El retorno de una bandera señala cuán codificada está en la psique estadounidense la desconfianza hacia el gobierno, un legado que cruza las líneas de izquierdas y derechas, explica la tenencia de armas de fuego, y complica los cálculos de los políticos.
La víbora
Crotalus horridus es una víbora muy temida, aunque, en realidad, es poco agresiva. Allá por 1776 el prócer Benjamin Franklin anotó que la víbora de cascabel “no existe en ninguna otra parte del mundo excepto en América”.
“Ella nunca inicia un ataque y si es provocada, jamás se rinde”, añadió. “Es, por lo tanto, un emblema de magnanimidad y verdadero coraje. Nunca hiere hasta que, generosamente, ha dado la advertencia, aún a un enemigo, alertándole del peligro de pisotearla”.
En los meses de agitación revolucionaria previos a la declaración de la independencia, Christopher Gadsden, un delegado al Segundo Congreso Continental presentó al congreso provincial de Carolina del Sur una bandera para el uso del comandante en jefe de la incipiente Marina de Guerra. En febrero de 1776 el comodoro Esek Hopkins y su flotilla se hicieron a la mar llevando, por primera vez, la bandera de Gasdsend.
El pabellón consistía de un campo amarillo con el dibujo en el medio de una víbora de cascabel enrollada, lista para saltar, con las fauces abiertas, los colmillos amenazantes, la lengua extendida. Debajo de la imagen el texto “Don’t Thread on Me”.
La traducción literal sería “no me pisotees”, y el sentido un poco más amplio es “no te metas conmigo”, “no me provoques”, o como diríamos en el barrio “no me jodas”.
En años recientes la bandera Gadsden, ha reaparecido con popularidad creciente, desde las placas de automóviles a camisetas, estandartes en manifestaciones, insignias en casacas, gorras de béisbol y el discurso en redes sociales.
Y, como otros tantos símbolos en todas partes y a lo largo de la historia, su significado ha ido cambiando.
Hay una versión en amarillo y negro que, según quienes la enarbolan, representa la “anarquía del mercado” con lo cual se la toma como la bandera anarcocapitalista, en la cual el campo negro significa anarquía y el amarillo significa oro, símbolo de moneda alternativa y del mítico “mercado libre”, es decir sin restricciones, regulaciones e intervenciones gubernamentales.
Un significado muy diferente le han encontrado los militantes en la diversidad de identidades o preferencias sexuales, y en algunas de sus manifestaciones se ha visto la misma advertencia con colores diferentes:
Ni izquierda no derecha, sino todo lo contrario
Algo común en las diferentes iteraciones de la bandera de Gadsden es la noción de que el grupo embanderado no es agresivo ni tiene interés en el ataque de modo que sólo es una amenaza para quien lo provoque, en cuyo caso la respuesta será rápida y mortal.
Habitualmente se coyunda “anarquismo” con “izquierda”, Proudhon, Bakunin, la Comuna de París, la Revolución Mexicana, la revolución Majnovista, la Semana Trágica de Argentina, Kronstadt, el anarcosindicalismo de la República Española, las banderas negras, y en Estados Unidos, las escuadras de combatientes callejeros vestidos de negro y las barricadas en Portland.
Ese anarquismo se nutre de una visión del mundo que será mejor porque no habrá gobierno y, como corolario, la necesidad de destruir y desmantelar el estado para acceder a una sociedad armoniosa, libre, de cooperación y libertad. Los anarquistas de izquierda persiguen un espejismo futuro.
El anarquismo de derecha, alojado en los genes políticos y culturales de Estados Unidos, es conservador: ve en el Estado un enemigo constante, que acecha, que corrompe con programas de asistencia social y oprime con reglamentaciones, ordenanzas, restricciones en el comercio, directrices en la educación y, obviamente, en cualquier gesto que apunte a quitarle las armas a los ciudadanos.
En su versión estadounidense el anarquismo es conservador, defiende una visión del país en la cual los hombres son hombres, las mujeres son mujeres, los niños son respetuosos, las personas se asocian libremente para intercambiar productos y servicios.
