Cincuenta años. Las “vicarías” y los obispos de provincia.

por Jaime Esponda

Corría el año 1983. La aguda crisis económica había desatado multitudinarias protestas ciudadanas que, a pesar de los muertos, heridos y relegados, desafiaban a la dictadura civil militar en todo el país. El recién asumido arzobispo de Santiago, Juan Francisco Fresno, promovía el futuro Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia. Fue entonces que me designaron a cargo de la unidad de Coordinación Nacional de la Vicaría de la Solidaridad, en reemplazo de José Manuel Parada. Se me dijo que esta función había sido definida como una de carácter pastoral, por lo cual debería cumplirla un laico católico. El destino quiso que a mi compañero no creyente se le asignara una función mucho más delicada, como era encargarse del procesamiento de toda la información relacionada con la actuación de los órganos de inteligencia y represión de la dictadura, por cuyo esmerado cumplimiento pagaría con su vida. 

La nueva tarea me instaló en posición de servir de apoyo a los obispos que, en las distintas diócesis, realizaban tareas de defensa de las víctimas de violaciones de derechos humanos, unidos a la Vicaría mediante un convenio interdiocesano. Una primera tarea consistía, desde luego, en conocer el “paisaje” episcopal. A la postre, pude conocer a todos los obispos que impulsaron la pastoral de derechos humanos.

Aunque en 1973 la mayoría de los prelados deploró el golpe de estado civil militar hubo otros de espíritu tradicionalista preconciliar que simpatizaron vivamente con los militares, entre ellos, los titulares de Valparaíso Emilio Tagle, de Linares Augusto Salinas, de Los Ángeles Orozimbo Fuenzalida y de Rancagua Alejandro Durán.

Cuando se comenzó a tomar conocimiento del hallazgo de cadáveres en los ríos y en la costa, así como de casos de tortura y testimonios fidedignos de brutales allanamientos a las poblaciones, la reacción de los obispos, en gran medida, reprodujo aquella correlación de posiciones. Del lado “progresista”, mientras el cardenal Raúl Silva Henríquez creaba en Santiago el Comité Pro-Paz, antecesor de la Vicaría de la Solidaridad, en Puerto Montt, el Administrador Apostólico Jorge Hourton organizaba un equipo de socorro jurídico, asesorado por José Zalaquett, quien pronto se convertiría en el jefe jurídico de aquel Comité. A ellos se sumaron otros pastores como Carlos González en Talca, Manuel Sánchez en Concepción y Carlos Camus en Copiapó. 

En cambio, ante la pasividad de su titular diocesano, en Valparaíso serían curas como José “Pepo” Gutiérrez, Gonzalo Arévalo, Andrés Aninat y Alfredo Hudson, quienes con la ayuda del pastor bautista Wade Gaibur Villegas y junto a abogados como Guillermo Cowley comienzan a coordinar el auxilio a las víctimas, tarea en la cual destacará como principal personalidad la abogada Laura Soto, que estableció directa relación con la Vicaría de la Solidaridad. En tanto, en Rancagua y San Fernando es el padre Luis Riquelme quien, por propia iniciativa, visita a los presos, asiste a sus familiares y ayuda a otros a salir del país, agregándosele luego el valeroso abogado Mario Márquez, que también trabaja en relación directa con la Vicaría capitalina, tal como lo hizo en Los Ángeles su colega Octavio Jara, ante la inacción del obispo Fuenzalida y de su sucesor, monseñor Adolfo Rodríguez. 

Con todo, hubo pastores catalogados como “conservadores” que no obstante su simpatía con el régimen, crearon oficinas de socorro jurídico. Tal fue el caso de los arzobispos de Antofagasta Carlos Oviedo y de La Serena Juan Francisco Fresno, quienes establecieron canales de coordinación con la Vicaría de la Solidaridad, para las defensas jurídicas. Se explica esta reacción por la fuerza que adquirió al interior de la Iglesia el mensaje que concebía la solidaridad con las víctimas como un deber evangélico. Ello permite comprender, igualmente, por qué en diciembre de 1975, luego de que se anunciase el cierre del Comité Pro-Paz por exigencia de Pinochet, el Episcopado enviase a los trabajadores de dicha entidad un mensaje en el cual les manifestaba que “suobra ha sido para el país entero un testimonio de solidaridad humana y ha contribuido a la reconciliación del pueblo chileno y al restablecimiento de la paz”[1].

