Siempre me ha impresionado la manera cómo, mirando hacia atrás, podemos ver hilvanarse hechos cuya ligazón no advertimos en su momento.
Vanja Milena menciona, luego de ver el documental “Haydée y el pez volador” con su ojo de crítico de cine, mi antigua cámara fotográfica, una PRACTIKA MTL 5. Sus hermosas palabras me llevaron a recordar, a traer de nuevo al corazón, su origen, su pequeña historia entrelazada con muchas otras
Fue a mediados de los 70. Mi mundo se había detenido. Había congelado, transitoriamente, mi función profesional. O mejor, había mutado provisionalmente a la de tejedor de redes de apoyo a la gente de mi país que, con esfuerzos heroicos, se reorganizaba para resistir y recuperar el cauce democrático.
Los caminos de ese entonces condujeron a Berlín. Ese Berlín que ya no existe, que en su momento brindó apoyo solidario. Ese con la Unter der Linden sellada por la Puerta de Brandenburgo, también tapiada. Era el Berlín detrás del muro.
Por ahí pasaba el camino de retorno. Allí me di cuenta, necesitaría de una cámara. No pensaba en paisajes. Estaba pensando en información. Debía ser multifuncional.
Así llegué a esa PRACTIKA. Me sedujo la distancia focal. Treinta centímetros en lugar de los cincuenta de otras réflex de la época. Sencilla de operar, podía enfocar justo una página de carta. Era más fácil y seguro trasportar un rollo de película que una carpeta de documentos.
Fue mi primera cámara réflex de las varias que fui incorporando con los años a medida que fui comprendiendo el valor de la fotografía como registro.
No conocía de fotografía. Cuando niño mis padres tenían una Kodak de los años 50, la cámara popular de la época. Algunas de las escenas de la vida familiar en los faros o en el Angelmó de esos tiempos quedaron registradas con ella. Pero no tenemos imágenes del terremoto del 60.
Fue a fines del 62 cuando mi madre, como parte de la preparación para el viaje de gira de estudios, para el que trabajó un año entero junto a las otras madres del curso, me compró una cámara. Me pareció modernísima, era posible ajustar la velocidad, apertura y distancia. No era réflex, pero yo todavía no conocía la diferencia ni su utilidad. Olvido su nombre, puede haber sido Voigtlander.
Me duró poco. Registró nuestro viaje desde Puerto Montt a Arica. En Arica nos alojamos en un regimiento. Era una gira de tres semanas, de presupuesto limitado. Distraídamente la colgué en la litera que me habían asignado y salí. Ingenuidad pura. Cuando volví ya no estaba. Alguien se la había apropiado y con ella de un rollo entero de pequeña historia.
Los años que siguieron fueron sin fotografía o muy escasas. En el contexto no me pareció una prioridad, ni una necesidad. Poco tiempo, mucha actividad y, desde el 72, en adelante preocupación por conservar el anonimato.
Fue en los días que precedieron el Golpe de Estado de septiembre del 73, al escuchar a un analista respaldar su opinión con información documentada por imágenes, cuando la fotografía adquirió para mí un nuevo valor. Recordando aquello me interesé por la PRACTIKA.
Vino conmigo de Berlín a Buenos Aires. La oscuridad, el dolor, la muerte asomaban en el horizonte argentino. Continuaba la tarea: tejer redes, prestar apoyo, mantener abierto el camino. En ese nuevo escenario se hizo necesario que el médico que estaba congelado justificara su presencia. La fortuna brindó una oportunidad que llevó a convertirme en el especialista que soy. La PRACTIKA sumó entonces nuevas funciones: registro de imágenes para seguimiento clínico, un aporte invaluable en el debate científico, en la docencia, en la formación de nuevos especialistas.
De vuelta en Chile a fines de los 70, se acentuó su función médica y docente. Cumplió esa tarea hasta fines de los noventa, cuando el desarrollo de la fotografía digital y su aceptación como herramienta de registro en el medio científico hizo necesario cambiar a esa tecnología.
En esos veinte años me acompañó en cada consulta, en cada intervención, en cada viaje, en cada reunión familiar. Registró las primeras reparaciones de fracturas expuestas, las primeras reconstrucciones mamarias, mucha cirugía de malformaciones, los primeros grandes quemados que salieron adelante: Jocelyn, Alejandro, Carmen Gloria.
También me acompaño a la calle Hernán Yungue, vecina al Hogar de Cristo, donde militares quemaron a Carmen Gloria y Rodrigo en julio del 86. Necesitaba esas imágenes para documentar y respaldar mi posición en entrevistas con los fiscales Blanco y otros, tanto en el Hospital del Trabajador como en la Fiscalía militar.
También me acompaño a la calle Hernán Yungue, vecina al Hogar de Cristo, donde militares quemaron a Carmen Gloria y Rodrigo en julio del 86.
Un par de meses después la necesidad y la oportunidad hicieron que la PRACTIKA tuviera que ser reemplazada en la tarea de información y documentación general.
