Una polémica amaga con asomar su cabeza por estos días en Uruguay. Tiene que ver con la baja cantidad de nacimientos en el país, fenómeno sostenido durante décadas pero que se ha profundizado en los últimos años. En 1950 cada uruguaya tenía en promedio tres hijos. En 1990 ese promedio bajó a 2,52 y en el 2001 llegó a 2,0. Hoy es menos de 1,4 hijos por mujer, muy por debajo del 2,1 que marca la llamada «natalidad de reemplazo», aquel número necesario para evitar que decrezca la cantidad de habitantes en determinado grupo humano.
Como consecuencia lógica de ese declive, el aumento en la edad promedio de la población es cada vez más notorio. La tendencia se refuerza con un Índice de Desarrollo Humano (IDH) «muy alto», y una mayor esperanza de vida general, que en 2021 rozaba los 78 años. Dicen los infaltables expertos que tales cifras configuran el combo para «una tormenta perfecta».
Según algunos analistas económicos, el estancamiento demográfico y el envejecimiento progresivo de la población provocará, entre otras calamidades, un desbalance en las cuentas del Estado a la hora de pagar las prestaciones sociales (jubilaciones, pensiones, seguros por enfermedad), porque los activos son menos que los pasivos. Quienes más aportan para que se paguen las jubilaciones son los que trabajan en la formalidad, y su número es menor que el requerido.
No es un fenómeno local, sino bastante extendido en la región y en el mundo. Según el libro «World Population Prospects 2019», publicado por la ONU, hay casi cien países con tasas de reemplazo por debajo de la mínima. En Uruguay las alarmas vienen sonando desde hace años, pero ahora el ruido es mayor, tal vez porque aparece como impostergable una profunda reforma del sistema de seguridad social, uno de los grandes activos del Estado uruguayo, que durante muchas décadas fue de bienestar y ahora es de una creciente estrechez
La polémica es prometedora, aunque en rigor apenas si se esboza, y eso porque quien propone los «incentivos para nacimientos de niños en el país» es el general Guido Manini Ríos, actual senador de la República, excomandante en jefe del Ejército y líder del partido Cabildo Abierto, una nueva fuerza política que es caracterizada por muchos observadores como un conglomerado «de talante militar, ultraconservador y de extrema derecha».
La propuesta de Cabildo Abierto consiste básicamente en promover, mediante acicates económicos, el nacimiento de nuevos uruguayitos: si se aprueba la iniciativa, el Estado deberá otorgar por concepto de «gastos de educación, alimentación, vivienda y salud de hijos menores de edad», dinero a los hogares donde se produzcan esos nacimientos, exoneraciones fiscales y licencias especiales por paternidad, incentivos a las empresas para el cuidado de niños pequeños, entre otras medidas.
Para sorpresa de muchos, la idea no ha dividido al arco político uruguayo. Tanto los conservadores de la coalición gobernante como la izquierda opositora en el Parlamento parece que coinciden en ese asunto. Tienen matices, pero las opiniones son más bien positivas y concordantes. Una diputada del Frente Amplio consideró que «deberíamos apostar fuertemente a que el país tenga más niños» con el objetivo de «que nuestros veteranos tengan su jubilación y otros paguen esa jubilación».
El panorama cambia, sin embargo, cuando se observa la reacción de demógrafos, activistas, pensadores y organizaciones sociales. Allí, en general, el ambiente es de contrariedad y desacuerdo. Una de las críticas refiere al enfoque «utilitario y economicista» de la propuesta. Se señala que lo que se busca es «traer al mundo mano de obra» sin evaluar aspectos sociales y culturales de fondo. Entre esos aspectos de fondo hay dos temas de alta sensibilidad: el cuidado de los niños y los derechos reproductivos de las mujeres.
Marcelo Pereira, periodista de largo recorrido y agudo analista de la realidad uruguaya, calificó la iniciativa como «política de criadero», y apuntó que «la idea de modificar las tendencias demográficas para aliviar la situación fiscal menosprecia los derechos de las personas, y en especial los de las mujeres. Entre ellos, por supuesto, el derecho a tomar decisiones para llevar adelante proyectos de vida propios, con o sin descendencia biológica».
El propio general Manini expresó esas intenciones al realizar la presentación del proyecto. Lo hizo en una nota periodística a través de tres preguntas tan realistas como retóricas: «¿Quiénes ocuparán la fuerza de trabajo? ¿Quiénes constituirán el motor de la economía nacional? ¿Cómo se sostendrá nuestro sistema de seguridad social si cada vez somos menos?». Crudeza no le falta al general.
Lo cierto es que, tanto por la izquierda como por la derecha, a esos futuros uruguayitos ya se los piensa como si fueran meros cotizantes. Hace medio siglo Eduardo Galeano iniciaba su libro Las venas abiertas de América Latina con una feroz diatriba contra Estados Unidos y sus campañas de control de la natalidad en el continente. Escribía entonces: «Les resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles»
Ese controvertido capítulo inicial se titulaba «Ciento veinte millones de niños en el centro de la tormenta». Medio siglo después, la tormenta es más o menos la misma pero la cifra de niños involucrados ha trepado hasta los doscientos millones. Y, aunque durante cierto tiempo algunos pensamos que la tortilla podía darse vuelta, aquello fue solo una ilusión.
Más allá de los discursos grandilocuentes, ni desde las sosegadas tiendas de la izquierda uruguaya ni desde la derecha gubernista se percibe a esos futuros niños como personas que serán sujetos plenos. Tampoco como los potenciales rebeldes que en su día soñó Galeano, ni como los mansos ciudadanos que quisieron las dictaduras cívico-militares. Nada de eso: ahora la casta política, en una vuelta de tuerca sorprendente, trata de encajar a esos niños por venir como ulteriores contribuyentes, o sea como una fuente de recursos. La fórmula parece resumirse en procurar que nazcan y crezcan en comodato, para que después trabajen y paguen sus impuestos. Es un capitalismo de corral que a fin de cuentas se plantea manejar a los seres humanos como ganado, no para destinarlos al matadero sino al «mercado laboral», ese otro matadero en el que no hay sangre sino injusticia y explotación.