Cuando las migraciones se transforman en arma política. Por Gilberto Aranda Bustamante

por La Nueva Mirada

Cuando Enrique Santos Discépolo describió el siglo XX como “cambalache, problemático y febril” ni siquiera imagino que el XXI llevaría su tango al paroxismo: todo de cabeza, con nuevas derechas esgrimiendo el identitarismo en sentido gramsciano –para crear contra hegemonía en el campo cultural- y nuevas izquierdas recuperando la dimensión schmittiana   de la confrontación política agonista entre enemigos (Mouffe, 2018). De tal manera que la relevancia por la reparación de diversas identidades marginalizadas/excluidas, prevaleciendo sobre el clásico clivaje de pugna entre clases sociales, pasó a ser el eje central de la izquierda posmoderna de post Guerra Fría. Esta tiene entre sus principales puntos de fricción, por ejemplo, la demanda por el uso de un lenguaje inclusivo, a menudo respondida por la reacción de las derechas radicales que encuentra entre sus principales nichos la cuestión de los movimientos migratorios incrementados con la profundización de la desigualdad ínsita al sistema económico. En palabras del politólogo estadounidense Mark Lilla (2018) “En cuanto presentas un asunto en termino de identidad, invitas a que tu adversario haga lo mismo”.

Por supuesto que nada nuevo bajo el sol. La política de repeler movimientos humanos de escala mayor es tan antigua como la muralla china, que se erigió precisamente con el objetivo de repeler a pueblos nómades esteparios de los Xiung-nu (conocidos en Europa como “hunos”) que “acosaban” al Celeste Imperio Han. Roma también se parapetó ya fuera tras empalizadas de magnitud (Limes Germanicus) o muros de piedra (Muralla de Adriano) para proteger su civilización de quienes consideraban “bárbaros”. Ciertamente sigue dependiendo mucho el punto de vista, dado que mientras la historiografía francesa se refería a “las grandes invasiones”, la escuela alemana desde temprano prefería hablar de “grandes migraciones”.

En cualquier caso, desde entonces la teichopolítica (expresión acuñada por el geógrafo francés Stéphen Rosiere en 2008 para referir a la política de levantar dispositivos artificiales cuyo fin era controlar la movilidad humana a través de una frontera político-cultural) ha sido una constante de la historia humana. La lista reciente es dilatada. El muro de Berlín, la muralla en la Cisjordania de los Territorio Autonómicos Palestinos, o aquel enclavado siguiendo el curso del Río Grande para evitar la infiltración de mexicanos y centroamericanos en espacio de Estados Unidos. La idea siempre es la misma: separar artificialmente dos Estados para que una autoridad política discrimine quién puede ingresar y quién no. El fin de la Guerra Fría lejos de debilitar esta práctica la fortaleció, conviviendo contradictoriamente con el aperturismo fronterizo para el movimiento de mercancías, servicios y capitales. Se trata de otro acápite de las antinomias de la globalización, que encontró cierta justificación en la privación de enemigos equivalentes para un Estados Unidos que había ganado el conflicto bipolar por lo que apareció el concepto de “Amenazas Asimétricas” en la que narcotráfico y crimen organizado convive con las migraciones. Y aunque las imágenes de balseros en el Caribe o pateras en el Mediterráneo fueron comunes a inicios del siglo XXI, es a partir de la crisis financiera subprime de 2008 y la inauguración del ciclo de protestas desde el centro (Ocuppy Wall Strett) la semi-periferia (indignados) y los márgenes (primaveras árabes), que la cuestión migratoria trepa a niveles superlativos, particularmente con el caso de los sirios e iraquíes huyendo hacia Europa en 2015 y 2016, las caravanas de centroamericanos con dirección a Estados Unidos durante la administración Trump, o la llegada masiva de venezolanos a Colombia, Perú y Chile desde 2014, con renovado brío durante la pandemia.

Una respuesta disciplinaria al reto migratorio provino desde el constructivismo de la Escuela de Copenhague (Ole Weaver y Barry Buzan entre otros) que reflexiona críticamente acerca de la “securitización” de la agenda política, es decir de la gestión de emergencia de diversos temas que al ser extraídos del debate público podían re-alojarse fuera del ámbito de control democrático. Desde esta perspectiva cobra fuerza la idea de la “crimigración” (Stumpf, 2006) que correlaciona directamente la migración con el incremento de la criminalidad permitiendo el abordaje de los desplazamientos humanos masivos desde la seguridad “interior”, y facilitando su tratamiento con herramientas estatales de excepción. Manifestación de lo anterior es la superposición de una legislación punitiva como política para detener los flujos migrantes, por ejemplo estableciendo como graves delito el ingreso o egreso irregular, o la expulsión inmediata de quienes entraran por lugares no habilitados, independiente de las circunstancias. Adicionalmente habría que agregar al menos otras 2 dimensiones anexas: aquella que se aproxima a las migraciones desde definiciones nativistas que advierten los desafíos que involucraría para las identidades nacionales esencializadas, y finalmente un acercamiento desde indicadores socio -económicos que convierten al migrante como un potencial competidor o “usurpador de puestos de trabajo”.

