Voto obligatorio y democracias tik-tok 

por Luis Breull

El tránsito de las otrora democracias de votantes informados en el siglo XX a las actuales “democracias tik-tok”, que en la columna anterior caractericé con la conducción de “gobernantes travestidos en influencers locuaces o deslenguados… absortos por una inmediatez narcisista y ególatra” de intensa actividad en redes sociales, más una masa de votantes forzados a participar bajo apercibimiento de multas, dan cuenta de una volatilidad y desapego a adhesiones de largo plazo. La participación política da forma a una implacable alternancia en el poder, vaciándose de atributos de opinión consistentes, en pro de la inmediatez, la visualidad y lealtades efímeras que deben ser capturadas en un mercado de sueños, promesas, expectativas y sentidos comunes, como ilusas ofertas de solución simple ante problemas cada vez más complejos. 

Redes sociales para “enredar” el voto

La política se ha convertido en un espectáculo consumido a través de medios de comunicación rápidos y superficiales, particularmente las redes sociales como twitter o X, intensamente ocupada como instrumento de campañas. 

Si se observan los vaivenes de opinión democrática expresadas desde las segundas elecciones presidenciales de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, el plebiscito post estallido social para resolver si se quería generar una nueva Constitución Política el 2020, y luego las dos propuestas rechazadas el 2022 y 2023, más las tendencias mayoritarias de las elecciones municipales y de gobernadores de los años 2021 y 2024, se reafirma el carácter maníaco depresivo de la ciudadanía. Algo que recuerda al expresidente del Banco Central, Roberto Zahler, quien hace más de una década describió así la conducta de los agentes económicos en Chile.

En este escenario de intenso consumo de contenidos en plataformas digitales, la política derivó en un entretenimiento de corta duración y bajo nivel de profundidad, adaptado a los intereses inmediatos y efímeros de los votantes tratados como targets de audiencias consumidoras de medios de comunicación. 

Este fenómeno combinado con el voto obligatorio introdujo una paradoja: forzar la participación política de personas de distintas edades -ya no solo jóvenes-, sin apego ni interés por los procesos democráticos electorales. Y lo que es más complejo, sin la posibilidad de construirse una opinión estable y con argumentos democráticos consistentes ante un mercado electoral que tiende a la fragmentación política, la polarización y la banalización de mensajes. Una suerte de marea de difusas percepciones de realidad, construidas desde las emociones y las subjetividades del momento.

Así, el voto obligatorio, al ser implementado en un contexto de creciente desafección política y desconexión entre los ciudadanos y las estructuras tradicionales de poder, puede tener efectos contraproducentes. La obligación de votar no necesariamente genera un compromiso político genuino;por el contrario, puede derivar en resentimiento o desinterés si los votantes no sienten que sus elecciones reflejan sus intereses o que la política aborda sus preocupaciones reales y entrega soluciones eficaces en el corto plazo. 

Algo que el politólogo italiano Giovanni Sartori describió en sus últimos textos sobre las democracias contemporáneas al iniciarse el siglo XXI:  «… la democracia requiere ciudadanos activos, pero también informados, y el voto obligatorio no garantiza una participación informada, sino simplemente un cumplimiento formal… Necesita una participación reflexiva, crítica y consciente de los ciudadanos, que es precisamente lo que se ve amenazado por la inmediatez de las redes sociales«.

Lógica neoliberal, divorcio y tiro de gracia

El neoliberalismo ha propuesto un relato que ha logrado cierto “escape” a la narrativa moderna de dominación estatal, aparentemente dándole más poder a las personas comunes, al descentralizar decisiones y abrir espacio para que los individuos maximicen sus intereses materiales. Esta idea, al promover la autonomía individual y la gestión privada de los recursos, responde a la desafección generalizada con los partidos políticos y el centralismo estatal, especialmente en sociedades complejas y globalizadas como la chilena.

A pesar del colapso financiero global de 2008, donde los principios fundamentales del neoliberalismo fueron cuestionados debido al rescate masivo de los bancos, el sistema no muere, sino que se adapta y renace más fuerte que nunca. 

Esto se debe a su capacidad para evolucionar hacia lo que el economista británico Colin Crouch llama la “posdemocracia”. En lugar de buscar mercados completamente libres, el neoliberalismo real ha transitado hacia una nueva forma de poder, en la cual las corporaciones multinacionales tienen un rol preponderante en la definición de las políticas públicas a través de lobbies y manipulación de la regulación estatal. Este proceso de captura del Estado por parte del mercado debilita las democracias, pues los ciudadanos se sienten aún más impotentes frente a un poder corporativo que no responde a las demandas populares ni a las clásicas instituciones políticas que encarnan el poder formal.

A pesar de las críticas a su ineficiencia y desigualdad intrínseca, el neoliberalismo no muestra señales claras de declive. La competencia total y la exclusión social se han vuelto parte integral del sistema económico y político global. Si bien este modelo puede generar grandes concentraciones de poder económico, su sostenibilidad se enfrenta a los desafíos de administrar y cohabitar con el descontento social y la polarización política implícitos y cíclicos. Al promover un modelo económico que desmantela las políticas públicas de bienestar social y redistribución de la riqueza, ha contribuido al creciente desencanto y desafección política de la ciudadanía. En un entorno donde las promesas políticas se reducen a soluciones mercantiles y la participación democrática se simplifica a un acto de consumo rápido, como se observa en las «democracias TikTok«, emergen grupos ciudadanos que se sienten cada vez más distantes de los procesos políticos tradicionales y de las ofertas electorales, con la paradoja del imperativo de expresar su voto.

