Hay muchas frases en el mundo del fútbol que son maravillosas, como aquella que suele repetirse: el fútbol es como la vida misma. Esa convicción se esconde detrás de un ensayo notable sobre selección chilena, historia y cambios culturales.
Hay un libro notable que, en mi opinión, debiera ser lectura obligada de cualquiera que se dedique a pensar los temas públicos. Se trata del ensayo De los triunfos morales al país ganador (Ediciones Alberto Hurtado, 2017), del profesor Diego Vilches Parra. En este texto, el autor analiza la forma en que cambió la relación de los chilenos con su selección nacional y las expectativas asociadas. Según el autor, el libro es “una historia de la dictadura militar chilena” y de la forma en que el proyecto político, económico y cultural de carácter neoliberal produjo un cambio radical en “la identidad y la vida cotidiana de los chilenos”. La tesis central del libro es que, en términos culturales, nuestro país habría pasado de los “triunfos morales” a la idea de un “país ganador”, instalando un nuevo discurso en el cual nos veíamos como competidores y triunfadores absolutos y, si no lo alcanzábamos, pasábamos a ser fracasados totales. Dicho de la forma en que yo lo entiendo, se trata de la instalación del maximalismo en los resultados de cualquier proyecto (deportivo, en el caso estudiado por el autor), en vez de la lógica del buen deportista que piensa que lo importante es participar y no, necesariamente, el resultado de la competencia. Vilches lo ejemplifica muy bien rescatando el eslogan de los organizadores del Mundial del 62: “porque no tenemos nada, queremos hacerlo todo”.
Es decir, el éxito del Chile no nacía de su fortaleza económica, sino de su “excepcional trayectoria institucional, democrática y pluralista”, de la capacidad de hacerlo todo.
El sentido de comunidad se oponía a la idea de “país ganador”, que la dictadura instalaba en nuestro horizonte cultural, es decir, el país de la excepcionalidad que dejaba atrás a América latina y su destino de países pobres. Pasamos, como recuerda el libro, de la lógica de “que gane el más mejor”, a la idea de que “hay que ganar a cualquier precio”, cuya imagen icónica es la del Cóndor Rojas cortándose la ceja en el Maracaná.
Lo interesante del libro, y por eso lo marco en estas páginas, es que la forma en que nos relacionamos con el fútbol es, finalmente, una metáfora de cómo nos relacionamos socialmente. El mundo del fútbol es una radiografía de lo que ocurre en nuestra comunidad. En este sentido, los partidos de la selección chilena que se nos vienen entre jueves y martes serán un momento revelador de la sensibilidad pública. Seguramente, nos moveremos en un espectro que irá desde la máxima frustración hasta la euforia total, dependiendo de si Chile califica o no a Catar 2022. Si no alcanzamos la clasificación –que, en mi opinión, es lo más probable- con certeza al día siguiente la hinchada estará pidiendo las cabezas de varios. El primero, el entrenador. Y luego los dirigentes, y los jugadores. Se comenzarán a ventilar historias secretas e inmorales, se hablará de los que no fueron convocados porque estaban vetados por oscuras máquinas de camarín, se pondrá en cuestión -como si fuera reprobable- la vigencia de la generación dorada, conjunto de jugadores que ya entraron hace mucho rato en la curva de declinación propia y natural de deportistas con trayectorias de 10, 15 o más años. Quedar excluidos del próximo mundial será impresentable y deberán caer los responsables. Incluso es posible que la rabia sea incontenible y termine desbordándose en Plaza Italia y sus alrededores.
Ciertamente, intentaremos minimizar el hecho evidente y claro de que, por ejemplo, de jugador a jugador, la selección brasileña nos saca kilómetros de ventaja en prácticamente todos los puestos, incluso aunque jugaran con la reserva. Brasil está invicto, nunca le hemos ganado jugando de visita, entre sus filas aparecen muchos de los jugadores que varias veces a la semana los chilenos vemos brillar en los grandes equipos de la Champions league, no han faltado nunca a una cita mundialista. ¿Por qué tendríamos que ganarles? Todos los argumentos apuntan a la derrota y no debiera extrañarnos y ni mucho menos constituir razón para crucificar a los nuestros. Si ganamos, siempre es posible, va a ser un evento completamente excepcional y ojalá ocurra porque, debemos estar de acuerdo, ver un mundial sin la selección chilena no da lo mismo. Y en ese momento estallará la desmesura. La prensa nos inundará de héroes, nos sentiremos tocados por una varita mágica y estaremos convencidos de que ese es el lugar donde siempre tuvimos que estar. Incluso es posible que nuestra felicidad sea tanta, que terminemos en la Plaza Italia, desbordando nuestra alegría en sus alrededores.
Eufóricos o deprimidos, así estaremos en una semana más. Ojalá pase lo primero, aunque lo segundo sea lo más probable. Ojalá en ninguno de los dos casos, terminen pagando el pato los vecinos y locatarios de Plaza Italia. Y ojalá aprendamos la lección: no solo lo máximo tiene sentido y es la única meta posible. No alcanzar el premio mayor, no es sinónimo de que nada vale la pena. Hacer las cosas mejor que antes, aunque solo sea un poco, ya tiene mérito. Ojalá abordemos con este estado de ánimo el desenlace de las clasificatorias mundialistas y llevemos esa misma templanza a los temas nacionales, donde las miradas extremas –eufóricas o deprimidas- pueden dañarnos más que ayudarnos a avanzar.
Me quedo con las palabras de consuelo que, según refiere el libro que comento, Julito Martínez dijo a propósito de la derrota de Colo-Colo en alguna final de Copa Libertadores: “Si para ser campeón de América hay que recurrir a todo […], yo prefiero que la Copa siga en Avellaneda, y nosotros celebremos este vicecampeonato”. Rescatemos algo de nuestro lacrimógeno comentarista: no todo vale para ganar.