En el comienzo del segundo año de su presidencia Joe Biden encara la tarea, poco bonita, de gobernar a la medida de sus recursos políticos reales. Algunos de sus otrora aliados se sienten traicionados, y muchos de sus adversarios republicanos ya califican al gobierno de Biden como un fracaso sin remedio.
Desde las ilusiones
El demócrata Joe Biden ganó la elección de noviembre de 2020 con el 51,3 % de los votos y llegó a la Casa Blanca hace un año con el supuesto respaldo de unos 81,2 millones de votantes movilizados por una abigarrada colección de facciones, cada una de ellas con sus metas propias y programas ambiciosos.
Hace un año los columnistas, comentaristas, politólogos y periodistas discutían (discutíamos) si las promesas con las cuales Biden arreó la mayoría de sus votos calificaban para compararse con el “New Deal”, la estampida de legislación y programas con las cuales el presidente Franklin D. Roosevelt salvó al capitalismo de sí mismo hace más de ocho décadas.
Las promesas sumaban una reforma integral de la inmigración que conduciría a la legalización de unos 12 millones de extranjeros indocumentados, inversiones cuantiosas en las fuentes de energía renovables, programas sociales que incluían asignaciones familiares para el cuidado de los niños, la ampliación de los sistemas de asistencia de la salud, la condonación de las deudas estudiantiles, una acción firme dentro del país y concertada con otras naciones para lidiar con el cambio climático, el aumento de los impuestos a los ricos, acciones concretas para el control de las armas de fuego, y una política coherente y eficiente en la lucha contra la pandemia de la Covid-19.
En resumen, una nueva era de “progresismo” después de los cuatro años de dislates, mentiras e incitación a la violencia con que Donald Trump marcó sus cuatro líneas en los libros de historia.
Los planes alados volaban por entonces a la altura de 3,5 billones de dólares y aún así lucían tímidos para algunas de las facciones que habían arrimado votos a la candidatura de Biden.
A las realidades
En los primeros días de su presidencia, Biden contaba con la aprobación del 55 % de la opinión pública, y quienes ya le reprobaban andaban por el 37 % % de los encuestados.
En un año, las líneas en la gráfica se han cruzado y ahora mientras que el 52 % de los estadounidenses tiene mala opinión de su gestión, ésta sólo reúne la aprobación del 42 % de los opinantes.
El senador Mitt Romney, republicano de Utah y exaspirante a la presidencia derrotado en 2008 por Barack Obama, hizo el pasado domingo en una entrevista con la cadena NBC el diagnóstico quizá más preciso de la presidencia de Biden hasta ahora, apuntando a que el mandatario “debe reconocer que cuando fue elegido, la gente no esperaba que él transformase al país”, acentuando en que sus electores “esperaban el retorno a la normalidad. Ponerle fin a la chifladura”.
Y ésa es la paradoja de la presidencia de Biden: llegó en ancas de las expectativas de variados grupos más militantes, los que publican manifiestos y dominan el circuito mediático, pero quienes le dieron su voto están dentro de la gran mayoría de ciudadanos que simplemente buscaba un retorno a la normalidad.
Con muy poco respaldo legislativo, una pandemia que se replica cada dos meses con un virus de capricho distinto, y una inflación que responde ahora a las tremendas inyecciones de dinero administradas desde 2020 para paliar el impacto de la pandemia, Biden hace lo que puede en el juego normal de la política estadounidense. Negociaciones, compromisos, transacciones con un senador que quiere esto y otro que quiere lo contrario, trasiego de apoyos aquí para ganar sustento allá.
Mala imagen le ha quedado al gobierno de Biden tras la salida, a las apuradas, de Afganistán, pero al menos Estados Unidos puso fin a su guerra más prolongada. En materia de política internacional Biden ha bregado por deshacer los entuertos que dejó su predecesor, pero la política internacional poco mueve la aguja de la opinión pública estadounidense.
Por el camino de las pasadas 52 semanas ha quedado la reforma migratoria, y el grandioso “Build Back Better” plan socioeconómico, político ambiental de 3,5 billones de dólares se ha encogido a un programita de 1,75 billones que todavía no tiene la aprobación del Senado.
Algunas cosas
Aunque Biden, para mantener en su corral a los “progresistas” más díscolos, sigue hablando de las grandes metas, su gobierno ha tenido algunos éxitos en asuntos más modestos que, otra vez la paradoja, son los que en realidad interesan a la mayoría de la ciudadanía.
Junto con el fin de la turbulencia cotidiana de la presidencia de Trump se han aquietado las guerras comerciales que él inició con tarifas y otras medidas punitivas que encarecieron las importaciones, dificultaron las exportaciones y agitaron a los mercados financieros. Aunque Biden ha mantenido las tarifas que Trump dejó sobre las importaciones chinas, el presidente ha atenuado las que se impusieran al comercio de países europeos y otros aliados.
En noviembre Biden obtuvo un éxito cuando el Congreso aprobó su Ley de Infraestructuras, una iniciativa mucho más grande que las que obtuvieron Obama y Trump. Ésta es una legislación que canalizará miles de millones de dólares para la reparación, mantenimiento, actualización o construcción de puentes, rutas, aeropuertos, puertos con el beneficio de empleos y una infraestructura que incluirá la extensión de acceso a internet de alta velocidad en todo el país.
La economía ha seguido creciendo y el desempleo bajando, pero no todo se mide en miles de millones de dólares o cientos de miles de puestos de trabajo.
El logro principal de Biden, y que posiblemente arrojará una luz más generosa sobre el resto de su mandato, es el regreso de la civilidad, la presencia de un presidente que habla en tono razonable, que argumenta sin insultar, que busca la cooperación ciudadana para lidiar con la pandemia, que muestra su disposición al diálogo y el compromiso.