Los poderosos siempre dijeron que tenían la razón. La razón y la fuerza y la plata y el canto para engatusarnos. Las naciones latinoamericanas debieron apegarse a las ideas de democracia que ellos decían profesar, a las constituciones nacionales que ellos habían redactado y promulgado, y debieron regirse por un conjunto de leyes pensadas, escritas y promulgadas por ellos. Sus discursos eran convincentes, y cuando no lo eran recurrían a otros métodos, de los que solo ellos disponían. El mundo era lo que ellos decían que era, y lo decían desde la tribuna o lo mandaban decir desde el púlpito, desde las páginas de los periódicos, las noticias de la radio, los programas de la televisión.
Este esquema de dominación, que funcionó durante siglos, tenía sus excepciones: cuando los poderosos percibían que las cosas se complicaban en un país, la Constitución podía desconocerse para lograr el control de la situación. Y si las leyes no funcionaban de forma adecuada, pues se reformaban o se derogaban o se violaban, y listo. Y si el problema seguía, pues ahí estaba la policía, el ejército, las escopetas, la pólvora. Cuando las palabras dejaban de embelesar, se oía el canto de las armas.
Así, nuestras naciones crecieron en un entramado jurídico y académico que era una selva de conceptos y palabras destinadas, en lo sustancial, a sostener y administrar el Estado para proteger la vida, el bienestar y la propiedad de los poderosos. La vida de los otros, los de abajo y los del medio, se jugaba cada día en los trabajos, en las minas, en las plantaciones de caña o de café, en las canteras de piedra, en las oficinas de las empresas, todos lugares cuyos dueños eran los poderosos. O peor: esas vidas se perdían en el abandono urbano de los arrabales, en las semanas sin lunes de los desocupados, en la marginación creada y fomentada por los poderosos.
En el mejor de los casos, lo que se nos mostraba —sin nos portábamos bien— era un horizonte de treinta o cuarenta años de trabajo, con semana inglesa, salarios bajos, jubilaciones de hambre y después el cementerio. Eso era lo que brindaban los de arriba a los de abajo en las democracias latinoamericanas del siglo XX. Ese era el progreso. Bananero, cafetero, ganadero o mineral, el esquema era el mismo.
Cuando había protestas o rebeliones, había represiones. Policías y ejércitos con ametralladoras y cañones dispuestos a proteger el orden y la libertad de los poderosos. Se cuentan por cientos las masacres contra trabajadores ocurridas en todo el continente, desde los albores del siglo pasado hasta ahora mismo. La razón última ese esa violencia es de una simpleza abrumadora: aplastar cualquier cuestionamiento a la lógica del poder.
Los cuatro tomos de «La Patagonia trágica», de Osvaldo Bayer, explican de forma detallada tales mecanismos en la Argentina de 1920. Reinaldo Lomboy e Isidora Aguirre en el sur, y Luis Advis en el norte, narraron la represión a los trabajadores de Chile por esa misma época. De ahí surgieron textos poderosos: «Ránquil», la novela de Lomboy; «Los que van quedando en el camino», obra teatral de Aguirre; y «Santa María de Iquique», la cantata de Advis popularizada por Quilapayún.
Y mucho más acá, la novela «Tongolele no sabía bailar», del nicaragüense Sergio Ramírez, enseña con detalle y dolor la deriva del gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo, una pareja delirante y criminal que parece (pero no es) fruto de una imaginación afiebrada, dispuesta a matar a cientos de manifestantes para quedarse apoltronados en el poder. Y en Chile ya hay una abundante producción audiovisual y literaria sobre los estallidos de 2019, aquellos episodios terribles que, para la esposa de Sebastián Piñera, eran como «una invasión alienígena». De nihilo nihil, así que a los Carabineros les ordenaron disparar balines de goma a los rostros de los extraterrestres, y muchos jóvenes manifestantes —todos provenientes del planeta Chile— quedaron ciegos o tuertos. Cada país tiene sus crónicas de sangre.
Ha pasado el tiempo, pero el discurso de los poderosos casi no ha cambiado. Siempre hablan del progreso, la libertad y el orden social; siempre ponen por delante «los intereses de la nación», siempre hablan de la patria. Son melifluos cuando les conviene. Y advierten, casi amenazan. Anuncian catástrofes, desgobierno, anarquía.
Es célebre el pasaje de «La Odisea» en el que Circe la hechicera le indica al héroe y a sus navegantes cómo evitar el canto mortal de las sirenas. Los marinos se tapan con cera los oídos, y Odiseo es atado al mástil de su embarcación de pies y manos, para que pueda deleitarse con aquel canto sin sucumbir a su embrujo. «Pasa de largo», le dice Circe, pero no se queda ahí. La maga agrega: «Después que tus compañeros hayan conseguido llevarte más allá de las sirenas, no te indicaré con precisión cuál de los caminos te cumple recorrer; considéralo en tu ánimo».
Se me ocurre que esa historia es actualísima, y muy pertinente ahora. En estos meses el pueblo colombiano se ató al mástil, desoyó los cantos de sirena de los poderosos y así sorteó el peligro. Gustavo Petro continúa su singladura, y deberá considerar qué caminos recorrer. Y lo mismo hicieron los chilenos con el lied de Kast y su pequeña corte: no lo escucharon. Boric ha emprendido sus caminos. En varios países latinoamericanos, las navegaciones populares deberán, en poco tiempo, volver a surcar esas aguas que pueden ser tan dulces como siniestras. Hay que atarse al mástil y taparse los oídos para no escuchar el canto de aquellas sirenas que, vale recordarlo, son las mismas que nos han devorado durante más de dos siglos.