Eduardo Halfon y su “Duelo” contra la memoria. Por Tomás Vio Alliende

por La Nueva Mirada

El autor guatemalteco, ganador del Premio Nacional de Literatura en 2018, escribe este libro sobre sus raíces y busca desenterrar lo que le pasó a un niño de cinco años que se ahogó en un lago y del que nunca más se supo.

“Se llamaba Salomón. Murió cuando tenía cinco años, ahogado en el lago de Amatitlán. Así me decían de niño, en Guatemala. Que el hermano mayor de mi padre, el hijo primogénito de mis abuelos, el que hubiese sido mi tío Salomón, había muerto ahogado en el lago de Amatitlán, en un accidente, cuando tenía mi misma edad, y que jamás habían encontrado su cuerpo. Nosotros pasábamos todos los fines de semana en el chalet de mis abuelos en Amatitlán, a la orilla del lago, y yo no podía ver ese lago sin imaginarme que de pronto aparecía el cuerpo sin vida del niño Salomón”.

De esta manera empieza “Duelo” (2017) uno de los tantos libros del guatemalteco Eduardo Halfon (1971) Premio Nacional de Literatura en 2018 y ganador de numerosos galardones. Halfon explora en esta novela corta, de alrededor de 100 páginas, su propia historia en relación a este niño que él nunca conoció y ya siendo adulto viaja a buscar su pasado, a reconocerlo en medio de la magia del lago Amatitlán, carcomido y contaminado con el paso del tiempo.  Más que los recuerdos de la infancia en Guatemala, hasta los 10 años, y la vida que le tocó vivir después en Estados Unidos, Halfon explora sus raíces como miembro de una familia judía con un abuelo de origen polaco que estuvo en campos de concentración y que incluso se sospecha que participó en un particular boicot de aviones en medio de la guerra.

Con toda esa carga familiar, Halfon no puede vivir sin saber lo que sucedió con Salomón en las aguas de Amatitlán. Nunca apareció su cuerpo, era un niño de cinco años, su tío, mayor que su padre. Hay un mutismo generalizado sobre el tema en la familia. Hay rabia, hay pena, mucho dolor que en el relato se combina con hechos cotidianos como la medición del tiempo y de los espacios que realiza con su nuevo reloj cronómetro de pulsera un Halfon niño. Con el novedoso objeto para la época, comienza a medir cuánto se demoran los viajes, los cambios de ropa para ir al colegio. Todo. Algo que en el libro no es aislado y que yo también practiqué cuando mi madrina me regaló mi primer reloj con cronómetro y calculadora. El escritor mide y cuenta la vida, cada uno de sus espacios. Simplifica lo que ve, lo que se respira y se siente. Controla lo incontrolable, lo que solo el paso del tiempo es capaz de cambiar.

En medio de la búsqueda de Salomón, Halfon recuerda que existe otro Salomón, el de una foto, un pariente que también murió muy joven, pero en Estados Unidos. Se supone que nació enfermo, con problemas ¿Será el mismo, será otro? Es parte de lo que indaga el narrador en esta suerte de viaje que emprende en un Saab color zafiro, prestado por sus amigos, para enfrentarse, ya de adulto, con su infancia en Amatitlán. El recorrido no es en vano, se reencuentra con Isidoro, el campesino que conoció en su niñez y que le entrega pistas sobre su pasado y le da el dato de una curandera que puede ayudarlo a saber qué pasó con Salomón. Si la indagación resulta victoriosa o no, eso lo decidirá el lector. El libro crea a lo largo de todas sus páginas una permanente expectativa de lo que existe y también se desvanece. Esa sensación propia de la incertidumbre, de la desaparición, la herida abierta que deja el que, sin quererlo, se mantiene oculto producto de una muerte indescifrable.

Seleccionado en 2007 por el Hay Festival y Bogotá Capital Mundial del Libro como uno de los treinta y nueve escritores latinoamericanos menores de 39 años más importantes, el autor guatemalteco ha dicho que toda su escritura y sus libros – desarrollados todos en español, a pesar de que gran parte de su existencia la ha vivido en Estados Unidos- son parte de​ una búsqueda de sus raíces, de comprender su propia identidad. Eso se nota en “Duelo”, donde un ejemplo tan simple como la respuesta que le da su abuelo cuando le muestra la inscripción tatuada en su antebrazo producto de una larga estadía en campos de concentración. Halfon niño le pregunta qué son esos números. El abuelo le contesta: es mi teléfono, lo escribí ahí para recordarlo. El escritor, de corta edad en ese entonces, inocentemente le cree porque es su abuelo y porque, a pesar de todas las fatalidades y contraindicaciones, es la memoria la que prevalece y no se borra, aunque a muchos les cueste reconocerlo.

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