Para el régimen de Pinochet resultaba intolerable que una creciente cantidad de obispos, estremecidos por las atrocidades cometidas, asumiese la defensa de los perseguidos y la denuncia de las violaciones de derechos humanos. Ello provocó un enfrentamiento inequívoco entre ambas partes, a todo lo largo del país. Así ocurrió, por ejemplo, cuando un grupo de obispos, sumándose al cardenal Silva Henríquez, replicasen al ministro del Interior, Sergio Fernández, que había negado la existencia de detenidos desaparecidos, con una carpeta probatoria de cincuenta y siete casos de perpetración de ese crimen, en sus provincias[2].

Luego de creada la Vicaría de la Solidaridad, a iniciativa de su vicario y del obispo de Talca, monseñor Carlos González Cruchaga, se suscribió, inicialmente con trece diócesis, un “Convenio de Cooperación en materia de Defensa y Promoción de Derechos Humanos” que comenzó a operar con la ayuda de nuestra unidad de Coordinación Nacional. Si bien toda la Iglesia reconocía la preeminencia nacional del cardenal Silva Henríquez, tanto por su extraordinario carisma y la importancia de su arquidiócesis, entre los obispos asociados a ese convenio, en distintas etapas, hubo personalidades de gran peso pastoral, como José Manuel Santos, Fernando Ariztía, Carlos Camus, Manuel Camilo Vial, Alejandro Jiménez, Tomás González, Juan Luis Ysern y Alejandro Goic.

Sin embargo, el indiscutido líder que se requería, para hacer de esa instancia un espacio de orientación común sobre cómo enfrentar la situación de los derechos humanos y la evolución política del país, fue monseñor Carlos González, cuyo liderazgo no se manifestaba en peroratas sino en su carácter. Siempre que en medio de la represión o las dudas las puertas parecían cerrarse, la sala de reunión se iluminaba con su sonriente intuición. Cada palabra o gesto suyo correspondía a sus principios y valores profundos. En su diócesis, con la estrecha colaboración del presbítero Eduardo “Chito” Espinoza, organizó un eficiente equipo jurídico a cargo de la abogada Silvia Espinoza. Fue el desarrollo de acciones pastorales que contradecían a la dictadura el motivo por el cual, en agosto de 1976, don Carlos, junto a los obispos auxiliares de Santiago Enrique Alvear y Fernando Ariztía, debió sufrir la concertada agresión física de agentes de la DINA y jóvenes del movimiento gremialista de Jaime Guzmán, en el aeropuerto de Pudahuel[3].

Otro obispo cuyo compromiso con los derechos humanos alcanzó relevancia nacional fue Carlos Camus Larenas, hasta 1976 ordinario de Copiapó y, hasta el fin de la dictadura, de Linares. En esta última diócesis debió enfrentar, en 1980, al igual que el prelado de Talca, una andanada de ataques de la dictadura y los medios de comunicación que afectaron también a colaboradores suyos, entre los cuales se contaban el sacerdote Silvio Jara, el diácono Manuel Medel y los abogados Gilda Villagrán y Orlando Bastías, lo que obligó al Episcopado a emitir una pública denuncia del propósito dictatorial de “amedrentarnos para que dejemos de defender la dignidad del hombre y la justicia social, dos valores a los que no podemos renunciar[4]. A pesar de aquellas agresiones, en diciembre de 1980, con motivo del aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos, Camus y González dictaron sendos decretos de excomunión latae setentiae de los católicos responsables de tortura.

Por su parte, Fernando Ariztía, que también había sido objeto de ataques cuando era Obispo Auxiliar de Santiago y co-presidente del Comité Pro-Paz, se transformó en un símbolo de la defensa de los derechos humanos en su nueva diócesis de Copiapó, organizando un equipo en que destacaron Godofredo Encalada y los abogados Héctor Álvarez y Erick Villegas. 