En septiembre, unos días después del atentado a Pinochet, trasladamos a Carmen Gloria a Montreal. Ella y su familia necesitaban un entorno más seguro.
Coincidentemente la Asamblea de la Civilidad recibió una invitación desde EE.UU. El Consejo me pidió que los representara en mi condición de Secretario General (S). El Dr. Juan Luis González, su presidente, me dio una sola instrucción: “Toma los contactos más altos e importante que puedas”. Acompañado por Giorgio Solimano, quien trabajaba en la Universidad de Columbia, según recuerdo, terminamos en la Asociación Americana para el avance de la Ciencia, Americas Whatch, la oficina del Senador Kennedy, el Washington Post, el Departamento de Estado, el Pentágono.
Ya en Nueva York, antes de partir en ese periplo me di cuenta, otra vez, de que necesitaría registrar documentación. No tenía la PRACTIKA. Giorgio me llevó a B&H Photo Video, en Manhattan, una tienda de cámaras de los más diversos tipos apiladas en anaqueles que me parecieron interminables. Allí encontré una cámara pequeña, con motor y enfoque automático, más fácilmente transportable. Treinta años después volví a la tienda, la misma pero remozada, para obtener una nueva cámara. Esa es otra historia.
Tiempo después de volver recibí en mi consulta, como paciente, a Haydée. Evalué sus espantosas cicatrices. No explicó su origen. No lo pregunté. No era necesario.
Eran los tiempos del “no pregunte, no deje que le pregunten…”. El futuro era lejano e incierto. Pero, más importante, habíamos aprendido a respetar el dolor, el pudor, la privacidad, el silencio.
Sin embargo, podía hacer el registro, guardarlo como silente testimonio esperando, mientras continuábamos construyendo redes, uniendo, organizando con fe, hasta que un día hubiera espacio para que ese dolor se expresara, sensibilidad para acogerlo, voluntad de hacer justicia y el registro se hiciera necesario.
Es inolvidable la cara de preocupación de Raquel, mi secretaria, cuando, treinta años después de esa consulta, me anunció que había dos detectives de la PDI que querían hablar conmigo. Conocedora de mi historia la asaltaron temores de antaño. Pero ya era otro tiempo.
Con mucho respeto se excusaron por interrumpirme, me explicaron el sentido de su visita, me contaron del origen y las dificultades de su investigación; hablaron del reportaje de Alejandra Matus que yo, con la atención concentrada en la tarea de mejorar la sobrevida y la calidad de vida de Grandes Quemados, no había conocido; de la demanda presentada por el abogado Bárzana, de las diligencias del Ministro Solís, de cómo llegaron a Haydée y después a la Clínica Alemana donde lograron obtener un Protocolo operatorio de décadas atrás. Con prudencia y delicadeza preguntaron si era posible que lo validara reconociendo mi firma para configurar una prueba.
Era el Protocolo de la intervención de Haydée. Aunque he estado muchas veces en Tribunales, en situaciones similares, esta vez me tomaron de sorpresa. Traté de mantener seriedad profesional. Por dentro estallaba en alegría. La espera había terminado.
Tampoco olvido sus caras de asombro e interés cuando, ya al final de la conversación, tranquilamente, pregunté si, más que mi firma acreditando haber hecho la intervención, la que requerían como prueba de unas lesiones que existieron, pero ya no están, porque fueron reparadas, podrían servir un par de fotografías que habían estado aguardando su oportunidad. Eso no lo esperaban, esta vez fueron ellos los sorprendidos. La PRACTIKA una vez más probaba su valor.
Pasaron los años, cambiamos de siglo, hacía ya tiempo que la PRACTIKA descansaba en mi pequeño museo.
Un día escuché que Vanja, la hija del medio de Rebeca Paiva se interesaba por la fotografía. De inmediato vino a la mente la idea de darle nueva vida a mi PRACTIKA. Qué mejor que volviera a la actividad en manos de una joven. Así tuvo una nueva utilidad. Vanja nos cuenta que hizo su tarea. Ahora, nuevamente, descansa en el pequeño museo de Rebeca.
Tal vez esta pequeña historia nunca la hubiese escrito si no fuera por el Documental, las palabras de Vanja que me remecieron el afecto y la memoria y por la Pandemia que me han obligado a combinar operaciones con reclusión dejando tiempo disponible.
Soy testigo de que hay muchas historias que se han guardado por pudor, dolor, indecisión o mil otras razones. También porque desde aquellos años oscuros hemos vivido un largo proceso en el que esas pequeñas historias, plenas de afectos y emociones que le pusieron vida a la lucha por recuperar la posibilidad de vivir en un país fraterno y solidario, han quedado sepultadas bajo la hojarasca del debate, pragmático, deshumanizado, ramplón, de la lucha por el poder y la defensa de intereses mezquinos.
Soy testigo de que hay muchas historias que se han guardado por pudor, dolor, indecisión o mil otras razones.
Siempre decimos, quienes las vivimos, que deberíamos escribirlas y no lo hacemos. Intentaré corregir el error.