“Los bordes de la realidad han comenzado a sangrar, y muchos tenemos la sospecha- una sospecha que confirmamos todas las noches al soñar, o cada vez que prendemos el televisor- de que esta pequeña ciudadela, el castillo de la razón y el orden que hemos construido, está rodeada por todos lados, y que sus muros, sin importar cuan altos los elevemos, pueden ser fácilmente derrumbados, no solo por quienes los asaltan desde fuera, sino también por las fuerzas que los embisten desde dentro”.
La cita inicial corresponde al libro “La piedra de la locura”, del escritor chileno Benjamín Labatut, cuya primera edición está fechada en octubre de 2021 y forma parte de la Colección Nuevos Cuadernos de la editorial Anagrama. No se trata, obviamente, de un libro sobre política internacional escrito en medio de la Guerra Fría 2.0 recién iniciada tras la invasión rusa a Ucrania de febrero de este año, con continuas alusiones amenazantes a una Tercera Guerra Mundial provenientes de los contendientes de la Guerra Fría original, que siguen siendo las dos principales potencias nucleares. Pero este nuevo libro de Labatut nos entrega con singular lucidez y franqueza un conjunto de reflexiones que describen mejor que cualquier obra de especialistas la frágil condición de los seres humanos a los que nos ha correspondido vivir en América Latina en esta segunda década del Siglo XXI.
Son cada vez más nítidos los perfiles de una Guerra Fría del siglo XXI iniciada desde Washington y que pretende la creación de una nueva versión de lo que se llamó “ bloque occidental”, o “ mundo libre” y que en esa óptica debería seguir luchando por la democracia en contra del enemigo autoritario, liderado nuevamente por un país comunista, la República Popular China, aunque por ahora aparezca en la primera línea bélica Rusia, que abandonó el comunismo pero que sigue siendo una país no confiable y aliado de China. Ello queda demostrado por la destrucción material, muerte y desamparo provocados por las tropas y los bombardeos rusos en Ucrania, cubiertos con singular presteza, profusión y agilidad por los medios de comunicación occidentales.
Los organismos especializados de las Naciones Unidas con competencia en esta crisis bélica internacional, desde el Alto Comisionado de los Derechos Humanos hasta la Corte Penal Internacional, se encuentran en pleno trabajo de investigación de los hechos que pueden implicar la comisión de crímenes de guerra o de delitos de lesa humanidad. Se trata de un trabajo humanitario notable, asumiendo que por primera vez está siendo investigado como presunto autor de dichos crímenes un miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU.
Reforzar el trabajo de la ONU para lograr el fin de la guerra de Ucrania y castigar a los autores de delitos cometidos durante su curso parece ser el camino adecuado a recorrer en los próximos meses por los países latinoamericanos y del Caribe. Las sanciones a Rusia deben provenir institucionalmente de las instancias que el Derecho Internacional y la ONU contemplen o acuerden, no de la voluntad unilateral de un gobierno nacional. La impresionante batería de sanciones económicas, comerciales, financieras, de transporte marítimo y aéreo, culturales, turísticas y deportivas acordadas hasta ahora por muchos gobiernos, empresas transnacionales y nacionales, organizaciones e individuos supera en variedad y en consecuencias a las adoptadas durante el curso de la Guerra Fría original, en la que, según Jean Paul Sartre, de cada libro y de cada obra de arte se hacía una bomba. Pero no se prohibía la puesta en escena de una obra de Chéjov, o basado en ella, como ha ocurrido recientemente en Chile para vergüenza nuestra.
Las sanciones libremente aplicadas, hasta ahora, sin regulación internacional de ninguna clase, nos hacen concluir que el Derecho Internacional deberá ampliar su radio de acción futura hacia ellas, así como lo ha hecho con la creación de las leyes de la guerra y el castigo ejemplar de sus efectos. Más aún si el efecto nocivo de dichas sanciones ha venido a profundizar la crisis económica mundial pospandemia, aportando nuevas evidencias de los efectos (o defectos) de la globalización: la fragilidad extrema de tirios y troyanos, democráticos o autoritarios, europeos o asiáticos, americanos o africanos, ante la interrupción o ralentización de las exportaciones e importaciones de productos energéticos, medicamentos, alimentos, fertilizantes y sus impresionantes alzas de precios. Y al profundizar la crisis global se profundizan en aún mayor proporción la pobreza y la desigualdad igualmente globales.
Ante esta situación mundial, América Latina enfrenta “riesgos institucionales altísimos”, según nos hace presente el FMI en un reciente informe. Y sin esperanzas de que superemos dichos riesgos dentro de los próximos dos años. En momentos en que nos aprestamos a participar, entre el 8 y el 10 de junio, en la IX Cumbre de las Américas convocada en Los Angeles, Estados Unidos, sin una elemental coordinación regional previa ante el complejo contexto mundial solo cabe confiar en que la prudencia política nos ayude a no resbalarnos en la pendiente de la Guerra Fría en curso.