“El chico sucio” de Mariana Enríquez. La bofetada de realidad que no queremos ver. Por Karen Punaro Majluf

por La Nueva Mirada

Mariana Enríquez entró como un huracán a la escena literaria argentina con su libro de cuentos “Las cosas que perdimos en el fuego” (2016), pues presenta, a modo de historia policial, la cara oculta de la pobreza, delincuencia, narcotráfico y abandono que azotan a la parte no turística de Buenos Aires.

“El chico sucio”, por su título, ya ubica al lector frente a una idea que se preconcibe respecto a la posible historia de un niño pobre. Sin embargo, la narración de Enríquez sorprende al romper el esquema que suponía un cuento alejado de la rudeza con que fue concebido.

Perspectivas de análisis

Para analizar la literatura, en general, tenemos dos perspectivas: la del lenguaje y la del lector, entiéndase este último como el diálogo que se entabla entre el que lee y lo que lee.

Anterior al movimiento intelectual del Formalismo Ruso, la literatura se analizaba a partir de la historia del autor. Sin embargo, con la irrupción de un grupo de estudiantes que se reunían en la Sociedad para el Estudio de la Lengua Poética, poco antes que comenzara la Primera Guerra Mundial (1913), la literatura comenzó a examinarse en sí misma y su objetivo comenzó a ir desde el texto hacia afuera. Roman Jakobson define el guión central como el componente medio de la obra de arte.

Desde otra perspectiva, nos encontramos con la Nueva Crítica Americana, que tiene su base en el lenguaje. Se tiene en cuenta el efecto de extrañamiento, es decir la literatura no tiene que extrañar, el relato debe ser creíble aún cuando tenga rasgos de desautomatización (por ejemplo, animales que hablan).

La estilística y Nueva Crítica ven solo un elemento individual que le da sentido al texto y de la mano va la hermenéutica que es la ciencia de la interpretación.

Hans-Georg Gadamer, basado en Martin Heidegger, le dio un aire nuevo a la hermenéutica y planteó que las personas nos podemos comprender a través del tiempo, es decir, la literatura permite conocerse a uno mismo. Además, tenemos dos tipos de lector, el histórico y el implícito, ambos pertenecientes a la Escuela de Constanza.

El lector implícito, según Roman Ingarden comprende gracias a que sabe de literatura; mientras que Wolfang Iser plantea que los textos esperan ser interpretados por un lector.

La primera mirada: el lector y sus expectativas

Mi familia cree que estoy loca porque elegí vivir en la casa familiar de Constitución, la casa de mis abuelos paternos, una mole de piedra y puertas de hierro pintadas de verde sobre la calle Virreyes”.

El relato posiciona inmediatamente al lector frente a dos perspectivas, el verdadero origen social de la narradora y el lugar que ha escogido para vivir, un antiguo barrio de aristócratas venido a menos rodeado de prostitutas, travestis e indigentes que a la protagonista le causan una visión romántica que no necesariamente es compartida por el lector. “Me gusta el barrio. Nadie entiende por qué. Yo sí: me hace sentir precisa y audaz, despierta. No quedan muchos lugares como Constitución en la ciudad”.

La visión de ensueño que relata en primera persona la protagonista se contrapone con la pobreza, falta de políticas sociales y rudeza del ambiente. “En Constitución la gente de la calle está más abandonada, pocas veces llega ayuda. Frente a mi casa, en una esquina que alguna vez fue una despensa (…) vive una mujer joven con su hijo. Está embarazada”, descripción que lleva a cuestionarse por qué la narradora no razona sobre las causas de la pobreza de su entorno.  

La perspectiva cambia cuando la protagonista relata el episodio que tuvo con el niño, hijo de la mujer embarazada. Lo primero que cambia es el tiempo verbal del cuento, ahora narra pasado: “una noche, después de cenar, sonó el timbre (…) Cuando miré por la ventana a ver quién era (…) vi que ahí estaba el chico sucio”, para luego manifestar cierta empatía por el pequeño que dice tener cinco años.

Tras invitarlo a comer y proponerle salir a tomar un helado, inmediatamente el lector se pregunta ¿por qué no le dio un baño? El chico no lleva zapatos, ¿era posible que le cubriera los pies con algo y no dejarlo caminar por las calles inmundas descalzo? La descripción que hace Enríquez es distante: “Quería que fuera un chico amable y encantador, no este chico hosco y sucio que comía el arroz con pollo lentamente, saboreando cada bocado, y eructaba después de terminar su vaso de Coca-Cola que sí bebió con avidez”.

El niño sucio parece desagradable. Para lograr empatía es necesario hacer el trabajo de pensar que se trata de un niño, pobre, que vive en la calle y se sustenta de pedir dinero a cambio de estampitas de San Expedito.

Tampoco es fácil entablar identificación afectiva con la madre del niño, pues se la presenta como una adicta que “fuma paco y la ceniza le quema la panza de embarazada (…) jamás la vi tratar con amabilidad a su hijo, el chico sucio. Hay algo más que no me gusta”.

