Este 11 de septiembre se conmemoran 50 años del golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional del Presidente Salvador Allende, instaurando una sangrienta dictadura civil militar que se prolongó durante 17 años. Lejos de poner los ojos en el futuro, como ha propuesto el actual mandatario y numerosas personalidades políticas, diversos sectores de la derecha se esfuerzan por reescribir la historia negando el hecho esencial. La provocación de un grupo de parlamentarios leyendo la declaración de diputados que hace medio siglo imputaban inconstitucionalidad al gobierno de Allende marcó una señal más de negacionismo histórico. Tal como lo señalara el senador José Miguel Insulza, algunos de los parlamentarios que suscribieron esa declaración no se imaginaban lo que venía, pero los actuales saben lo que sucedió, aunque se esfuercen por negarlo, o justificarlo.
Un semiserio (o muy serio), proponía que ahora los diputados leyeran el informe Rettig. Muy probablemente, muchos de los actuales parlamentarios no se han dado el trabajo de conocer ese contundente y lapidario informe, redactado por una comisión de alto nivel, integrada por personalidades de diversas sensibilidades políticas (incluida la derecha), que reconstruyeron lo más próximo a una verdad oficial acerca de las masivas y sistemáticas violaciones a los derechos humanos durante los largos años del régimen liderado por Pinochet. Una verdad construida a través de testimonios debidamente verificados de ejecuciones sumarias, torturas, violaciones, desaparecimiento de personas, entre otros delitos de lesa humanidad.
Chile es ciertamente el único país en donde las violaciones a los derechos humanos quedaron registradas a través de cientos de miles de recursos de amparo. Si la inmensa mayoría de ellos no fueron acogidas por inhibición cómplice del poder judicial de entonces, sí permitieron el registro de aquellos actos criminales. Con posterioridad nuestro país ha marcado notables avances en materia de verdad; justicia pese a su evidente tardanza – así lo testimonia la reciente sentencia por el asesinato de Víctor Jara – y reparación a las víctimas, con sensibles pendientes más que evidentes, como ocurre con en el esclarecimiento del destino final de 1.162 detenidos desaparecidos.
Puede que muchos chilenos o chilenas no supieron (o no quisieron saber) de su existencia durante los años de dictadura, pero necesariamente debieron enterarse con la llegada a la democracia. Tanto o más nefasto que el olvido o la ignorancia, es el negacionismo. El esfuerzo por negar hechos irrefutables, en un vano intento por reescribir la historia.
En ese sentido se inscriben conductas extremas, como los provocadores dichos de la diputada republicana Gloria Naveillán, sosteniendo que las violaciones sexuales a detenidas durante el régimen militar son un mito urbano, sumando así al agravio la revictimización de quienes las sufrieron.
¿Un golpe inevitable?
En verdad, estos torpes intentos constituyen un sinsentido. Como el que todos podamos compartir una misma visión del golpe de estado, que algunos disfrutaron como una liberación y la mayoría como una tragedia que marcó para siempre a millones de chilenos, que soportaron en carne propia las violaciones a los derechos humanos, el exilio, la cesantía, la discriminación (los humanoides) y la persecución de sus ideas.
Probablemente el golpe de estado era inevitable por los grandes poderes involucrados en ese objetivo. En primer lugar, porque el gobierno de Richard Nixon no podía permitir que cundiera el ejemplo de la vía chilena al socialismo, con sabor a empanadas y vino tinto. Por todos los medios (incluyendo el asesinato del comandante en jefe del ejército, René Schneider) intentó impedir que Salvador Allende asumiera el poder. Fracasado un primer intento, perseveró incesantemente en el objetivo del derrocamiento, como ha quedado acreditado en los documentos desclasificados de la CIA que continúan conociéndose.
En segundo lugar, porque los diversos sectores políticos, desde la derecha a la ultraizquierda, contribuyeron al clima de polarización conducente a una crisis terminal. Los dirigentes políticos de la época fracasaron en viabilizar una salida política y democrática, pese a los esfuerzos del cardenal Raúl Silva Henríquez y la propia voluntad del presidente Allende, que tenía previsto convocar a un plebiscito, como ha quedado acreditado en una grabación inédita del asesinado excanciller Orlando Letelier.
Todos los chilenos y chilenas que vivieron el golpe de estado de 1973 tienen sus propias visiones y vivencias de ese trágico hecho y de sus consecuencias. La senadora Isabel Allende, hija del presidente, ha dado prueba de un gran realismo, al reconocer que nunca llegaremos a compartir una misma mirada de los sucesos que condujeron al colapso de nuestra democracia de entonces.
Han sido los sectores progresistas y de izquierda lo que han hecho autocríticas (por momentos lacerantes) acerca de sus responsabilidades en la crisis de la democracia (que no es lo mismo que asumir responsabilidades por el golpe de estado o sus hechos posteriores). Lo ha hecho, a su manera, el ejército. No así los llamados “cómplices pasivos” (algunos más que activos), como los bautizara años atrás Sebastián Piñera. Y probablemente nunca la hagan.
Pero lo que resulta verdaderamente incomprensible es que los actuales dirigentes políticos, que deberían sacar las necesarias lecciones de esa crisis y sus terribles efectos, se nieguen a suscribir un compromiso de “Nunca más”.