Una tarde de noviembre de 1983, recibí la llamada del Vicario de la Pastoral de Derechos Humanos de Concepción, el incansable Carlos Puentes. Con desesperación, me contó que el padre de dos detenidos por la CNI, María y Galo, que horas antes había acudido a sus oficinas, se encontraba en las escalinatas de la catedral con la intención de rociar sus ropas con bencina. Me preguntó qué hacer y yo solo atiné a decirle que había que ir a la catedral y, si fuese necesario, aplicar la fuerza para impedir lo peor. Lamentablemente, esto no fue posible y Sebastián Acevedo, hasta hoy símbolo del dolor de miles de familiares, ofrendó su vida por la vida de sus hijos.

Entonces bajo el ministerio del arzobispo José Manuel Santos, Concepción contaba con el más importante equipo regional de derechos humanos, que se caracterizó por gozar de autonomía respecto a la Vicaría de la Solidaridad, particularmente en el aspecto financiero, sin perjuicio de participar plenamente en las actividades comunes bajo el convenio interdiocesano. Cuando asumió monseñor Santos, el equipo llevaba diez años de experiencia desde que, con la venia del arzobispo Sánchez, el joven sacerdote Manuel Camilo Vial y los abogados Patricio Abusleme y Fernando Saldaña constituyeron el Comité Pro-Paz penquista. Al cierre de éste germinó, con distintas denominaciones, la pastoral de derechos humanos –“la vicaría”, como le llamaba la gente- donde destacaron la inteligente dirección de Martita Wörner, la infatigable tarea de defensa jurídica de Jorge Barudi y del abogado Patricio Otárola, y también la edición de un boletín informativo que cumplió un destacado rol en la denuncia de las violaciones de derechos humanos, todo animado por el espíritu apostólico del vicario Carlos Puentes y del obispo auxiliar Alejandro Goic.  

También desde 1983, volveríamos a encontrar a Manuel Camilo Vial, pero esta vez como el Obispo de San Felipe que, de inmediato, se asoció a la Vicaría de la Solidaridad y estructuró un equipo de derechos humanos, hasta entonces inexistente. Novedosamente, su predecesor, Francisco de Borja Valenzuela, quien solo había tratado las violaciones de derechos humanos “caso a caso”, en relación directa con las autoridades o en consulta con otros obispos, ahora como nuevo titular de Valparaíso, sucediendo a Emilio Tagle, organizó un equipo de derechos humanos y se incorporó al Convenio con la Vicaría de la Solidaridad.

Otro hito de estos recuerdos, significante de la inevitable imbricación de la pastoral de derechos humanos con la protesta ciudadana, fue el denominado “puntarenazo” de febrero de 1984, cuando el dictador debió soportar, por primera vez, una contramanifestación multitudinaria, en la plaza de la ciudad austral. Para nuestra remembranza, quedó registrado que un inspirador fundamental de esta manifestación fue el obispo Tomás González, muy proactivo en la coordinación con las organizaciones de la sociedad civil, en conexión con el dirigente juvenil demócrata cristiano Carlos Mladinic.

Mientras los gritos de “asesino” llegaban hasta Pinochet algunos manifestantes huían de la policía hacia la Catedral, donde se refugiaban. Monseñor González había dicho, desde Europa, a su inmediato colaborador, el padre Marcos Buvinic[5]: “tienes que hacer valer lo que significan los derechos y que de la iglesia no se saca nunca gente detenida, tarea que el padre Buvinic cumplió con energía y tacto hasta que, tras cinco horas de negociaciones, los refugiados en el templo pudieron volver a sus casas[6].  Por cierto, el “padre obispo”, como lo llamaban, contaba con un decidido equipo de derechos humanos, cuyo corazón fue Paulina Echeverría, y donde destacaron el abogado socialista Pedro Muñoz, su colega Juan Vivar y el joven Pedro Hernández. Tomás González también dictó un decreto de excomunión de los responsables del crimen de tortura.

