Continuación de partes 1 y 2 publicadas en edición del 17 de agosto 2023
3. Copamiento militar del Estado
Para una parte no menor de la opinión pública de este país, la violencia en las relaciones sociales se explica por el incremento de la delincuencia común y, asociadamente, por la migración irregular, las protestas callejeras y las demandas territoriales mapuche. Este reduccionismo explicativo es utilizado por la oligarquía económica y sus medios de comunicación afines, y en su momento, por la franja televisiva de la derecha, para promover la emergencia de un gobierno que controle policial y militarmente nuestra sociedad. El trayecto que se proponen para lograr este objetivo no es ir hacia un nuevo 11 de septiembre como el de hace 50 años. Esto es, “de un golpe”, ocupar el Gobierno, cerrar el Congreso, censurar la prensa, ilegalizar partidos, ajusticiar o exiliar a los opositores. Su propósito estratégico no sería un “golpe de Estado” sino un “copamiento militar del Estado”, y no un Presidente de la República que sea a la vez el Comandante en Jefe del Ejército, sino, con estas titularidades separadas, un presidente civil de reelección indefinida, con el apoyo proactivo de las jefaturas de las Fuerzas Armadas y de las Policías. En una estrategia gradual, se gobernaría con un régimen de excepción permanente, con el sometimiento de los magistrados de la Corte Suprema y un control del voto parlamentario, más la censura indirecta de la prensa y la persecución de defensores de derechos humanos.
Que esto no pasaría nunca en Chile…también se dijo lo mismo antes del Golpe de 1973. Mas, todos estos indicadores propios de una estrategia progresiva de control autoritario del Estado sobre la sociedad, con un apoyo proactivo de las fuerzas armadas y la policía, están presentes en el imaginario de la derecha extrema en nuestro país.
3.1 El bukelismo chilensis
Viene a ser una evidencia en este caso que Nayib Bukele, quien se ha calificado, paradojalmente, como un “outsider”, haya encabezado en El Salvador una operación de copamiento político y militar con todos aquellos componentes señalados en la introducción previa. Es la consecuencia de un largo período de crisis económica y de la sociabilidad, cuya expresión más dramática resultó ser la extensión del fenómeno conocido como “maras”, esto es, cofradías delictivas armadas, que suman a cientos o miles de integrantes, cuya procedencia social son los marginales de las ciudades principales.
Bukele es elegido Presidente de El Salvador. Para impulsar su programa de seguridad consigue un préstamo norteamericano por 100 millones de dólares para la Policía Nacional, pero necesita de la aprobación previa de la Asamblea Legislativa de su país, la cual se muestra reacia a dar su respaldo. Entonces Bukele ingresa a la Cámara acompañado de un destacamento militar y se ubica en la testera, abre una sesión plenaria para hacer una oración y luego se retira. La Asamblea termina entregando su respaldo a la iniciativa del Presidente, quien, un año después, obtiene para su partido la mayoría absoluta parlamentaria, lo que le da el quorum suficiente para cambiar a los miembros del Tribunal Constitucional de la Corte Suprema que no le son afines. Ello le asegura que la norma que prohíbe la reelección presidencial pueda revocarse.
Lleva cuatro años como Presidente de El Salvador con medidas extraordinarias de represión policial para terminar con la delincuencia, pero esto no se ha logrado. Pese a la aparente calma de este año, con estado de excepción mediante, las detenciones por sospecha se multiplicaron: provenir del mundo popular y llevar tatuajes en el cuerpo es un motivo suficiente.
Una cantidad significativa de personas entra a las cárceles sin haber cometido un delito. Pero aquellos que efectivamente lo han hecho sigue siendo un número bien alto. Las imágenes difundidas por el mismo gobierno muestran una aglomeración de presos, rapados y semidesnudos, sentados en el piso, sin distancia alguna entre los cuerpos. La ONU advierte que no se están respetando los derechos humanos de las personas privadas de libertad.
En nuestro país, por cierto, hay bandas delictivas que inquietan, con razón, a la opinión pública y a las conversaciones familiares, pero no existe un fenómeno delincuencial que se asemeje a las maras, ni en el número de implicados ni en su cobertura territorial ni en la magnitud de sus operaciones. Los informes de criminalidad en América Latina siguen ubicando a nuestro país en la parte baja de la tabla en el número de homicidios. La destacada escritora e integrante del PEN Internacional, Isabel Allende, señala que en nuestro país hay toda una campaña de intimidación: “En Chile ahora la gente está añorando a un Bukele. Yo digo: tengan cuidado. Eso fue Pinochet. Había seguridad en esos tiempos. Pero la inseguridad y el terror venían del Estado, no del criminal que anda por la calle…Yo tengo mucho miedo de que la gente cambie seguridad por democracia”. (El País, 24/6/2023).
