El cuadro del alemán, pintado en 1809, llama la atención por sus trazos, el manejo de la luz, el colorido de la obra y la oscuridad en medio del crepúsculo. Expertos han analizado la pintura y, para ellos, esta simboliza la era precristiana reflejada en los árboles y la era cristiana manifestada en las ruinas de la construcción. Los individuos, representados en el lienzo, se desplazan demostrando el paso hacia la vida eterna.
Dicen que la sangre tira. Que muchas veces, aunque queramos cambiar el destino este nos persigue y nos atrapa. Me pasa lo mismo, lo quiera o no, la vida o el azar me arrastran hacia mis ancestros. Mi abuela materna, Ketty, nació en Alemania en 1905. Llegó muy joven a Chile. Sin embargo, sus costumbres y tradiciones germanas han sido muy fuertes para todos, a pesar de que mis tíos y mi madre crecieron en Chile. Este mestizaje chileno-alemán me ha perseguido toda la vida. Quizás por eso, hojeando un libro de arte, llegué sin querer a la obra “Abadía en el bosque de los robles”, desconociendo que se trataba de un cuadro del alemán Casper Friedrich (1774 – 1840). De inmediato, me llamaron su atención sus trazos, el singular manejo de la luz, el colorido de la obra, la oscuridad en medio del crepúsculo. A mi abuela seguramente le habría gustado mucho, de hecho, recuerdo que en su casa vi un par de imágenes parecidas. Lo cierto es que “Abadía en el bosque de los robles” también llamada “Abadía en el robredal” es una obra que Friedrich pintó en 1809. Fue uno de sus primeros cuadros y en él retrata las ruinas de una abadía gótica rodeada por árboles. Un crucifijo marca la entrada del lugar y un grupo de personas, probablemente monjes, avanza hacia una sepultura. Expertos han analizado la obra y, para ellos, esta simboliza la era precristiana reflejada en los árboles y la era cristiana manifestada en las ruinas de la construcción. Los individuos se desplazan y demuestran el paso hacia la vida eterna. El cielo está iluminado por el crepúsculo y en uno de los contornos del cuadro se descubre una luna pequeña, apenas visible, mientras la Tierra se manifiesta oscura y desolada.
Muchas veces me he sorprendido tomando fotos a la hora del crepúsculo con el celular, una cámara lomo o una réflex. Para mí ese es uno de los mejores momentos del día para obtener imágenes, donde los efectos de luces aparecen espectaculares, marcando la separación de dos mundos: el luminoso y el oscuro. Esta división se ve clarísima en la novela “Demian” (1919), del alemán nacionalizado suizo Herman Hesse. En ella se observa el preciso instante en que los caminos de los protagonistas se separan y vuelven a encontrarse; el arrebol de la vida, la demostración de que algo termina, pero que también vuelve a empezar. Casper Friedrich conocía y manejaba esta dinámica en sus lienzos integrados por pocos personajes, tal como lo demostró en obras como “Arcoiris en un paisaje de montaña” (1809 – 1810) o “Monje a la orilla del mar” (1808 – 1810), por mencionar algunos.
En la obra de Friedrich domina un espíritu netamente romántico con tintes simbolistas, donde abundan los espacios fríos, los atardeceres, las noches, los paisajes montañosos y agrestes. Cuando incluye humanidad en sus cuadros, esta algunas veces emerge en elementos religiosos como iglesias y cruces. Las personas en las obras de Friedrich aparecen de espaldas, a veces en tamaños mínimos, escondiendo sus rostros, incluso el propio pintor sale retratado en algunas de sus pinturas. Las introduce al medio del lienzo, pero el verdadero interés se desvía hacia el paisaje que ilumina, manda, distingue y abraza a los individuos en medio de la naturaleza.
Pienso que mi abuela Ketty podría estar perfectamente en los cuadros de Friedrich. No la veo escondida junto a los monjes en “Abadía en el bosque de robles”, pero si podría estar oculta en medio de la luz crepuscular como parte de una incandescente energía. Dicen que la pintura eterniza los momentos y hace plausible el viaje hacia la inmensidad. Por eso la veo a ella viviendo en la pintura de Friedrich de manera plena, en medio de la naturaleza que tanto adoraba en momentos claves e instantes eternos. En medio de la inexorable unión entre la vida y la muerte. Esta última se llevó a mi abuela cuando tenía 106 años, hace un tiempo atrás. Todos los que la conocimos la recordamos gratamente como si todavía estuviera presente. A mí me acompaña siempre.