1984 fue, asimismo, el año en que se conoció un mayor número de relegaciones de opositores y actores de las protestas hacia lejanas localidades del territorio nacional, por disposición de Sergio Onofre Jarpa, ministro del Interior. De las 539 personas relegadas a fines de ese año, 440 se encontraban en el antiguo campamento de prisioneros de Pisagua, donde muchos detenidos habían sido fusilados en septiembre de 1973. En la inolvidable visita que realizamos a los relegados de Pisagua con el médico de la Vicaría de la Solidaridad Mario Insunza, tuve la oportunidad de conocer al Obispo de Iquique, Javier Prado, calificado de conservador, con quien desde entonces mantuvimos una activa coordinación, destacando su decisiva defensa de los derechos de las personas relegadas[7]. En aquella visita, fui testigo de la llamada telefónica que don Javier realizó a su hermano Jorge, ministro de Agricultura de Pinochet, a quien manifestó su indignación por las condiciones en que se mantenía a esos compatriotas, exigiéndole que cumpliese con el deber cristiano de interceder por ellos ante el ministro Jarpa. Más tarde, don Javier diría:Pisagua conocía la humillación y la vergüenza, ciertamente menor en esta circunstancia que la que se había vivido diez u once años antes (1973) como lo hemos podido trágicamente comprobar en estos últimos días[8]

1984 fue, asimismo, el año en que se conoció un mayor número de relegaciones de opositores y actores de las protestas hacia lejanas localidades del territorio nacional, por disposición de Sergio Onofre Jarpa, ministro del Interior.

Otro obispo que destacó en el “núcleo duro” de los integrantes del convenio con la Vicaría de la Solidaridad fue el de Temuco, Sergio Contreras. Si bien su antecesor Bernardino Piñera, gran intelectual católico y prominente secretario y presidente de la Conferencia Episcopal bajo la dictadura, había acogido a los familiares de detenidos desaparecidos y ayudado a algunos perseguidos, no organizó una pastoral de derechos humanos, lo que monseñor Contreras decidió hacer en 1978, formando el denominado Comité de Solidaridad, con un acentuado énfasis en la defensa de los derechos de los pueblos originarios. En ese equipo de trabajo destacaron Fernando Alarcón, Eduardo Espinoza, así como la trabajadora social Ángela Jofré y el abogado Eduardo Castillo, ambos provenientes de la Vicaría de Santiago.

También laPrelatura de Calama formaba parte de aquella alianza episcopal desde 1976, en que asumió monseñor Juan Bautista Herrada, a quien acompañó el laico Miguel Ramírez. Su antecesor, Juan Luis Ysern, que debió viajar a Chiloé, desarrolló en el Archipiélago una vasta tarea de defensa y promoción de los derechos humanos y fue entusiasta integrante del Convenio con la Vicaría de la Solidaridad. Lo propio hicieron, en los años ochenta, los nuevos obispos Alberto Jara de Chillán (su antecesor Francisco José Cox no desarrolló acciones relevantes)[9], Miguel Caviedes de Osorno, con la inestimable colaboración del padre Roberto Koll, y Alejandro Jiménez, quien había sido auxiliar del obispo de Talca y formó en Valdivia, su nueva diócesis, un excelente equipo para desarrollar la pastoral de derechos humanos, cuya mano derecha fue el padre Ivo Brasseur, con profesionales entre los que destacan Roberto Arroyo, Iván Neira, Elisa Jerez, Juan Concha, Oscar Bosshardt y Jorge Figueroa. 

Si pocos fueron losprelados que simpatizaron con Pinochet, entre estos fueron aún menos los que se restaron de toda actividad de socorro a las víctimas de violaciones de derechos humanos. Como lo hemos visto, los arzobispos Fresno, Valenzuela y Oviedo se entendían con la Vicaría de la Solidaridad para atender los casos. También lo hacía el obispo de Arica, Ramón Salas. En fin, solo en Valparaíso hasta la llegada del sucesor de monseñor Tagle, en Rancagua con los obispos Alejandro Durán y Jorge Medina, y en Puerto Montt con Eladio Vicuña y su sucesor Bernardo Cazzaro[10], hubo renuencia a solidarizar con las víctimas de violaciones de derechos humanos.