La última edición de la Revista The Economist, informa sobre los resultados de Latinobarómetro, una encuesta realizada este 2023 en los países de la Región, donde el presidente salvadoreño califica con la puntuación más alta entre distintas personalidades mundiales, lo que lleva al autor del artículo a preguntarse: “¿Anhelan los latinoamericanos fuera de El Salvador su propia versión del señor Bukele?” El factor Bukele ya es parte de nuestra política nacional. El Presidente Boric ha criticado la forma en que aquél dirige El Salvador, y éste le responde desestimando su opinión. Kast pone un twitter donde felicita al Presidente de El Salvador “por la gran gestión que está haciendo en su país”, con una selfie de Bukele sonriendo en la sala de la Asamblea de las Naciones Unidas. Y otro en la misma línea: “Ojalá que @nayibukele vaya a la Asamblea de la ONU y se junte con @gabrielboric para darle un par de consejos sobre cómo enfrentar la crisis de seguridad en Chile. Mientras en El Salvador los homicidios van a la baja, en Chile están descontrolados”.
3.2 El control y descontrol de las Fuerzas Armadas y de Orden
En 1973, las Fuerzas Armadas y de Orden de Chile estuvieron directamente involucradas en un Golpe de Estado contra nuestra república democrática y el establecimiento de una dictadura terrorista que violó sistemáticamente los derechos humanos de sus compatriotas. Acerca de estos hechos se ha escrito y se seguirá escribiendo en el tiempo que viene, tanto por el dramatismo de tales acontecimientos como por la importancia de “aprender las lecciones del pasado para construir el futuro.”
En marzo de 2022, el entonces Comandante en Jefe del Ejército, general Ricardo Martínez, presentó para conocimiento público el Informe Final -preparado bajo la supervisión del alto mando- de la Reflexión sobre las actuaciones del Ejército y sus integrantes en los últimos 50 años y sus efectos en el ethos militar. El documento se refiere a un supuesto “rol latente” que en la cultura política del país se le ha dado al Ejército como un garante de la normal convivencia y estabilidad del país. Y que ello explicaría por qué “la crisis política, social, económica e institucional que sucede entre 1970-1973 concurre para las Fuerzas Armadas en un efecto de trascendencia y único en el siglo cual es deponer al presidente y asumir el gobierno del país, es decir, ejecutar un golpe de estado (pronunciamiento militar)”.
De inmediato llama la atención, el eufemismo de ese supuesto “rol latente” que involucra al Ejército en la dictadura encabezada por su Comandante en Jefe. Y tan sorprendente como lo anterior es excluir de este informe las actuaciones de la DINA y la CNI, porque dependían de la Junta de Gobierno y del Ministerio del Interior, sin asumir por esta consideración formal sus vínculos directos con altos mandos en servicio activo y con el aparataje de la inteligencia militar. Sin asumir, como un principio de lógica política causal, que el Golpe contra el Presidente de la República Salvador Allende fue un Golpe contra la Democracia, y que su consecuencia inevitable era la instalación de un sistema transgresor de los Derechos Humanos. Aunque el Informe al que hacemos referencia es explícito en consignar que bajo el régimen militar sí se cometieron estas violaciones, donde los miembros del Ejército tuvieron participación “ya sea como consecuencia de actos derivados de la obediencia debida, por el uso desproporcionado de la fuerza, por excesos individuales o bien por eventuales acciones fortuitas”.
Y más aún, este documento institucional indica que uno de los episodios más condenables “fue el paso del General Sergio Arellano Stark y su comitiva conocida como Caravana de la Muerte …en una tarea perfectamente planificada desde Santiago…que lo hacía como delegado del Comandante en Jefe del Ejército”. El Informe agrega que, en el asesinato del General Carlos Prats y Sofía Cuthbert, los que fueron condenados por la justicia en su mayoría pertenecían a la Institución. Después de abordar otros antecedentes relacionados con la comisión de graves violaciones a los derechos humanos, en el Informe se afirma explícitamente que el Ejército acepta la responsabilidad que le cabe en estos acontecimientos, y que ha generado los cambios doctrinarios para fortalecer en sus integrantes el ethos militar.
