Alejandro Zambra en búsqueda de la paternidad perdida. Por Tomás Vio Alliende

por La Nueva Mirada

El escritor chileno apuesta con “Poeta chileno” a contar la verdad de Gonzalo, un hombre que escribe poemas y que, al reencontrarse con una antigua pareja, debe asumir como el padrastro de un niño de seis años.

Poeta chileno” (2020) de Alejandro Zambra (1975) es una novela que recoge los últimos años de la historia de un Chile marcado por la poesía y que tiene en Gonzalo el perfil del humanista que siempre ha querido ser poeta, pero que no le resulta. Su talento para escribir poesía es mediano (por no decir mediocre) y a pesar de sus grandes esfuerzos lo que mejor hace es plagiar a Emily Dickinson y a Gonzalo Millán. En el camino conoce a Carla, una mujer de la que se enamora y después vuelve a reencontrarse con ella cuando tiene un hijo, Vicente, quien con los años también se convierte en poeta o en aspirante a serlo.

Zambra, que ha publicado los libros de poesía “Bahía inútil” (1998) y “Mudanza” (2003), además de los conocidos Bonsai (2006) y “La vida privada de los árboles” (2007), entre otros, siempre sorprende con sus nuevas apuestas literarias. Esta vez lo hace rindiéndole un homenaje a Chile como el bicampeón de la poesía mundial, con personajes que constantemente recuerdan que estamos en un país de poetas, donde el verso y el lirismo se encuentran a la vuelta de la esquina.  La verdad es que llama la atención que nuestro país cuente con dos premios Nobel de poetas, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, un asunto verdaderamente inusual que motiva a que Pru, una joven gringa que forma parte de la trama de “Poeta chileno”, realice un reportaje sobre los poetas nacionales.

Más allá de la creación de una novela centrada en la poesía, lo que más llama la atención es el desarrollo de personajes, especialmente el de Gonzalo y Vicente, padrastro e hijastro, respectivamente. Sin tener un vínculo sanguíneo, nace entre ambos un lazo que se vuelve indisoluble, a pesar del quiebre de pareja que en algún momento de la obra se produce entre el protagonista y Carla y la dolorosa separación que lleva a que Gonzalo se marche muy lejos y pierda contacto con Vicente.

Esta singular relación me recuerda mucho la novela de Nick Hornby “Erase una vez un padre” o “Un gran chico” (1998), donde un solterón bueno para nada, heredero de los derechos de famosas canciones de su padre, se relaciona con un niño que no es su hijo, adoptándolo como tal, después de una serie de vicisitudes y problemas donde aprende a conocerse y a entender que existen los demás y no es el único hombre en el mundo. Algo de esa empatía la tiene Gonzalo con Vicente, al que quiere y cuida como un hijo, sabiendo que este último tiene más cercanía con él que con su verdadero padre. Este conocimiento espontáneo y genuino entre ambos personajes está muy bien trabajado por Zambra, quien establece el hilo conductor de la narración en base a ellos.

Punto aparte merece el ambiente caricaturesco y desordenado de los poetas chilenos con personajes reales como Nicanor Parra, Floridor Pérez, Armando Uribe y Sergio Parra, por mencionar a algunos. El resto, los irreales, son una verdadera fauna artística como el poeta sin nombre y Aurelia Bala, quienes en la novela se hacen respetar mucho por lo que escriben, leen y hablan. Gonzalo y Vicente están inmersos en este mundo de nombres y libros que se leen y releen y que se dan vuelta sobre el mismo rumbo: un itinerario más o menos breve que parece disco rayado, pero que tiene luces muy brillantes y divertidas como la particular entrevista que le hace Pru a Nicanor Parra en su casa de Las Cruces o la destacada presencia en la obra del librero y poeta Sergio Parra -amigo personal del autor- con su cerveza sin alcohol, su terno negro y su anillo de delfín.

Zambra también realiza con soltura un relato de exportación que se podría prestar para una postal ideal de Chile con descripciones de Santiago y otros lugares. Si no hubiera sido por la esencia de paternidad perdida, por la búsqueda profunda del hijo que nunca tuvo en Vicente, el dilema de Gonzalo posiblemente habría extraviado su atractivo en la mitad del libro. La clave de la novela aparece en las relaciones humanas, esas que no se quiebran, esas que siempre aguantan, la sensación de la figura paterna presente, la eterna huella que indica la presencia indeleble de los que son hijos por opción y no por sangre, de los que antes de nacer ya sabían que tendrían a ese padre que les regaló la vida, que apareció de pronto y se quedó en el alma para siempre.  

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