El presidente Joe Biden inauguró hace unos días la Cumbre de las América con una inexacta oda a la democracia. Se puso solemne y dijo: «En un momento en que la democracia está amenazada en el mundo, mostremos que la democracia no es solo el rasgo definitorio de la historia de las Américas, sino que es el ingrediente fundamental para el futuro de América». Solo le faltó cantar alguna estrofa de Imagine.
Seamos precisos: no hay región en el mundo que no sufra una severa adulteración de la democracia. Lo extraño es que Biden se refiriera a ese asunto en un tono casi bucólico. Muchos países tienen sistemas políticos que no son democráticos, o que lo parecen sin serlo. Se trata de sucedáneos que contienen una cantidad de democracia pequeñita, para engañar el ojo. Hay corrupción, desigualdad, impunidad en las altas esferas, manipulación de la opinión pública, corporaciones privadas que fabrican leyes a su medida y gobiernan de facto en vastos territorios, ministros millonarios que tienen cuentas clandestinas en paraísos fiscales, presidentes que son lavadores de dinero o traficantes de drogas. También hay racismo, odio, tiroteos. Es difícil que la democracia exista con tales «ingredientes».
En el caso de América Latina y el Caribe hay que agregarle: violación sistemática de los derechos humanos, distorsión de los procesos electorales (cuando los hay), personas encarceladas por razones políticas, golpes de Estado disfrazados, activistas sociales asesinados o desaparecidos, comunidades indígenas hostigadas y arrasadas, periodistas acosados noche y día, sistemas de justicia cooptados por los gobiernos, fuerzas militares sin control, policías sin control, aparatos de inteligencia sin control, finanzas públicas sin control. Esa es nuestra verdadera historia.
Tales son algunos de los ingredientes de ese producto que se vende alegremente en foros internacionales (como la Cumbre de las Américas) y en los grandes medios de comunicación hegemónicos: la democracia. Si tal producto tuviera etiquetado obligatorio, seguro que diría: «Símil democracia».
Un buen ejemplo de ello es México. Un partido hegemónico, el PRI, se entronizó en el poder durante sesenta años consecutivos, con represión y asesinatos incluidos, todo recubierto con un fondant de democracia bastante bien hecho, hay que admitirlo. «México es una dictadura perfecta», dijo Vargas Llosa allá por 1990. Y era verdad: sin saberlo, los mexicanos consumieron durante décadas un sucedáneo de democracia. Habían vivido en un régimen dictatorial astuto y camuflado. «En México no hay más dictadura que la del PRI», había señalado Octavio Paz veinte años antes, en 1970.
Pero nadie debe engañarse: México no es una excepción. En casi todo el mundo pasan cosas parecidas. Del otro lado de su frontera, Estados Unidos muestra la misma cara. Presidentes mentirosos o golpistas (Nixon, Bush I, Bush II, Clinton, Trump) gobernadores corruptos (Blagojevich, Dwyer, entre otros), elecciones impugnadas (en 1800, 1824, 1876, 1960, 2000, 2020), abstencionismo crónico (43 por ciento de promedio en las últimas once elecciones presidenciales), más las periódicas invasiones a otros países, el fomento de golpes militares, el asesinato teledirigido de miles de personas en territorios lejanos, la explotación sin piedad de los extranjeros sin documentos, las estafas monumentales (la llamada crisis de las subprimes en 2008), etc.
Y un simple vistazo a Europa nos muestra cómo personajes de tercer orden acaban, a golpes de euros y publicidad, como presidentes o primeros ministros o directores de organismos poderosísimos, para terminar a la vuelta de los años juzgados y condenados por delitos tales como enriquecimiento ilícito, administración fraudulenta, evasión fiscal o violación (Sarkozy, Rato, Berlusconi, Strauss-Kahn, entre otros).
Un segundo vistazo nos permite cruzar el canal de la Mancha para asomarnos a Londongrado, la capital financiera de la corrupción rusa, acunada a orillas del Támesis con imperial benevolencia por sucesivos gobiernos británicos (Brown, Cameron, May y el propio Boris Johnson, hasta hace un par de meses). ¿Para qué seguir? Ni vale la pena hablar de África o el sudeste de Asia, con presidentes de opereta y vidas de una fastuosidad absurda que, en ocasiones, han sido satirizadas por el cine y la televisión. Ni hablar de las satrapías petroleras de Oriente Medio, todas aliadas estratégicas de esa democracia a la americana proclamada por Joe Biden.
La escasa o nula participación ciudadana en la toma de decisiones, la distribución cada vez más desigual de la renta, la concentración de los medios de comunicación en pocas manos, las dificultades para acceder a la educación, el hambre en las primeras etapas de la vida y la segregación, entre otros factores, debilitan la democracia hasta volverla caquéctica e inoperante. Entonces, cada cuatro o cinco años aparece el truco de magia que hace desaparecer cualquier objeción formal y, de paso, renueva las esperanzas de millones de personas: las llamadas «elecciones libres».
Sin embargo, un estudio detallado de los mecanismos de esos procesos electorales lleva inevitablemente a la conclusión de que los mismos suelen estar viciados, que casi nunca son tan libres como se pretende y, en muchos casos, ni siquiera hay demasiado para elegir. El politólogo Andreas Schedler analizó con precisión, hace ya veinte años, las diferencias entre esas puestas en escena y las elecciones verdaderamente libres, es decir aquellas que muestran opciones reales, que son competitivas, sin trampas y con igualdad de oportunidades.
La democracia no es un rasgo definitorio de las Américas. Nunca lo fue, por lo que debe decirse que el presidente de Estados Unidos se equivocó feo en ese asunto. Nombró la soga en casa del ahorcado, porque su país ha sido un aliado incondicional de gobiernos antidemocráticos, cuando no dictatoriales y sangrientos (Guatemala, El Salvador, Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, entre otros). Aún hoy, la democracia es un bien mucho más escaso de lo que se supone, y las consecuencias de esa escasez, si bien se padecen en el presente, más se sufrirán en el futuro. Pero debe advertirse —y ejemplos sobran— que los pueblos se hartan de las falsas democracias y estallan. Así se producen las revoluciones, que casi siempre son sofocadas por Estados Unidos o sus lacayos, a puro bombazo y en nombre de la democracia.