A pesar de sus insuficiencias no cabe sino valorar como un avance significativo este documento autocrítico -transformado en el libro “Un ejército de todos”, presentado esta semana – del ahora excomandante en jefe de Ejército sobre su rol en la dictadura pinochetista. Entonces, cómo no considerar que es del todo cuestionable, o a lo menos extraño, que bajo la autoridad del actual Comandante en Jefe de la institución militar este Informe se haya retirado de su sitio web oficial.
El general Javier Iturriaga, previamente a ser designado para la jefatura superior del Ejército el 9 de marzo del año 2022 (tres días antes del cambio de mando presidencial), había sido nombrado por Sebastián Piñera, en octubre de 2019, en pleno estallido social, como Jefe del Estado de Emergencia en Santiago, el que se extendió por nueve días. Tuvo entonces, ante los micrófonos de la prensa, una respuesta notable cuando inquirido por los dichos del Presidente de que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso” señaló: “Soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”, marcando un disenso de entrada.
En enero de 2020, una Comisión Investigadora del Estado de Emergencia de la Cámara de Diputados invitó al general Iturriaga y otros jefes de las Fuerzas Armadas a cargo de las zonas regionales donde fue declarado, para conocer los alcances y consecuencias de su implementación. El representante del Ejército expresó que era de notorio conocimiento la grave alteración al orden público en esas semanas, lo cual se evidenció en desórdenes, vandalismo y saqueos, donde las fuerzas policiales se vieron sobrepasadas; que la intervención militar se hizo conforme a la ley –estableciéndose el toque de queda–, para actuar frente a hechos de emergencia “después de 30 años”, y quiere dejar en cuenta que la actuación de los mandos y de los soldados fue ejemplar.
Con todo, en octubre de 2020, el entonces Ministro del Interior y Seguridad Pública, Víctor Pérez, en la Comisión de DDHH, Nacionalidad y Ciudadanía del Senado, señala que entre el 18 de octubre y diciembre de 2019, hubo 9 mil eventos graves y 25 mil detenidos, y que “existieron 3 mil quinientos lesionados por agentes del Estado (siete de los cuales corresponden a fallecidos), 11 mil lesionados en general y 347 lesiones oculares (5 de ellas con ceguera irreversible)”, y agrega una cifra muy alta de carabineros víctimas de lesiones.
- Los derechos humanos y los estados de excepción
La propuesta de nueva Constitución Política de la República de Chile acordada por la Convención Constitucional en junio del 2022 –y que se sometió a la refrendación plebiscitaria, el 4 de septiembre del mismo año, donde fue rechazada– es un texto que suma, sin contar las disposiciones transitorias, 388 artículos, divididos en quince capítulos. El segundo y el tercero de estos están referidos a los derechos fundamentales de las personas y de la naturaleza, y en su conjunto reúnen un verdadero patrimonio identitario de cómo deben establecerse los derechos humanos en el orden constitucional de un país. Pese a la insuficiencia de los votos alcanzados, esa primera parte del articulado habrá de quedar como un referente para nuestro país y esta región latinoamericana de los principios que deben regir las cartas constitucionales.
En especial tiene gran valor la sección que crea la Defensoría del Pueblo (arts.123 a 125), como un órgano autónomo, cuya tarea es promover y proteger los derechos humanos señalados constitucionalmente, con la atribución de fiscalizar para ello a los órganos del Estado y demás entidades que cumplan funciones públicas. Es muy destacable que se le entregue la responsabilidad de “interponer acciones ante los tribunales de justicia respecto de hechos que revistan carácter de crímenes de genocidio, de lesa humanidad o de guerra, tortura, desaparición forzada de personas, trata de personas y demás que establezca la ley”
Sin embargo, no es digna de tales méritos la parte referida a los estados de excepción, esto es, las normas finales (artículos 300 al 306) del capítulo relativo al Poder Ejecutivo, que sigue, tanto en sus contenidos como en buena parte del texto (salvo lo referido al estado de emergencia, el cual no se considera) lo que está dispuesto en la Constitución Política de 1980 con sus reformas. La pregunta no puede evitarse: por qué los estados de excepción (estado de asamblea: en caso de conflicto armado internacional; estado de sitio: en caso de conflicto armado interno, y estado de catástrofe: en caso de calamidad pública) se asocian indefectiblemente a la suspensión del ejercicio de derechos humanos fundamentales, donde en la práctica ni siquiera la Defensoría del Pueblo puede intervenir porque esas restricciones se hallan autorizadas constitucionalmente.