En un foro virtual esta semana, Brad Erickson, graduado en 1999 con un diploma en Planificación Urbana de la Universidad Brigham Young y que ahora trabaja como herrero en su propio taller independiente, describió la percepción que estos anarquistas de derecha tienen acerca de la situación actual: “El Estados Unidos urbano, con sus leyes de control de armas y su extraño progresismo izquierdista de géneros y su miedo a las armas es, para mí, totalmente estrafalario. No lo entiendo. Es como otro planeta. Y pensar que hace apenas cincuenta años el país era mucho más “uno” (léase: degradación de la unidad familiar y de los valores familiares). Pero somos una nación armada y tenemos una Segunda Enmienda. Ese concepto, en comparación con el resto del mundo, es asombroso. Somos muy, muy afortunados”.
Es, obviamente, una percepción parcial y en algunos aspectos desenfocada: hace medio siglo persistían la segregación racial y la memoria de los linchamientos, las mujeres bregaban por entrar en el mercado laboral, los hombres jóvenes, en su mayoría pobre o de bajos ingresos iban a la guerra por reclutamiento forzoso, y las familias que sí correspondían a la imagen que menciona Erickson, eran mayormente blancas y sustentadas por sueldos y planes de pensión obtenidos por sindicatos fuertes destruidos desde entonces por el “mercado libre”.
Pero los mitos, precisamente, porque lo son, no necesitan atenerse a la realidad. Sirven para inspirar a la gente motivándola a luchar por un futuro imaginado, o en defensa de un pasado bien pintado.
Los padres de la patria
La noción de que el pueblo en armas es la mejor defensa contra la tiranía cuenta con el respaldo del 70 % de la ciudadanía, aunque un 66 % favorece asimismo algunas regulaciones en ese apertrechamiento.
Es una noción que comparte gente de derecha, gente de izquierda, blancos, negros, latinos, hombres y un número creciente de mujeres. Es un concepto aprendido desde la escuela primaria en las enseñanzas de los próceres, con lo cual adquiere categoría de fundamental.
“A ningún hombre libre debe jamás negársele el uso de armas”, escribió Thomas Jefferson en el borrador de la Constitución de Virginia en 1776, y un año más tarde afirmó: “Prefiero una libertad peligrosa sobre una esclavitud pacífica”.
“¿Qué país puede preservar sus libertades si a sus gobernantes no se les advierte, de vez en cuando, que su pueblo preserva el espíritu de resistencia? Que tomen las armas”, anotó el mismo Jefferson en 1787, y en otro texto señaló: “La Constitución de la mayoría de nuestros Estados afirma que todo el poder es inherente al pueblo, y que el pueblo puede ejercerlo por sí mismo, que es su derecho y su deber estar armados en todo momento”.
George Mason afirmó en 1788 que “desarmar al pueblo es la forma más eficaz de esclavizarlo”, y Richard Henry Lee sostuvo ese mismo año que “para preservar la libertad, es esencial que todo el pueblo posea, siempre, armas y se les enseñe especialmente cuando son jóvenes, cómo usarlas”.
Las citas abundan y las cifras son necesarias para colocar esta aversión al poder estatal y la aceptación de las armas de fuego en su contexto.
Si bien la mayoría de los estadounidenses respalda la Segunda Enmienda de la Constitución que protege el derecho a poseer y portar armas, la mayoría de los estadounidenses NO posee ni porta armas de fuego.
Se calcula que hay en el país al menos 320 millones de armas de fuego en manos de la ciudadanía, aunque algunos estudios y a la vista del incremento de compras en los últimos tres años, llevan la cifra a casi 400 millones.
Pero sólo entre el 25 % y el 30 % de los estadounidenses posee todas esas armas, y de hecho menos del 5 % de los propietarios de armas tiene en su arsenal privado el 50 % de todas las armas de fuego en manos de la ciudadanía.
Es cierto que la posesión de al menos un arma de fuego llega al 50 % entre los votantes republicanos, también es cierto que la comparten el 21 % de los demócratas y el 27% de los independientes.
Los dos argumentos principales que comparten derechistas e izquierdistas, conservadores y liberales para la tenencia de armas de fuego son la defensa personal y el concepto de que el pueblo armado no tolera tiranía.
Dicho de otra manera: la mayoría de los estadounidenses no confía demasiado en la protección que pueda darle el Estado, y la mayoría en todo el espectro político e ideológico ve en el Estado una amenaza para las libertades individuales.