Los días 11 y 12 de mayo de 1984, se desarrolló en la Vicaría de la Solidaridad una Jornada de Reflexión Pastoral sobre Derechos Humanos, con asistencia de casi todos los obispos que formaban parte del convenio a que hemos hecho referencia[11], acompañados de sus colaboradores inmediatos, cuyas conclusiones consolidaron, a nivel de todo el país, las ideas matrices de aquella pastoral, basada en la parábola del Buen Samaritano. La principal conclusión general fue que “la pastoral de los derechos humanos está sustantivamente inscrita en la misión evangelizadora universal de la Iglesia«. Y entre las conclusiones particulares, que ayudan a entender los marcos fijados a la acción de los laicos, destaca aquella según la cual “debe tenerse claro que el compromiso laical en esta pastoral tiene como fundamento anterior a la opción política, la opción por los derechos humanos (…) la búsqueda de la no violencia y la solidaridad”.  Sin perjuicio de ello, sobresale la decisión de “privilegiar la denuncia por sobre la gestión ante la autoridad[12], una autoridad que entonces era inconmovible.

Por último, todas las diócesis involucradas nutrieron las tareas de documentación y procesamiento de la información realizada por la Vicaría de Santiago, tanto para sus informes mensuales como para la denuncia ante los organismos internacionales y la formación del acervo histórico que sirvió de base a las comisiones Rettig y Valech.

¥ Jaime Esponda – Fue procurador del Comité de Cooperación para la Paz en Chile y abogado interno de la Vicaría de la Solidaridad.


[1] Conferencia Episcopal de Chile, Punta de Tralca, 22.12.1975.

[2] Los obispos de Talca, Carlos González, 8 casos; de Linares, Carlos Camus, 11 casos; de Temuco, Sergio Contreras, 14 casos, de Copiapó, Fernando Ariztía, 3 casos; de Concepción, Manuel Sánchez, 17 casos; y de Arica, Ramón Salas Valdés, 4 casos. Arzobispado de Santiago, Vicaría de la Solidaridad, ¿Dónde Están? tomo IV, marzo de 1979, p. 761.

[3] Comité Permanente del Episcopado, 17 de agosto de 1976.

[4]Comité Permanente del Episcopado, jueves 29 de Mayo de 1980.

[5] El obispo Tomás González fue el encargado de la pastoral del exilio, del Episcopado, y en tal calidad visitaba frecuentemente a las comunidades de chilenas y chilenos en el exterior.

[6] La Prensa Austral, Punta Arenas, 23 de Abril del 2023

[7] Sería injusto omitir el nombre del religioso Ángel Fernández, quien fue principal referente de la solidaridad con las víctimas de violaciones de derechos humanos, desde su parroquia de la Gruta de Cavancha, Iquique.

[8] Prado, Javier. “Pisagua 1984-1985”; en Vida, pasión y muerte en Pisagua. Bernardo Guerrero (Editor). Centro de Investigación de la Realidad del Norte. Iquique, Chile. 1990. pp. 105-118.

[9] Cabe destacar el valiente compromiso, desde el golpe de Estado, del abogado chillanejo Aldo Bernucci, en relación directa con el Comité Pro-Paz y la Vicaría de la Solidaridad.

[10] En la región de Puerto Montt hubo un sacerdote, Antonio Van Kessel, de heroica trayectoria en solidaridad con los perseguidos.

[11] Solo se excusaron de asistir, por encontrarse fuera del país o por otros compromisos, los obispos Valenzuela de Valparaíso, Camus de Linares y Jara de Chillán.

[12] Vicaría de la Solidaridad, Jornada de reflexión pastoral sobre derechos humanos, Santiago, 11 y 12 de mayo de 1984.

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4 comments

Mario Kahn septiembre 14, 2023 - 1:15 pm

Excelente Jaime, gracias por recuperar tan digna y poderosa historia.

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Paulina Echeverria S septiembre 14, 2023 - 6:13 pm

Jaime un recuerdo agradecido desde esta ciudad austral

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Custodio moyano septiembre 14, 2023 - 8:34 pm

Excelente aporte para recuperar la verdad de la historia.

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Beatrice Àvalos septiembre 18, 2023 - 9:26 am

Muchas gracias Jaime. Recordar a la Iglesia y su rol humanizador en dictadura es tremendamente importante

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