Así puede leerse en los artículos ya indicados de esa propuesta de nueva constitución –tan consistente con los derechos humanos en su parte inicial y tan transigente con los mismos en los estados de excepción– a saber: Artículo 300 / 1. “Sólo se podrá suspender o limitar el ejercicio de los derechos y garantías que la Constitución asegura a todas las personas bajo las siguientes situaciones de excepción: conflicto armado internacional, conflicto armado interno según establece el derecho internacional o calamidad pública.” Artículo 301 / 4. “Por la declaración del estado de asamblea, la Presidenta o Presidente de la República estará facultado para restringir la libertad personal, el derecho de reunión, la libertad de trabajo, el ejercicio del derecho de asociación; interceptar, abrir o registrar documentos y toda clase de comunicaciones; disponer de requisiciones de bienes, y establecer limitaciones al ejercicio del derecho de propiedad”. Artículo 301/6. Por la declaración del estado de sitio, la Presidenta o el Presidente de la República podrá restringir la libertad de circulación, y el derecho de asociación. Podrá, además, suspender o restringir el ejercicio del derecho de reunión. Artículo 302/ 5. Por la declaración del estado de catástrofe, la Presidenta o Presidente de la República podrá restringir la libertad de circulación y el derecho de reunión.
Independientemente de las calamidades naturales, cualquiera sea su causa, donde se requiera el uso temporal de espacios públicos o privados no domiciliarios, como refugios o alojamientos de emergencia para las personas afectadas, ninguna situación permanente o de excepción, que se derive de un conflicto armado internacional o interno, o producto de una catástrofe, ni amerita ni justifica suspender o restringir el ejercicio de los derechos políticos o sociales ni las libertades individuales o colectivas que son propios de las personas, pueblos o naciones. Ello es así, porque como lo señalara este mismo texto constitucional, tales derechos son inherentes a la persona humana e inalienables.
El Estado tiene el deber de enfrentar y buscar resolver, con los principios de la no violencia y la cooperación internacional los conflictos con otros Estados, o aquellas situaciones internas de confrontación por más graves o urgentes que sean, y si fracasando en este propósito resultara inevitable un conflicto armado, nada justifica para ese deber –ni en la paz ni en la guerra– desconocer o limitar el pleno respeto y ejercicio de los derechos humanos. Si esto ocurriese sería en primer lugar una manifestación de incompetencia de las autoridades: no saben o no tienen la capacidad de enfrentar situaciones extremas o complejas de la convivencia social o política sin afectar gravemente los derechos de las personas. Y, en segundo lugar, tales autoridades deben responder ante la justicia constitucional de aquellos actos que hayan vulnerado la soberanía democrática de la ciudadanía.
Este no es un tema periférico para la democracia; es sustantivo. Es una clave para protegerse de las pretensiones dictatoriales que puedan albergar los gobernantes autoritarios. Nuestra propia historia bajo el régimen militar, y la experiencia comparada de otros países, nos muestra que los Jefes de Estado que se entronizan en el poder, con la obediencia de las Fuerzas Armadas como garantía, la complacencia de una casta política que lo secunda y la complicidad de la corte superior de justicia, recurren de manera sistemática o permanente a los estados de excepción constitucional para coartar las libertades ciudadanas, las comunicaciones sociales y personales y los derechos de asociación y reunión. A fin de cuentas, cómo no va a ser dramáticamente lamentable que a las personas de nuestro país u otro, junto con sufrir los desastrosos efectos de un conflicto armado o de una calamidad, se les añada la desdicha de no poder ejercer lo que se define como derecho, esto es la facultad de “hacer legítimamente lo que conduce a los fines de su vida”. (Diccionario R.A.E)
3.4 Constitución, terrorismo y protesta social
Luego de que se impusiera el rechazo plebiscitario de la propuesta elaborada por la Convención Constitucional –lo cual, más allá de la parte referida a los estados de excepción, se explica por el desencuentro que se produjo, en la sicología político comunicacional de este proceso, entre el trabajo de sus redactores y las expectativas de la mayoría de la gente– un acuerdo parlamentario, con el apoyo del Gobierno, determinó dar comienzo a otro proceso constitucional. Se acordó así, entre los partidos con representación en el Congreso un acuerdo transversal para una nueva ruta constituyente fijando los “bordes” de contenido que se debían respetar y tres estaciones a seguir, y para lo cual se modificó por ley de quorum calificado la actual Constitución Política en la parte referida al procedimiento para elaborar una nueva Carta Fundamental.