El proceso culminante de esta primera etapa del relato se manifiesta cuando la protagonista, la madre y el niño se encuentran. “Cuando se terminó el helado, el chico sucio se levantó del banco en el que nos habíamos sentado y salió caminando para la esquina donde vivía con su madre (…) Su madre estaba sobre el colchón (…) Ella estaba furiosa. Se me acercó rugiendo, no hay otra forma de describir el sonido”.

Tras el incidente, la protagonista se enoja con el niño, “el chico sucio miraba el suelo, como si no estuviera pasando nada, como si no nos conociera, ni a su madre ni a mí. Me enojé con él. Qué desagradecido el pendejo, pensé, y salí corriendo”.

Las dudas

El lector de “El chico sucio” se pega un “frenazo” cuando la trama da un giro inesperado: en el barrio han encontrado a un niño muerto, decapitado. Hacía días que la mujer embarazada y su hijo habían desaparecido del lugar, como si nunca hubiesen existido y ahora regresaban como un tsunami a la vida de la protagonista, quien piensa que se trata de “su niño” al que han matado.

Una serie de pistas se entregan al lector para guiarlo a pensar que el niño asesinado es el chico sucio: la noche que salieron a comprar el helado él habló sobre los rituales de magia negra que se hacen en Constitución, los cuales se condicen con el tipo de crimen cometido; la madre no ha ido a reclamarlo, por lo cual es probable que la embarazada, quien nunca mostró interés por el hijo, ni se haya enterado de su muerte; y justo desapareció del barrio unos días antes.

La protagonista le plantea estas interrogantes a su amiga Lala, una travesti amable que le lleva el amén. Todo indica que el pequeño ha sido víctima de un sacrificio de carácter demoníaco. El lector se empapa de sentimientos encontrados, ahora es el niño quien genera empatía, mientras que la narradora pasa a ser juzgada al igual que en párrafos anteriores lo fue la madre del pequeño. “Estaba segura de que el chico sucio era ahora el chico decapitado. (…) ¡Por qué no lo cuidé, por qué no averigüé cómo sacárselo a la madre, por qué al menos no le di un baño!”.

Y cuando ya el lector está seguro de que se trata de una pobre madre adicta a quien unos narcotraficantes creyentes en San La Muerte le han asesinado a su pequeño, la historia da un tercer giro: una mujer llamada Nora llega a reclamar el cuerpo de Nachito, su hijo. El crimen fue la noche en que ella estaba dando a luz a su bebé y nada tenían que ver con la mujer callejera y el chico sucio.

¿Existió?

Así como cuando el lector se enfrenta a la historia que narra Juan Pablo Castel en primera persona en El Túnel (1948) y duda de la veracidad de los hechos descritos; en “El chico sucio” sucede algo similar, pues la narración es en primera persona, nadie más sabe algo del pequeño y la protagonista comienza a mostrar rasgos de inestabilidad mental una vez ocurrido el crimen.

Soñé con el chico sucio. Yo salía al balcón y él estaba en medio de la calle. Yo le hacía señas con la mano para que se moviera porque venía un camión muy rápido. Pero el chico sucio seguía mirando para arriba, mirándome a mí y al balcón, sonriendo, los dientes mugrientos y chiquitos. Y el camión lo atropellaba y yo no podía evitar ver cómo la rueda le reventaba el vientre como si fuese una pelota de fútbol.

Las relaciones sociales de la protagonista se ven mermadas. Teme salir a la calle. Toma taxi para andar apenas cinco cuadras. Se enfrenta con su entorno: “visité varias veces a mi madre y cuando me pidió que me mudara con ella, un tiempo al menos, le dije que no. Me acusó de loca y discutimos a los gritos, como nunca antes”.

¿Habrán existido el chico sucio y su madre-embarazada-adicta? ¿Serán producto de la imaginación de la protagonista? ¿Si era capaz de ver con ensoñación un barrio tomado por prostitutas y narcotraficantes, puede haber imaginado la historia de una familia que vive en la calle?

La protagonista relata un último encuentro con la adicta, a quien ahorca presionándola para que le diga qué pasó con el chico sucio. La mujer niega tener hijos y trata de zafarse de las manos de la narradora. Cuando logra huir, se produce el desenlace de la historia.

La chica adicta se soltó de mis manos y empezó a correr, despacio: estaba medio ahogada (…) ¡Yo se los di! —me gritó. El grito fue para mí, me miraba a los ojos, con ese horrible reconocimiento. Y después se acarició el vientre vacío con las dos manos y dijo, bien claro y alto: —Y a éste también se los di. Se los prometí a los dos”.

Nuevamente un encuentro solitario. ¿Se trata de un final abierto? En lector tiene dos caminos, cree en la historia que le han contado u opta por pensar que se trata del relato de una desquiciada que fantaseó una historia basada en la realidad que se vive en los barrios pobres de Buenos Aires.

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