Comer o no comer. Por Fernando Butazzoni. Montevideo, Uruguay.

por La Nueva Mirada

La economía florece, pero la sociedad se marchita. Es un desacople ofensivo. Vivimos en una época de contradicciones que son escándalos morales, cualquiera sea la vara con que se midan. En Uruguay la economía ha repuntado después de las desgracias acumuladas por la pandemia. Sin embargo, más allá de las triquiñuelas en los métodos de medición, lo cierto es que la cantidad de pobres sube, la indigencia aumenta, la violencia arremete. Y, entonces, el hambre golpea a la puerta de muchas familias. Hambre o, según la retórica vergonzante de algunos, «inseguridad alimentaria severa».

Para paliar ese flagelo, en todo el país funcionan desde que llegó la peste cientos de «ollas populares», que son iniciativas privadas cuyo motor principal está formado por núcleos de vecinos y organizaciones sociales, culturales y religiosas, que se dedican a buscar donaciones y luego a cocinar para dar de comer a quienes más lo necesitan. Es una tarea titánica, pues deben recolectar no solo alimentos, sino también combustible, utensilios, artículos de limpieza. A veces faltan cacerolas, a veces sal o arroz o aceite, a veces el gas para las cocinas o la leña para el fogón.

Las ollas populares son un prodigio triste. Brotaron como hongos desde que se inició la pandemia, ya que las estructuras del Estado no daban abasto, en parte por falta de recursos, y en parte por escasez de ideas o por razones políticas: en marzo de 2020 el término «olla popular» empezó a sonar más fuerte que nunca y, pese a la emergencia provocada por la peste, al gobierno recién estrenado esas palabras le sonaban a proselitismo de izquierda, es decir a Frente Amplio.

Muchos imaginaban que, con el fin de la emergencia sanitaria, esa dramática situación de «inseguridad alimentaria» iba a remitir o incluso a desaparecer. Pero no. Las ollas populares y los merenderos para niños siguen funcionando a plena capacidad, dándole de comer cada día a miles de personas en todo el país. Según los últimos datos, son casi 700 los lugares donde se reparte comida gratis. Y eso, mientras la economía crece a ritmo sostenido: 4,1 por ciento en 2021; 4,8 estimado para este año.

Es un hecho que hubo un récord de exportaciones en 2021 (electricidad, carne, soja, madera, lácteos, celulosa) para satisfacción de las cámaras empresariales y alegría de quienes han amasado cientos de millones de dólares. Este año se perfila aún mejor para ellos. En paralelo a ese crecimiento, la calidad del empleo se ha deteriorado, los salarios perdieron poder de compra, las condiciones laborales son más precarias que antes de la pandemia, los sindicatos protestan, los estudiantes se manifiestan, las huelgas se suceden. En fin, que la economía florece y la sociedad se marchita.

La organización Solidaridad.uy, que trabaja desde 2020 con ollas populares y merenderos, dio a conocer hace unos días algunas cifras alimentarias del Uruguay invisible de los más pobres, que son muy distintas de las proporcionadas por el gobierno. En todo el país las ollas populares le dan de comer, cada semana, a unas 170 mil personas, y en ello se gasta mensualmente un promedio de un millón y medio de dólares, o sea 18 millones de dólares al año. Ese monto no incluye el trabajo de quienes participan en las tareas, que van desde cocinar hasta limpiar los cacharros, manejar vehículos, servir los platos, administrar las provisiones, custodiarlas.

Lo hacen gratis. El dinero y los insumos son recaudados en el seno de la comunidad: los pobres ayudan a los más pobres. El gobierno sí destinó fondos para ollas populares, pero lo hizo por un monto aproximado a los 4 millones de dólares, o sea que apenas cubre un 22 por ciento del total. El 78 por ciento restante lo ponen los vecinos, los pequeños y medianos empresarios de cada zona, chacareros, feriantes, almaceneros minoristas y hasta humildes jubilados.

Ministro Martín Lema

Las reacciones oficiales ante el informe de Solidaridad.uy no mostraron demasiada empatía con la organización ni con los números del informe, ni tampoco agradecimiento hacia quienes realizan el trabajo, que es en todas sus instancias honorario y transparente. El ministro del área de Desarrollo Social, Martín Lema, discrepó del informe y dejó en sus declaraciones una perla para la posteridad: «En materia alimentaria, lo importante es la alimentación en general. La olla no es un fin en sí mismo».

Sin embargo, el problema ahora no es la alimentación en general sino en particular. Son personas, no metáforas. Quienes comen en las ollas populares uruguayas no parecen opinar lo mismo que el ministro. Son miles quienes viven cada hora de su día a la espera de ese plato, que en general se sirve a la tardecita. Es la única comida a la que pueden acceder. Después, deberán aguantar hasta la jornada siguiente para volver a comer. Así de simple. Para mucha gente, la mayoría mujeres jefas de hogar que viven en la periferia y tienen cuatro o cinco hijos a cargo, las raciones de la olla popular de su barrio son un absoluto cotidiano, un fin en sí mismo: el fin del hambre de sus hijos ese día.

Así es que la economía florece y la sociedad se marchita, pues junto con el hambre y la necesidad de ayuda para sobrevivir, se agravan otros males: la marginación, la pérdida de confianza ciudadana, el menosprecio por la vida, la crispación violenta. Dicen las autoridades que algunos delitos han bajado, pero todo indica que los más violentos han aumentado. Más homicidios, más femicidios, más violencia doméstica. Y ha aumentado también la crueldad y la saña con la que se cometen esos delitos: mujeres asesinadas frente a sus hijos, vendedores de drogas descuartizados o quemados vivos, transeúntes muertos a puñaladas por una discusión baladí.

El próximo paso, que ojalá no llegue nunca, es el traslado de esa crispación social a otros ámbitos, como el de las protestas callejeras y las manifestaciones, que hasta ahora han sido, por fortuna, ejemplarmente pacíficas. Pero, la sociedad empieza a cargarse de frustraciones e indignación, sentimientos que se trasmiten y repercuten incluso en ámbitos menos vulnerables, como los sindicatos más poderosos, los gremios estudiantiles, la vida universitaria, la intelectualidad. No son pocos los que temen que una chispa pueda encender la pradera. Si por desgracia eso llegara a pasar, la economía uruguaya seguirá creciendo porque tiene condiciones para ello, pero lo hará en un campo de flores marchitas, una tierra que será baldía durante mucho tiempo.

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