La primera de dichas estaciones fue la formación de una Comisión Experta, cuyos miembros no son parlamentarios, pero que sí fueron designados por las fuerzas políticas presentes en el Senado y la Cámara, de manera proporcional a su representación partidaria, con la misión de elaborar y aprobar, como un anteproyecto de la nueva Constitución, las bases institucionales que debían regirla. Como segunda estación (a esta fecha en
curso) se determinó que debía formarse un Consejo Constitucional de 50 miembros, elegidos por sufragio popular en mayo de 2023, órgano al cual se suman, aunque sin derecho a voto, los ya señalados integrantes de la Comisión Experta, y cuyo fin es elaborar y dar su acuerdo a un proyecto de nueva Constitución Política. Y la tercera estación viene a ser el Comité Técnico de Admisibilidad, una suerte de instancia arbitral, formado por catorce integrantes, todos abogados, ya designados por el Congreso, que deben declarar inadmisibles aquellas normas que en el curso de este proceso se hayan apartado de las bases institucionales aprobadas inicialmente.
No deja de impresionar como fue subsumida en un triángulo de las bermudas (comisión experta, consejo constitucional y comité técnico) la soberanía constituyente del pueblo ciudadano. Y es que la elite política del sistema de partidos, luego del huracán del rechazo, que hundió el proyecto de la Convención, determinó tomar el control directo del proceso de dar forma y contenido a una versión consensuada de nueva Carta Fundamental, esto es, sin alternativas a dirimir en su ratificación plebiscitaria posterior.
EL Anteproyecto de Constitución Política de la República de Chile fue entregado por la Comisión Experta en junio de 2023. En su primer capítulo sobre los fundamentos del orden constitucional, su artículo 15 define al terrorismo, en cualquiera de sus formas, como contrario a los derechos humanos y deja para una ley futura la determinación de cuáles serían las conductas terroristas y su penalidad asociada. Enseguida establece un conjunto muy amplio de inhabilidades para ejercer funciones sociales o cargos públicos por quince años para sus responsables, pero sin congruencia con lo anterior, dichos delitos, para efectos de su penalidad, “serán considerados siempre como comunes y no políticos.” Y aquí llama la atención, después de haber vivido la historia que vivimos, que no haya ninguna consideración constitucional sobre el “terrorismo de Estado” y los crímenes de lesa humanidad que puedan cometerse, que no son precisamente delitos comunes.
Los actos terroristas, cuando se ejecutan intencional o planificadamente, siempre tienen víctimas humanas, sean ellas autoridades o personas que no lo son, y su objetivo es afectar el orden de poder constituido desde el Estado o, por el contrario, es éste el que lo utiliza para asegurar su dominio público. Las motivaciones con las que se pretende justificar lo injustificable pueden ser económicas, sociales, religiosas, policiales, militares, históricas u otras que tengan implicancia con el orden de poder constituido, y por ello los actos terroristas, de por sí contrarios a la ética de los derechos humanos, son siempre políticos. Sin embargo, lo que cabría de esperar de la nueva Constitución es que se prevenga sobre el uso ilegítimo de la calificación de terrorismo para condenar a inculpados por desmanes o actos violentos en manifestaciones o actos públicos que no hayan tenido el carácter de ser acciones terroristas, aunque es claro que deben sancionados legalmente.
No cabe duda de que el terrorismo es esencialmente contrario a los derechos humanos, pero esta premisa indiscutible se ha utilizado por regímenes autoritarios como argumento, o bien como pretexto, para coartar los derechos propios de la ciudadanía. La Asamblea General de las Naciones Unidas recibió hace algunos meses el Informe de su Relatora Especial acerca de la Promoción y protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales en la lucha contra el terrorismo, donde se advierte, a nivel mundial, que “la actual invasión de normas y prácticas antiterroristas ha socavado nuestra capacidad colectiva de promover la paz y ha permitido y mantenido violaciones sistemáticas de los derechos humanos y del estado de derecho”. (ONU/2022-A/77/345- III. A. 10)
El referido Anteproyecto de Constitución Política elude considerar la protesta social como un derecho que se reconozca legalmente. La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dio a conocer, el año 2019, un importante informe que tiene por título el de Protesta y Derechos Humanos. Estándares sobre los derechos involucrados en la protesta social y las obligaciones que deben guiar la respuesta estatal. En sus Principios Rectores se subraya que existe una fuerte interconexión entre el derecho a la libertad de expresión, el derecho de reunión y el derecho a la protesta.