Mientras la última ha sido parte de los repertorios discursivos liberal conservadores y centristas –incluso de ciertas izquierdas-, las dos primeras categorías despuntan fuertemente en el discurso de las nuevas derechas radicales ya sea en el relato de Trump, Le Pen, Bolsonaro o Kast (sin olvidar algunos casos fuera de ese campo político como las propuestas del entonces candidato Pedro Castillo en Perú). Con todos sus matices, que van desde el proteccionismo con dosis soberanistas en ciertas versiones, y el abierto neoliberalismo en otras, el sostenido incremento de la migración irregular de los últimos años ha provocado que en el denominado nacional populismo de derechas (Taguieff, 2002; Eatwell y Goodwin, 2018), o si se prefiere post fascismo (Traverso, 2018), la xenofobia se transformara en una de sus marcas registradas. Piénsese en el arranque de la campaña electoral de Trump en junio de 2015 cuando aseguró que los mexicanos portaban “drogas, crimen y eran violadores”. Marine Le Pen, con estilo más sofisticado que el ex mandatario de Estados Unidos y a su propio padre, transitó desde un discurso de la preferencia a la prioridad nacional de sus compatriotas respecto a los extranjeros en la provisión de servicios sociales por parte del Estado francés. El expediente del oportunismo electoral también lo aprovechó VOX al criticar agriamente la decisión del gobierno de Pedro Sánchez de autorizar el desembarco de 43 argelinos y 11 marroquíes en Valencia rescatados por la nave “Aquarius” en junio de 2018, conforme a su doctrina islamofóbica. Más recientemente la crisis de ingresos irregulares de venezolanos en Colchane, con uno de sus episodios más dramáticos en la quema de pertenencias de migrantes sin techo en Iquique el 25 de septiembre pasado, fue explotada por el abanderado presidencial del Partido Republicanos para confirmar su “solución” programática: una zanja y alambrada que impidiera la entrada de indocumentados a territorio chileno.

Sin embargo, la utilización de las migraciones como expediente de lucha política ya no solo se remite al nivel doméstico, y frecuentemente se instala en la política exterior entre diversos Estados. El último acápite es la crisis desatada entre Polonia y Bielorrusia en que Varsovia acusa a Minsk de facilitar el visado de tránsito de 3 mil refugiados kurdos iraquíes, sirios, afganos y cameruneses para llegar a la frontera polaca e intentar ingresar al país cerca del cruce fronterizo de Kuznica, en una prolongación de una situación similar que enfrentó durante la primavera boreal al Presidente Lukashenko y autoridades lituanas. El partido gobernante polaco, el nacionalista y conservador Ley y Justicia reaccionó con el despliegue de 12 mil efectivos para prevenir el ingreso irregular en su territorio, así como arrestar y deportar cualquier tipo de infiltración. La situación es delicada por acaecer en una de las líneas de fractura civilizacional prevista por Huntington en sus afamado “Choque de Civilizaciones” (1996) – aun cuando una observación perspicaz repararía en las similitudes de dos nacionalismos en colisión directa-, sin embargo, no es nada de novedosa. Hechos de este tipo ocurrieron durante las migraciones masivas de sirios entre 2015 y 2016 a través de la ruta de los Balcanes, en las que los solicitantes de refugio se enfrentaron al Presidente Orban de Hungría así como a otros Estados como Macedonia, sin olvidar la ruta por las islas griegas que también complicó a dicho país.

Presidentes Orban (Hungría) y Erdogan (Turquía)

En la ocasión el Presidente turco Erdogan sacó ventaja de la presión ejercida por los desplazamientos para afirmar su indispensable posición ante el bloque europeo. De hecho finalmente Merkel y Ankara convinieron un acuerdo. Turquía se comprometió a retener y hacerse cargo de los refugiados pare evitar su avance hacia la Unión Europea mientras Bruselas pagaba como contrapartida 6 mil millones de euros, básicamente el mismo derrotero que seguiría Trump en sus negociaciones con México -usando a dicho país como su gendarme-, aunque bajo la amenaza de suspender las ventajas comerciales y la voluntad de integración económica entre ambos Estados. Desde España diversos analistas y medios oficiales afirman que el Marruecos de Mohamed VI siguió dicho guión al copar en breve lapso temporal en mayo último su enclave de Ceuta con miles de migrantes, muchos apenas niños sin adultos acompañantes.

Aunque el esquema tiene antecedentes, este pulso incorpora algunos elementos originales, por ejemplo, la denuncia de Varsovia de que se trataría de una represalia encubierta de Lukashenko ante las sucesivas sanciones económicas occidentales después de la represión del gobierno de Minsk contra los movimientos de oposición democratizadora bielorrusa. La paradoja estriba en que el alambrado de púas en la frontera o la situación crítica de personas varadas en un área climática próxima a experimentar un descenso abrupto de temperaturas condenaría a cientos a la hipotermia, debilitando el argumento polaco a favor de los derechos humanos, y facilitando a Lukashenko afirmar que Polonia –también reprendida por la Unión Europea por reformar su judicatura y aprobar una ley antiaborto- desconocía los derechos de quienes pedían protección.

El asunto termina de enredarse con la imputación de que Moscú jugó un papel crucial en este drama. Polonia y los Estados Bálticos señalan a Putin como el artífice de una estratagema cuyo heraldo es el mandatario bielorruso y que no sería otro que desestabilizar al bloque europeo mediante la acción sobre un tema en la que tiene vulnerabilidades y escaso consenso. Desde luego la advertencia de Moscú a su aliado bielorruso respecto a cuidar no se interrumpiera el suministro energético a Occidente permite inferir cierto asidero de las acusaciones polacas. Éstas apuntan a un conflicto híbrido, tipo de ataque inspirado en la doctrina Gerasimov, provocado para exponer imágenes distorsionadas mediante la manipulación informativa de una gestión de la fuerza ante una crisis humanitaria que termina erosionando la confianza de la opinión pública europea en sus instituciones comunitarias y horadando la cohesión social. Sin embargo, hay otra parte de la que se habla menos: este tipo de abordaje es combustible para nacionalismos y programas populistas de todo tipo que terminan por campear en todas partes.

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