“El ciervo de Dreux” y el secreto del bosque de Maryland. Por Tomás Vio Alliende

por La Nueva Mirada

Un cuadro del siglo XIX es capaz de gatillar sensaciones y emociones que pueden cambiar una vida entera.

“Nervio óptico” (2014) se llama el libro de María Gainza, una escritora y crítica de arte argentina que a través de distintos relatos va contando lo que le pasa de manera personal con distintas obras. El primer relato se llama “El ciervo de Dreux” y en él muestra lo que le sucede con un cuadro pintado por Alfred de Dreux, una obra que se encuentra en el Museo de Nacional de Arte Decorativo, en el límite entre los barrios Palermo y Recoleta en Buenos Aires. Aunque Gainza opina que el cuadro, por su técnica, es convencional, le llama la atención, especialmente por el rostro del ciervo agonizante, perseguido y atacado por una media docena de perros, a punto de desplomarse en el suelo de una zona rural europea.

Se respira desazón en la obra, la lengua afuera es el gesto de agotamiento, víctima de este deporte popular y señoril del siglo XIX, donde los hombres practicaban con los animales para la guerra. Los tonos café y verde de la obra y el venado, mirando fijamente al espectador, me hicieron recordar un episodio que viví en mi adolescencia y que cuando lo recuerdo, aún me estremece.

Yo tenía unos 14 años y vivía en el estado de Maryland, Estados Unidos. Un profesor, conocido de mi padre, nos invitó a almorzar con él y su familia a su casa, un lugar fabuloso, rodeado de naturaleza. De la comida recuerdo los aromas y sabores y unos postres de galleta con chocolate muy buenos, cocinados especialmente por la esposa del anfitrión. Después de almorzar salimos a   caminar. Aunque llovía un poco, yo estaba feliz estrenando mis Yellow Boots, ideales para la lluvia que caía y se desplazaba por un paisaje hermoso, lleno de bosques y claros, justo detrás de la casa donde estábamos invitados. Cuando salimos a inspeccionar no estábamos solos, amigos del dueño de casa, adolescentes de mi edad o más chicos salieron también a recorrer. Yo estaba feliz, incluso recuerdo haber trotado un poco con mis zapatos nuevos, en medio de un claro, sorteando pozas y barro recién formado por el agua que caía del cielo. Entre tanta evasión y contemplación, en un momento quedé solo. No tuve miedo de perderme porque la casa estaba cerca y el día seguía siendo agradable para mí. Caminé un poco y me acerqué al bosque, me introduje en medio de los árboles, sintiendo esa sensación rara de sobrecogimento que solo la naturaleza es capaz de brindar. Me sentía feliz, a lo lejos escuchaba el eco de las voces de los invitados, pero ya estaba metido en la atmósfera especial de esa tierra, de esa vida. Una conexión que todavía puedo sentir treinta y seis años después.

Caminé un poco más y pude verla en medio del follaje: una cierva de cola blanca estaba ahí, inmensa, parada sobre sus cuatro patas en el suelo fangoso. Me miró fijo, me sintió. Me observó de la misma forma que lo hace el cervatillo de la portada de Anagrama del libro “En la tierra somos fugazmente grandiosos”, de Ocean Vuong. Quedé congelado, creo que ha sido uno de los momentos más bellos que me ha tocado vivir, un despertar cósmico, un renacer. Me parece que esto nunca se lo he contado a nadie, pero siento que existe un antes y un después de ese momento. “El primer día del resto de mi vida” es una frase manoseada que podría equivaler a que uno renace todos los días para luego esperar que venga el resto, lo que queda. La mirada de la cierva me conmovió, el negro intenso y profundo de unos ojos sin maldad. No estaba tan lejos. La belleza. Deben haber sido segundos que me parecieron una vida entera hasta que se dio media vuelta y se fue. “A beautiful creature must die” (“Una hermosa criatura debe morir”), dice la canción “Meat is murder”, de The Smiths y ahí volvemos al cuadro “La caza del ciervo”, de Dreux, a la brutalidad de los perros, a lo salvaje del deporte señorial. Menos mal que la cierva de Maryland, en ese entonces, se encontraba en un área protegida y habría sido muy extraño que fuera cazada o perseguida por una manada de perros.

No puedo olvidar la mirada de la cierva. Aunque parezca un poco loco o extraño, ese día marcó un antes y un después. Hizo que mi estadía en Estados Unidos valiera la pena, que me olvidara de la discriminación, la soledad, las ganas de largarme de una vez, de no volver más al colegio en el que estudiaba. Se me acabó la rabia y todos esos momentos negros que viven los extranjeros y no quieren recordar. Aunque suene increíble, los ojos de la cierva me ayudaron a creer en mí mismo, a pensar que no estaba solo, que tenía a mi familia, a mi amigo puertorriqueño JC, al vecino coreano con el que conversaba en la micro, a la profesora de arte y a mucha gente más que también estaba ahí. Es un cuadro, una simple obra como “La caza del ciervo” la que es capaz de gatillar tantas cosas que explotan dentro.

Eso es lo que logra también María Gainza con su “Nervio óptico”, extrapolando sensaciones y sentimientos a partir de sus historias reales que se inspiran en obras visuales. El secreto del bosque de Maryland ha dejado de ser privado, pero siempre va a estar conmigo. Los segundos de la mirada de la cierva los llevo guardados de manera profunda. Equivalen a la sensación de pertenecer, de seguir adelante.

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