Esta Relatoría afirma que el derecho a la protesta suele encontrarse asociado a actividades de defensa de los derechos humanos y de la democracia cuando ésta se halla amenazada. Su organización y convocatoria puede ser realizada por actores de la sociedad civil, así como por orgánicas políticas, o bien surgir espontáneamente como una forma de denuncia ante hechos o situaciones concretas o como apoyo a una causa general. Mediante ellas, se señala, puede expresarse una sola persona, pequeños grupos o conjuntos multitudinarios de manifestantes. Junto a las modalidades tradicionales de protesta, se hace mención especial de cortes de ruta, cacerolazos, huelgas, vigilias, sentadas y ocupaciones pacíficas. Y más aún, se deja constancia de que algunas modalidades de protesta buscan generar cierta disrupción de la vida cotidiana como forma de visibilizar propuestas que de otro modo difícilmente ingresarían a la agenda o serían parte de la deliberación pública.
La CIDH también reconoce en este informe que “cualquiera sea la modalidad de la protesta, los instrumentos interamericanos establecen que el derecho de reunión debe ejercerse de manera pacífica y sin armas. En el mismo sentido, esta Comisión reconoce que los Estados tienen el deber de adoptar las medidas necesarias para evitar actos de violencia, garantizar la seguridad de las personas y el orden público. Sin embargo, al hacer uso de la fuerza en estos contextos los Estados deben adoptar medidas proporcionales al logro de estos objetivos y no obstaculizar de manera arbitraria el ejercicio de los derechos en juego en las protestas.”
En los actores partidistas relacionados con el Consejo Constitucional, de seguro por el trauma asociado a los desmanes del estallido social, no se advierte –con algunas excepciones notables– una respuesta consecuente acerca de una soberanía ciudadana fundada en los derechos humanos en los temas más complejos de nuestra convivencia país, entre ellos, el reconocimiento del derecho a la protesta social. Ello permitiría incentivar –en la formación escolar y la enseñanza superior, así como en los distintos campos de la Educación Popular– los valores y prácticas de la No Violencia Activa en la lucha por la justicia social y una democracia con participación ciudadana.
En el Anteproyecto de la Comisión Experta se repite el mismo tratamiento que la Convención Constitucional había realizado sobre los derechos y libertades de las personas cuando se declaran los estados de excepción, de manera que el cuestionamiento hecho sobre la inconsistencia ética de dejar sin efecto la vigencia de principios democráticos sustantivos, cuando hay situaciones críticas en la convivencia social o política del país, tiene aquí igual validez. Aunque es necesario considerar dos cambios cuestionables de un texto al otro. Primero: La Comisión Experta reintrodujo, en los estados de excepción, el de emergencia en caso de “grave alteración del orden público o de grave daño para la seguridad interior, en cuyo caso pueden restringirse las libertades de locomoción y de reunión”. Y segundo: en el descriptor de la declaración del estado de sitioel texto de la Comisión Experta ya no habla de “conflicto armado interno” sino “de guerra interna”.
Es todavía más crítico que la Comisión Experta haya dejado fuera del texto constitucional la Defensoría del Pueblo, que la propuesta de la Convención trae consigo. Esta instancia debía fiscalizar el cumplimiento de las obligaciones del Estado en memoria y justicia sobre el genocidio de pueblos indígenas, así como los crímenes de lesa humanidad cometidos bajo la dictadura, y se le asignaba la responsabilidad de fiscalizar a los órganos del Estado en sus obligaciones en lo referente a los pactos, tratados y convenciones internacionales suscritos por Chile en el amplio campo de los Derechos Humanos.
El texto aprobado con un aplauso unánime por la Comisión Experta recibió de entrada más de mil indicaciones en el Consejo Constitucional. El mayor número de ellas son de autoría republicana. No es tan extraño finalmente porque este sector pasó de una representación mínima en aquella Comisión a tener la mayor parte de los asientos en la distribución de las distintas fuerzas políticas en este Consejo. El abanico de las indicaciones que se presentaron es amplio, aunque, como era previsible, los del bando republicano se focalizaron –junto a restricciones ultraconservadoras de los derechos sexuales y reproductivos– en los asuntos así llamados de seguridad, que, finalmente, bajo este pretexto, apuntan a reforzar el control represivo de los derechos ciudadanos y las libertades democráticas.
Se ratifica lo anterior con las últimas movidas republicanas en el Consejo Constitucional, donde al controlar las comisiones en que serán votadas las enmiendas, pretenden asegurar, junto a normas valóricas retrógradas, un texto constitucional que en la práctica permite la imposición desde el Ejecutivo de estados de excepción prorrogables, y por tanto de carácter cuasi permanente, quedando así establecida la legitimidad dada por la Carta Fundamental a un régimen civil-militar con el pretexto del orden y la seguridad.
