La salida estadounidense de Afganistán era inevitable y, como la retirada de todo ejército invasor, fue dramática. El presidente Joe Biden paga el precio político por una guerra malhadada que el país seguirá pagando por décadas.
Cojones
Ann Coulter, una de las comentaristas más prominentes en el bando conservador, elogió a Biden porque “cumplió la promesa que había hecho (el presidente Donald) Trump y que éste dejó sin cumplir cuando abandonó el gobierno”.
“Trump exigió repetidas veces que trajéramos a nuestros soldados a casa, pero sólo el presidente Biden tuvo los cojones de hacerlo”, añadió Coulter.
Demócratas, republicanos, independientes, criticaron al gobierno de Biden, no tanto por la salida en sí que se esperaba, sino por la forma en que su gobierno ejecutó la operación. Al coro se han sumado oficiales y soldados que batallaron en Afganistán y sienten que la brega fue fútil.
Las escenas en el aeropuerto de Kabul y la evacuación atropellada de más de 120.000 personas, incluidos estadounidenses y afganos, trajeron referencias repetidas a la también caótica salida estadounidense de Saigón en 1975, y los lamentos y échale culpas acerca de los aliados nativos que quedaron en manos de los triunfadores.
La comparación es un poco falaz. Los críticos poco mencionan el colapso acelerado del gobierno afgano y la rápida disolución del Ejército Nacional Afgano a un ritmo que sorprendió a los mismos talibanes. Desde que, a comienzos de julio, Biden fijó el 31 de agosto como fecha para la partida, “expertos militares” y comentaristas calculaban que el gobierno de Kabul sobreviviría entre tres y seis meses. No duró ni siquiera hasta fin de agosto.
Estados Unidos había firmado acuerdos de paz con Vietnam del Norte en 1973, y tuvo dos años para preparar su partida del país surasiático.
Entonces nadie acusó personalmente al presidente Richard Nixon por la escapada rauda desde Saigón y ahora, especialmente desde la tribuna conservadora, se ha asentado la noción de que Biden muestra señales de senilidad e ineptitud, y es personalmente responsable por el tumulto en Kabul.
A mediados de agosto la encuesta Gallup indicaba que apenas el 49 % de los estadounidenses aprobaba la gestión presidencial de Biden, en tanto que un 48 % la reprobaba. Pocos indecisos en este sondeo de opinión.
Cuenta larga
El fin, aparente por ahora, de la intervención de Estados Unidos y sus aliados en Afganistán ha producido, y seguirá produciendo, resmas de análisis geopolíticos y cálculos estratégicos en torno a una región por la cual, durante siglos, han movido sus piezas Rusia, China, India, Pakistán e Irán.
En EE.UU. las consecuencias son de largo plazo.
Tras los ataques terroristas el 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos recibió un apoyo internacional generalizado que sustentó su intervención militar en Afganistán. Dos décadas más tarde el prestigio internacional de Estados Unidos se ha deteriorado y, aunque encuentra ahora un poco más de respeto desde el fin del gobierno de Trump, continúa siendo un apoyo flojo.
Más de 775.000 soldados estadounidenses han servido en Afganistán, y cientos de miles de ellos han cumplido dos, tres, cuatro, cinco y aún más turnos en la zona de guerra. En un país que ha estado involucrado en conflictos armados casi sin pausa desde la década de 1940, hay de todos ellos unos 29,1 millones de veteranos. El 16 % de los excombatientes en Afganistán e Irak padece síndrome de estrés traumático, y la tasa de suicidios entre los veteranos con edades entre 18 y 35 años es 2,5 veces mayor que entre la población civil. Los avances en la medicina de guerra y en la evacuación y transporte de heridos, han dejado un saldo mayor de sobrevivientes mutilados.
Un estudio de la Escuela Kennedy de Política Pública, en la Universidad de Harvard, ha calculado que el costo de la atención médica y psicológica, la asistencia por discapacidad, sepelios y otras prestaciones a los casi cuatro millones de veteranos de las guerras de Afganistán e Irak suma entre 1,6 y 1,8 billones de dólares y el gasto alcanzará su cima después de 2048.
Las guerras tienen un precio que, tradicionalmente, se cubre con impuestos o la emisión de “bonos patrióticos” como los que sustentaron la participación en la Segunda Guerra Mundial. A comienzos de la década de 1950, el entonces presidente Harry Truman aumentó de forma temporaria en un 92 % el impuesto a las ventas para financiar la Guerra de Corea, y en la década siguiente el presidente Lyndon Johnson subió ese tributo en un 77 %, también de forma temporaria, para financiar la Guerra de Vietnam.
Pero el gobierno del presidente George W. Bush, apegado al dogma conservador, recortó en un 8% los impuestos que pagaban los más ricos y decidió que financiaría la campaña afgana, y luego la iraquí, sin aumento de impuestos ni bonos. En cambio, se recurrió al endeudamiento.
Para el tan mentado complejo militar-industrial, la innovación es irrelevante. Los fabricantes de armas, los mercenarios, los proveedores de servicios a las instalaciones militares, los transportistas y los contratistas tienen el lucro.
La guerra más larga en la historia de Estados Unidos tuvo, en dos décadas, un costo aproximado a los 2,2 billones de dólares. La Escuela Kennedy y el Proyecto de Costo de Guerra de la Universidad Brown han calculado en 925.000 millones de dólares lo que los estadounidenses han pagado ya en mero interés de esa deuda. Este costo de intereses subirá a 2 billones en una década y alcanzará a 6,5 billones en las próximas tres décadas.
Poca sorpresa hay en la encuesta de Gallup que, también en agosto, en medio de las imágenes caóticas desde Kabul y un resurgimiento de los casos de covid-19, mostró que apenas el 23 % de los estadounidenses está satisfecho con el rumbo del país.