Tal como lo ha hecho significativamente el ejército. En primer lugar, su excomandante en jefe, Juan Emilio Cheyre y más recientemente, el también excomandante Ricardo Martínez, reiterándolo en la presentación de su libro “Un ejército de todos”. El ejemplo uruguayo, presidido por Luis Lacalle Pou, de centro derecha, debiera avergonzar a los políticos de la derecha en nuestro país. Han suscrito aquel básico y esencial compromiso de futuro por un “Nunca más”. El mismo al que ha llamado el presidente Boric en Chile.
La regresión autoritaria
José Antonio Kast y su partido republicano, representan una esencial regresión autoritaria que, si bien puede inscribirse en una corriente que recorre el mundo, tiene especiales connotaciones en nuestro país. Kast reconoce a Augusto Pinochet como todo un estadista y reivindica “su legado”. Abandonó la UDI por no ser suficientemente leal con aquella herencia. Propone mano dura y palo largo, no tan sólo para el narco tráfico y el crimen organizado, también para la Araucanía, los inmigrantes ilegales, las protestas estudiantiles y el denominado “octubrismo”, que asimila a violencia y desorden. Y sus partidarios proponen, a través de una indicación de sus consejeros constituyentes, una amnistía encubierta para los presos en Punta Peuco, condenados por crímenes de lesa humanidad.
Lo más inquietante de todo, es que no es solamente Kast y los republicanos, sino también un sector muy significativo de Chile Vamos comparte, de manera vergonzante, sus agradecimientos por la “obra” del régimen civil militar. La que se tradujo en la instauración del sistema económico neoliberal, con privatizaciones de las empresas del estado en las postrimerías del período de Pinochet. Así también defienden las ISAPRES, AFPS (incluido el sistema de capitalización individual), la rebaja de impuestos a los sectores más ricos de la población y, ciertamente, estimulan sacrificar grados de libertad (de los demás) a cambio de mayor seguridad. Cada vez reniegan más de aquella idea que la democracia es el menos malo de todos los sistemas políticos, como alguna vez afirmara Winston Churchill.
Muy probablemente los argentinos elijan a Javier Milei, el “libertario” con el que tanto se identifica José Antonio Kast, como su próximo mandatario. Milei representa con mucha mayor propiedad que Patricia Bullrich, el descontento o malestar ciudadano en contra de quienes la han gobernado hasta ahora (entre ellos, la misma Bullrich como ministra de Mauricio Macri), con sobradas razones. Ello le permite canalizar la “bronca” trasandina, aún al precio de caer del fuego a las brasas y con el severo riesgo de hacer a ese país aún más ingobernable.
La interrogante es si los chilenos y chilenas tienen razones similares para abrigar aquella bronca. Más de algunas pueden tener. Entre otras, el clima de inseguridad, con avances de la violencia y el crimen organizado. La fea cara de la corrupción, que emerge una y otra vez (desgraciadamente el caso fundaciones no es el primero o el más importante de nuestra historia, como afirma interesadamente la gran prensa) por más que se hagan efectivas las responsabilidades políticas, se reformen los procedimientos, se investigue a los responsables y se dicten leyes de probidad y transparencia. Pero ciertamente Chile no vive, ni de lejos, la crisis económica de Argentina. El empleo se recupera, bajan los niveles de pobreza y la economía da signos de reactivación.
Pese a los inquietantes casos de corrupción denunciados, el país mantiene una vía para sostenerse en un aceptable ranking en materia de probidad en la región. Al igual que en seguridad ciudadana, con un marcado énfasis acentuado por el actual gobierno. Sus principales déficits se ubican en el área social. Básicamente en salud, educación, vivienda y previsión social. Todo en el contexto de las extremas desigualdades que continúan marcando nuestra sociedad.
Mirar el futuro
Nada de lo anterior justifica una regresión autoritaria o permite explicar el supuesto auge del partido republicano, que hoy se ve enfrentado a una exigente disyuntiva en materia institucional. Intentar imponer una nueva constitución peor incluso que la actual, hecha a su medida, con el apoyo de parte de Chile Vamos. O buscar un acuerdo amplio, que permita asumirla como la casa de todos.
No se puede reformar el pasado, por más que algunos, vanamente, busquen reescribir la historia, pero se puede modelar el futuro, que no sólo requiere aprender de los errores del pasado, también tener la voluntad de modelar un futuro compartido. Incorporando un indispensable elemento de solidaridad y mayor justicia distributiva, que equipare la cancha. Especialmente para aquellos que no han gozado de los privilegios de unos pocos. Que viven en la pobreza o peligrosamente cerca de ella. Que sueñan con la casa propia, un sueldo digno y futuro mejor para sus hijos. Con seguridad en sus barrios y, sobre todo, dignidad. Aunque ello implique que algunos renuncien a tantos privilegios, como afirmaba Cecilia Morel tras la amenaza del estallido social.
Quedan muy pocos días para el 11 de septiembre. Aún es tiempo para recoger el llamado del presidente Boric para suscribir un simple compromiso de “Nunca más” y de irrestricto respeto a los derechos humanos como un todo indivisible y solidario.
Aprender las lecciones del pasado y mirar hacia el futuro supone deponer líneas rojas y buscar consensos esenciales que le permitan al país avanzar y no quedar prisionero del pasado.
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Felicitaciones Marcelo Contreras, muy descriptivo y aclaratorio el artículo, su difusión es fundamental.