Así entonces la bancada republicana de extrema derecha (aunque sea más corto referirse a ellos sólo como “republicanos”, ocurre que este término tiene un valor patrimonial que es propio de todo el arco político, desde los de derecha a los de izquierda, y si para aquéllos un referente son los republicanos de Estados Unidos, para éstos esa denominación remite directamente a la memoria de los republicanos españoles) ingresó una indicación que se sitúa en el polo opuesto al de la comunidad de principios que todos los países del mundo, incluido Chile, suscribieron al firmar la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y es que el Sistema de Naciones Unidas, sobre este fundamento, ha promovido la adopción de declaraciones, tratados o acuerdos para el resguardo y desarrollo de estos valores en los distintos campos del quehacer de los países que integran este organismo mundial, siempre con la premisa de que nunca el principio de autonomía de los estados integrantes se use para desconocer los principios de estos derechos mundiales.
Esta indicación republicana de extrema derecha pretende darle un rango “infra constitucional” a los tratados internacionales de derechos humanos, esto es, desconociendo de entrada que las constituciones de los países adscritos a la ONU deben incorporar, reconocer, respetar y aplicar en sus políticas públicas y en sus distintos niveles de convivencia social, política, cultural o ambiental tales premisas universales.
En concomitancia con lo anterior no resulta sorprendente, pero es del todo cuestionable, que los consejeros de extrema derecha pretendan sumar a las Fuerzas Armadas y de Orden al mismo bando de quienes desconocen la constitucionalidad de los derechos humanos según los principios de universalidad que estos expresan, en la idea de llevar a los efectivos militares y policiales nuevamente por el camino extremo de la comisión de crímenes de lesa humanidad, y por ende, viene a ser muy revelador de sus intenciones preocuparse ahora de la suerte de los que están internos en Punta Peuco, justo cuando en los círculos conspirativos pretenden volver a golpear las puertas de los cuarteles para que los uniformados se hagan cargo otra vez del trabajo sucio.
Igual resulta alentador que las indicaciones oficialistas del Consejo Constitucional -más allá de la suerte que corran y más no sea por el valor de la coherencia- puedan reivindicar con más fuerza y propósito aquellas partes de la Convención referidos expresamente a la protección de los derechos humanos, como lo es la Defensoría del Pueblo, o Defensoría Ciudadana si este nombre pareciera más pertinente.
4. Conclusión Inclusión
Más que una conclusión de lo ya dicho, que lo damos por concluido, aquí nos falta dar principio a la inclusión. No de este texto sino de aquello que parece haberse ido quedando atrás en el tiempo: el trabajo político, social y cultural directo con la ciudadanía para incluirla ampliamente en los procesos transformadores de la sociedad, en un sentido de justicia solidaria. No alcanza con la sola implicancia de quienes desempeñan responsabilidades públicas, con un compromiso progresista por los cambios, si hay una desconexión con los sentires de la mayoría. Más aún cuando se ha extendido el prejuicio de que ocupar puestos importantes en la administración pública conlleva la sospecha de que su motivación no es el bien público sino el bien privado. Incluir a las y los ciudadanos sin exclusiones es una invitación de reciprocidades, para reunir todos los colores que se requieran para una policromía por los cambios. Un proceso donde el protagonismo del pueblo ciudadano debe volver a activarse con nuevas ideas y renovadas convocatorias.
No hay un vínculo único y obligado de causa y consecuencia entre la crisis de sociabilidad y el copamiento militar del Estado. Pero esto es inevitable si es que una conciencia política formada en las convicciones democráticas junto a una práctica sociocultural motivada por los derechos humanos no logra ser hegemónica en la sociedad. Visto así se trata de una cuestión de seguridad.
De “seguridad nacional” cuando no se entiende o se rechaza que los pueblos indígenas aspiren a ser reconocidos como naciones, y que ello será viable cuando el Estado de Chile admita la diversidad de pueblos y naciones étnicas que componen el pueblo soberano de la nación política chilena. De “seguridad ciudadana”, cuando ésta no queda circunscrita sólo a un cuerpo de patrulleros municipales, que secunda a la policía ante la ocurrencia de delitos que se están cometiendo, sino que apoya proactivamente las iniciativas barriales –no de cierres y encierros– en espacios públicos abiertos pero protegidos, para encuentros familiares o de amistades, o para llevar a cabo iniciativas sociales o culturales. Y de “seguridad humana”, tal como la ha promovido Naciones Unidas, que cuestiona con razón las inseguridades de la pobreza y el desempleo; el abandono de los adultos mayores; la discriminación de los jóvenes; las precariedades de la salud pública; la contaminación ambiental, y, por cierto, la represión de las libertades y dignidad de las personas en situaciones de guerra, regímenes autoritarios o dictaduras totalitarias.
