta alguna broma se soltó. No lo recuerdo. Lo que sí sé es que en esa oportunidad la noticia se instaló en un espacio de irrealidad. Ahora en cambio, las palabras de la Toñita sitúan la noticia en un espacio de total propiedad. Con miedo, posiblemente; con sorpresa, tal vez; pero con conciencia de que este es el baile que nos toca y la música que nos pusieron. Su lucidez ilumina.

Muchos amigos han vivido experiencias de enfermedades terribles. Algunos han salido mejor parados que otros. Los diversos “chat” a los que asistimos como si fueran la nueva plaza del barrio, con frecuencia nos informan de que hay un número menor. Así, el paisaje humano que nos ha acompañado por años se va reduciendo. Llegará un momento en que todos dejaremos de estar en el dibujo. Y los que queden, estarán solos. Si a los que nos toque abandonar el cuadro antes hemos asumido que simplemente hemos cumplido con vivir la vida hasta el final, le facilitaremos la tarea a esos nos mirarán partir. Las palabras de mi amiga anticipan esta herencia: no hemos vivido 70 sino 100, y la enfermedad y la muerte no tienen por qué ser prematuras. Pero, aunque todo lo que he dicho sea verdad, la probabilidad de que las pérdidas sean cada día más nos hace mirar por la cornisa de la soledad.

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10 comments

Patricia Hidalgo septiembre 6, 2024 - 1:14 pm

Hermosa, real y profunda columna. Gracias por poner con buena pluma y mirada sabía lo que está viviendo nuestra generación.

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Patricia Requena septiembre 6, 2024 - 2:13 pm

Toño del corazón…desde el que espero puedas sentir mi gratitud.. Palabras maestras… palabra que cala en el espacio de muchas interrogantes inquietas…. A nuestra generación nos debe rondar las mismas… y tú «gesto».. es como siempre han sido los tuyos, un abrazo que reconforta desde el centro de nuestras humanidades, el sentido que nos hace vivir .. gracias…

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Gustavo septiembre 6, 2024 - 5:28 pm

Un abrazo Toño

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Lilian Loreto septiembre 6, 2024 - 6:23 pm

Querido primo no puedo más que emocionarme y soltar una lágrima que sin querer se me va rodando por la mejilla. Tu retrato es un retrato común es un retrato compartido en la que muchas veces nos hemos encontrado en ese álbum de fotos de la vida pero siempre en el mismo álbum siempre por los mismos caminos con las mismas aventuras cada uno con sus respectivos personajes roles y vestuarios también he sentido este tiempo de viajes a ver a los hijos donde nunca se sabe si es la última vez tampoco ellos lo saben aunque ellos tienen el futuro por delante y siempre piensan que hay otro día más yo me vuelvo pensando qué tal vez sea el último y sin ningún dramatismo sólo que sé que estoy en las últimas páginas de este libro que nos tocó leer juntos primo querido te quiero con todo mi corazón! Y cómo me doy cuenta de que estoy viva! más viva que nunca como si los últimos años se fueran aquilatando en oro en diamantes en brillantes porque cada segundo es una joya, comenzamos de latón y ahora siento que brillamos como el mejor de los diamantes, Listo para dejar una luz al momento de partir

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Mireya septiembre 6, 2024 - 10:50 pm

Me acorde de mi padre, que a sus 91 me llamaba para irnos a tomar un café. Un día me dice que quiere cambiar la rutina y que sea 3 veces a la semana. Yo le digo, pensando que siempre estaría ahí.. y porque no invitas a tus amigos? A cuales, me responde. Están todos muertos.
Dale un abrazo a la Toña y gracias por tu pluma…siempre..

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Luisa septiembre 7, 2024 - 2:47 am

Un bello real y triste relato, un abrazo Toño

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Joan del Alcázar septiembre 7, 2024 - 2:42 pm

Hermosas tus palabras, profunda tu reflexión, entrañables tus sentimientos, Toño, amigo y compañero.
Cuánta razón tu padre, que verdad tan concisa.
Comparto plenamente el paisaje del que hablas y admiro tu capacidad de describirlo con pocos pero firmes trazos.
Llegados a los setenta, mi hermano, en ese cuadro estamos, «mirando por la cornisa de la realidad».
Te mando desde tan lejos muchos ánimos envueltos en un abrazo potente.

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Channy Amigo Martínez septiembre 7, 2024 - 11:54 pm

…Si fue triste lo de Yanina Cademartori ,vecina, compañera y amiga…
Gracias por la mención.
Saludos y cariños siempre ✨️

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Macarena Espinoza O. septiembre 8, 2024 - 1:13 pm

…gracias Toño…. ???? vida y muerte palpitan una parte de la otra…qué ganas de ser más sabios y poder recibir y acompañar la muerte, la pérdida, la enfermedad y los miedos…gracias por traer siempre un poco de historia también….de mantener vivo ese relato que es parte de nosotros pero que no lo vivimos de igual forma.
Gracias por escribir y compartir tus escritos.
Gracias ❤️

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Paula Martinez Chaigneau septiembre 11, 2024 - 12:00 pm

Querido Toño. Hablas por todos nosotros los del cuadro. Gracias por tus palabras, que queden, como las que se escribian por detras de las fotos de papel. Un abrazo.

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