Esta desafección va de la mano con el fenómeno de la profesionalización de la política, en el que los partidos han evolucionado hacia agrupaciones de profesionales cuyo objetivo principal es mantener y acceder al poder. Un divorcio entre los ciudadanos y los partidos, donde los militantes y las bases han perdido poder y han sido desplazados por una élite política profesionalizada. 

Entonces, la profesionalización y burocratización de los partidos, junto con la falta de interacción directa entre los ciudadanos y los colectivos, contribuyen al debilitamiento de la política representativa y a la creación de una élite desconectada de las necesidades populares. El sistema de partidos se convierte en una carrera profesional que favorece a los dirigentes más que a las bases, lo que ahonda en la crisis de confianza que caracteriza a las democracias actuales, como la chilena. Estado y el Servicio Público se constituyen como una bolsa de empleos para las tecnocracias dirigentes y segundas líneas militantes, depositarias de un hábitus de administración de la burocracia -transformada en un fin en sí mismo-, para construir indicadores de cualquier tipo que requieran de operadores para cumplirlos y auditarlos.

La «profesionalización» y la burocratización de los partidos, junto con los sistemas electorales que refuerzan el control desde la cúpula, promueven un modelo de partidocracia, en el que los partidos ya no funcionan como representaciones de la voluntad popular, sino como mecanismos de gestión de carreras políticas. Esta separación entre las élites dirigentes y la base electoral contribuye a la desafección y la apatía política de la ciudadanía, reforzando el desgaste de la democracia participativa, la sensación de incertidumbre y la enajenación del Estado.

La corrupción, tanto en su forma explícita como en su dimensión estructural (a través del lobbying y la financiación no explícita de las campañas), refleja un sistema político agotado y que no cumple con su función de representar el interés público. Esto se convierte en un ciclo vicioso donde la corrupción no solo persiste, sino que se naturaliza, produciendo una desconfianza generalizada en las instituciones democráticas. No obstante centrarse el foco en los partidos políticos y sus dirigentes como uno de los grupos de mayor desconfianza y generador de corrupción, para que esta exista se necesita en la sociedad la contraparte dispuesta a corromper a otros.

¿Representar o redistribuir?

El neoliberalismo también impacta el sentido común en la política, afectando el orden social y el valor de las ideologías. Ya sea en grupos de derecha radicalizados frente a la inmigración desregulada o en el progresismo de representación identitaria, el neoliberalismo sigue siendo insustituible. Las políticas de identidad, centradas en género, raza y orientación sexual, han permeado el discurso progresista, desplazando el enfoque de redistribución de la riqueza hacia una de representación simbólica.

La representación simbólica busca que grupos minoritarios ocupen cargos políticos o tengan voz en decisiones institucionales. No se trata de transformar estructuras económicas o redistribuir recursos, sino de redefinir narrativas de poder y pertenencia. Sin embargo, este enfoque ha sido criticado por diluir luchas estructurales a favor de una política individualista y simbólica, que no cambia las condiciones materiales de vida de las comunidades oprimidas.

El auge de las políticas de identidad dentro del progresismo neoliberal contribuye al divorcio entre los ciudadanos y los partidos. Mientras los partidos se ocupan de reconfigurar las narrativas de poder, las grandes corporaciones y políticos profesionales explotan estas demandas para mantener el control sin enfrentar las desigualdades económicas que realmente afectan a los ciudadanos.

La representación simbólica no se traduce en mejoras materiales para quienes enfrentan pobreza y falta de acceso a servicios básicos. Esto puede ser percibido como una distracción de los problemas estructurales de la sociedad, como la desigualdad de ingresos y el acceso a servicios públicos de calidad, contribuyendo al desgaste de la democracia y la pérdida de confianza en las instituciones.

Las élites políticas y económicas pueden adoptar la retórica inclusiva para ganar apoyo, pero sin comprometerse a reformas estructurales. Esto contribuye a la erosión de la confianza pública y al empoderamiento de las élites a costa de los demás grupos sociales. La política de identidad se conecta estrechamente con el neoliberalismo, desviando el debate de las desigualdades materiales hacia mercados de reconocimiento simbólico, todo mientras se mantiene intacta la jerarquía económica/política que define las democracias contemporáneas.

El voto obligatorio en Chile está reflejando la desafección política desde una parte de la ciudadanía atrapada por la inmediatez y superficialidad de las redes sociales, donde las deliberaciones se toman desde el impulso emocional contextual más que las convicciones políticas plenas. El neoliberalismo, al priorizar el individualismo y la competitividad, también ha contribuido a debilitar las estructuras democráticas, impulsando una oferta política de consumo rápido que termina siendo incapaz de abordar las desigualdades reales y los problemas complejos. Así, sufragar se convierte cada vez más en una práctica universal al tiempo que un acto vacío que se resuelve por la ilusión momentánea, el rápido desengaño y la alternancia.

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