Una propuesta inclusiva o no excluyente de sociabilidad debe abrirse definitivamente a una concepción amplia de la ciudadanía para todas las personas que se encuentran bajo la soberanía de un estado democrático, de derecho y de derechos humanos. Que no se limite a quienes han cumplido dieciocho años, que no excluya a quienes han sido condenados a pena aflictiva, o que no se le reconozca a los extranjeros con residencia legal en el país. Es que la ciudadanía no puede restringirse al derecho a sufragio. El derecho a voto o a ser elegido para cargos de representación política en el Estado puede ser regulado por edad; y las personas que están cumpliendo una pena de presidio no pueden desempeñarse como autoridades públicas. Es así; es una restricción válida. Pero cuando una Constitución asegura a todas las personas el ejercicio de sus derechos sociales, el respeto a su dignidad humana y la garantía de sus libertades fundamentales les está reconociendo su condición de ser ciudadanas o ciudadanos, y, por ende, el ejercicio amplio de la ciudadanía en un Estado de Derecho.
Esta comprensión amplia y no restringida de la ciudadanía es lo que le da sentido, coherencia y empoderamiento a la participación ciudadana, más allá del derecho a voto o a ser elegido. La Carta Iberoamericana de Participación Ciudadana en la Gestión Pública (adoptada por la XIX Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, Portugal, 2009) señala que “se entiende por participación ciudadana en la gestión pública el proceso de construcción social de las políticas públicas que, conforme al interés general de la sociedad democrática, canaliza, da respuesta o amplía los derechos económicos, sociales, culturales, políticos y civiles de las personas, y los derechos de las organizaciones o grupos en que se integran, así como los de las comunidades y pueblos indígenas”.
Democracia representativa y democracia participativa son dimensiones políticas de una misma democracia ciudadana. Son ámbitos propios de una democracia inclusiva la participación ciudadana en el sistema político, en la gestión de las políticas públicas, en la sociedad civil organizada y en las relaciones económicas y ambientales. Y es que constituye un principio de la teoría política reconocer que, si para bien o para mal, el poder es un hecho, la participación ciudadana es un derecho. Para un paradigma antiguo lo público es lo estatal, y el gobierno de lo público es una función exclusiva del Estado. Para un nuevo paradigma: lo público es lo societal como lugar de convergencia de lo político, lo económico y lo cultural, y el gobierno de lo público es una función inclusiva del Estado.
A fin de cuentas, las personas son ciudadanas en cuanto constructores sociales de la realidad. El principio de legitimidad de toda democracia es la soberanía popular. Se manifiesta como “pueblo” en cuanto expresión soberana de las y los ciudadanos con derecho a voto, quienes libremente deben elegir de entre sí a quienes se hacen cargo de las funciones públicas. Mas el conjunto de la ciudadanía con sus derechos humanos y libertades democráticas debe definirse como más amplio que el subconjunto de las y los ciudadanos con derecho a voto.
El involucramiento directo de las personas, en cuanto ciudadanas y ciudadanos –no sólo a través de sus representantes–, en sus demandas sociales o en la defensa de sus derechos tiene una importancia determinante para las transformaciones que se requieren para vivir en una sociedad más justa. Pero claro, ello supone un proceso de empoderamiento formativo para darle sentido político a una conciencia crítica. Sin embargo, ello se ha vuelto muy difícil de conseguir a causa de la no continuidad o abandono en que cayeron las instancias de educación popular por parte de las organizaciones no gubernamentales, el trabajo de base de los partidos políticos, la autoformación de los colectivos de mujeres, los cursos realizados por asociaciones sindicales y poblacionales, las iniciativas culturales de los centros juveniles o el trabajo pastoral de los impulsores de una teología de la liberación.
Hay que asumir los desafíos inéditos que abrió el acceso masivo de las redes digitales para los diálogos formativos que se requieran, aunque no a costa de sacrificar la presencialidad de las experiencias directas de valor solidario o pedagógico. Un ejemplo notable de esto tuvo lugar en los meses más difíciles de aislamiento a causa de la pandemia, donde volvieron a implementarse las ollas comunes tan propias del tiempo de la resistencia social al modelo económico de la dictadura neoliberal.
En fin, lo que se ha vuelto imperativo es deselitizar la política progresista y afirmar ésta en movimientos de la ciudadanía que se identifiquen con los valores de la libertad y la liberación de las injusticias sociales, en la gran tarea común de reconfigurar una sociabilidad solidaria y no violenta, y de tornar imposible el copamiento militar del Estado, para así hacerse cargo de las revoluciones de este siglo.