“Cada vez que compongo siento una gran responsabilidad, porque quiero probar algo completamente original y que a la vez sea entendido”, declaraba Ennio Morricone hace algunos años en El País de España, refiriéndose a su sentido vital como creador musical. Quizá sea esta una de las claves más importantes para entender la universalidad que logró en su extensa trayectoria, que lo llevó a ser uno de los compositores más fecundos, populares y trascendentes en el mundo del cine. Medio millar de obras quedan como herencia en este campo –junto a innumerables otros trabajos de diversos estilos, incluidos los más contemporáneos y crípticos- tras su fallecimiento este lunes 6 de julio, a los 91 años.
Roma, siempre Roma
Nacido en el barrio del Trastévere de la capital italiana, su instinto musical y sus condiciones para componer se manifestaron ya a los seis años de vida. Su padre, Mario –trompetista-, le incentivó este talento y a los doce años ingresó al conservatorio para comenzar sistemáticamente sus estudios musicales de trompeta, flauta y composición. Se formó entonces como discípulo del músico Goffredo Petrassi, maestro cercano a las corrientes de vanguardia de la época, y bajo su influjo quedarán parte de sus primeras obras, incluidas Cuatro piezas para guitarra y dos obras vocales, Il mattino e Imitazione. Años más tarde compondrá las obras de cámara para viola y cinta magnetofónica Suoni per Dino y para ocho trombones Prohibido.
Los inicios en la década 50 se enmarcan también en obras no firmadas para producciones de Cinecittà. Una época de reencuentro con un amigo de infancia y compañero de colegio, el director de cine Sergio Leone. Con él universalizaría su carrera como compositor incidental para el séptimo arte, fundando el género del Spagghetti western. Por un puñado de dólares y El bueno, el malo y el feo son dos clásicos del estilo, aunque volverán a trabajar juntos en otro film atesorado por sus cultores –ya lejos del estilo que lo hizo popular- en “Érase una vez en América”.
En su condición de músico inclasificable, transitó por estilos tan diversos como parte de la gama de notables directores de cine con los que trabajó. Entre otros, Pier Paolo Pasolini y Los cuentos de Canterbury, El Decamerón y Saló o los 120 días de Sodoma y Gomorra; Brian de Palma y Los intocables; Bernardo Bertolucci y Novecento; Roman Polanski y Frantic; Édouard Molinaro y La jaula de las locas; Terrence Malick y Días del cielo; Sergio Corbucci y Los hijos del día y de la noche; John Carpenter y La cosa; Gillo Pontecorvo y La batalla de Argel; Pedro Almodóvar y ¡Átame!; Roland Joffé y La misión; Quentin Tarantino y Los odiosos ocho (ganadora de un Oscar), y uno de los más cercanos a él en sus últimas décadas, Giuseppe Tornatore y filmes como Estamos todos bien, Malena, Cinema Paradiso y El fabricante de estrellas.
Como datos freak cuentan además su colaboración musical en un filme erótico de la actriz porno y exdiputada la Cicciolina, rodado en Japón; la autoría de la marcha oficial del Mundial de Fútbol de 1978 en Argentina; la creación de una Missa Papae para celebrar al Papa Francisco; una obra íntima para cello solo llamada Monodia y un arreglo especial de la famosa balada de Laura Pausini, La Solitudine.
Tan lejos, tan cerca
Morricone cultivó un éxito que nunca terminó de encajar con su personalidad más bien sencilla, incluso tímida o incómoda con el estrellato. Su imagen mediática de mal genio y gruñón que se construyó de él por su aversión a la fama no cuadra con los recuerdos que dejó a quienes tuvieron oportunidad de conocerlo o de entrevistarlo.
Un compositor “a secas” -definido en sus propias palabras-, y que al crear sus obras no necesitaba de un piano, porque sus sonidos e ideas musicales fluían directo a las partituras. Lo mismo sucedía al dirigir las grabaciones de sus discos, donde registraba en vivo a toda la orquesta de músicos y tampoco requería del piano en el estudio para dar las instrucciones.
Carlos Necochea, músico, productor musical y exsocio de Filmocentro/Sello Alerce, recuerda un encuentro casual con Morricone en Roma, a mediados de los años 80. Todo sucedió con ocasión de un viaje realizado junto a su entonces socio, Jaime de Aguirre, para conocer el estudio Forum, en donde grababa sus discos el grupo Inti-Illimani, bajo la mano del ingeniero en sonido, Sergio Marcotulli: “Tuve la suerte de asistir a una grabación del maestro Morricone en Roma. Nos llevó al estudio Horacio ‘Loro’ Salinas y allí estaba él grabando con una orquesta de más de 30 músicos en vivo. Fue maravilloso verlo dirigir con un asistente que repetía las instrucciones del maestro. Él, sentado al lado del ingeniero de sonido revisando las partituras, hizo un alto y nos saludó muy cordialmente. Nos hizo pasar a la sala y nos presentó a los músicos. Fue una tremenda experiencia verlo dirigir la grabación. Y detenerse a saludar a estos dos chilenos (De Aguirre y yo), junto al ‘Loro’, a quien conocía mucho. Gran oportunidad… gracias a la generosidad y sencillez del maestro Morricone”.
La melancolía como principio y fin
Comprender la universalidad de Morricone exige entender que fue un músico riguroso en constante construcción, que confiaba más en el trabajo que en el talento. Que más allá de su opción por el comunismo, dotó a su obra de una intimidad y trascendencia cuasi religiosa. Que supo interpretar también en su melódico universo sonoro el amor, el dolor y la nostalgia como una experiencia directa para quien lo escuchara o viera los filmes con sus composiciones.
La muerte no sorprendió tanto a Morricone, quien ya había decidido el año pasado terminar para siempre sus giras de conciertos. Más aún después de la caída que sufrió en su casa y que lo llevó a pasar sus últimos días en una clínica romana. Y como presagio de su final, escribió el mismo su obituario para ser leído al momento de su fallecimiento: “Yo, Ennio Morricone, estoy muerto…”, parte su mensaje, en donde se despide de sus amigos más queridos y de su familia -con un recuerdo especial a sus hijos, a su esposa-, deseando que su funeral fuera privado, sin molestar a nadie.
Dentro de los sucesivos homenajes divulgados en la prensa mundial, muchos medios recordaron sus filmes icónicos y trataron de resumir en no más de cinco o diez obras sus imprescindibles. Craso error, porque Morricone es como un libro abierto de infinitas páginas, siempre posible de releer y descubrir. Incluso el diario La República de Uruguay tituló: “Falleció el ‘padre” de la música de ‘El Padrino’, Ennio Morricone”, ignorando que la música de esa cinta la compuso otro gran creador italiano, Nino Rota, famoso por sus trabajos junto a Federico Fellini.
Craso error, porque Morricone es como un libro abierto de infinitas páginas, siempre posible de releer y descubrir.
El iconoclasta e irónico cineasta español, Álex de la Iglesia, quizá fue el más certero al recordar esta semana su real valor. A su juicio tuvo una condición particular que lo distancia de la escuela tradicional de compositores hollywoodenses. Muchos de ellos, dijo, han sido ampulosos tributarios de Erich Wolfgang Korngold y Max Steiner, los dos europeos creadores del sinfonismo clásico estadounidense del cine de los años 30 al 60 del siglo XX. No obstante, Ennio Morricone quedará en la historia como un compositor que “no narra; rememora”.
No obstante, Ennio Morricone quedará en la historia como un compositor que “no narra; rememora”.