Con los eventos imprevistos emergen nuevos horizontes de posibilidades “desde la nada”; más expansivos o contractivos que todo lo imaginado por cálculos, encuestas y tincadas. En sintonía con ellos, nuevas esperanzas y miedos se apoderan del mundo. El día siguiente, todo es germinal y borroso, aunque algunas formas inesperadas comienzan a insinuarse.
Desestabilizadas por el evento, cunde la convicción de que es necesario aprender. Se habla de humildad. Obviamente hay algo equivocado en las ideas, los hábitos y el sentido común con los que nos manejábamos el día antes. Suena razonable, pero ¿aprender en qué sentido?
Lo más a la mano consiste en descubrir faltas, problemas mal resueltos, descuidos, exageraciones, que nos permiten entender lo ocurrido como errores e incompetencias. Con calma, recuperadas del shock, ex post facto, nos ponemos a descubrir en qué nos equivocamos. Operamos como si el evento no cambiara las cosas en general, no cuestionara nuestra manera de pensar y nuestro sentido común, y pudiéramos manejarlo como un problema difícil, pero esencialmente igual a otros. Negamos la radicalidad de lo ocurrido, prometemos porfía, consecuencia y heroísmo, aseguramos que la “misma” lucha y las “mismas” tareas continúan, y nos tranquilizamos diagnosticando errores nimios. Y culpamos.
Pero si el evento nos desestabiliza como lo hace, seguramente hay algunas cegueras – más allá de incompetencias, equivocaciones y errores fáciles de descubrir – que nos impedían ver lo que se incubaba el día antes, ni apreciar lo que germina el día después. ¿Qué es lo que no vemos?, es la pregunta que confronta esta clase de aprendizaje; la única válida para confrontar eventos transformadores. ¿A qué nos ciega lo incuestionable? Una pregunta hecha en ánimo de develar certidumbres invisibles, no de resolver el problema encontrando nuevas respuestas indudables. En el ánimo de crearnos nuevas posibilidades para explorar y actuar.
Interpreto que nos arrastró un evento en el plebiscito de salida. Insinúo, para que no se diga que hablo puras generalidades, algunas interrogantes que quizás podríamos hacernos con provecho.
Al sostener como algo obvio que hay que responder a las demandas de la ciudadanía, ¿de dónde sacamos la idea de que el sistema político está para satisfacer demandas? ¿No es un poquito transaccional, incluso neoliberal? ¿De dónde sacamos la idea de que nosotros sabemos cuáles son esas demandas? ¿A qué nos hace ciegos esta manera de pararnos? ¿Quiénes constituyen la enorme masa de personas normalmente no interesadas en la política, que salió a votar en esta ocasión y golpeó la mesa? ¿De dónde sacamos la idea de que la ciudadanía está tan convencida, casi obsesionada, de tener una nueva constitución? ¿Cuánto pesa la vida cotidiana, comparada con esto, a quiénes no se dedican a la política en el estado? ¿Los votantes en el plebiscito constitucional de 2020 lo hicieron queriendo una nueva constitución, o simplemente esperanzados en detener la violencia? ¿No tenemos una sobrevaloración del nuestro poder político, del poder del estado para configurar el país, considerando los poderes económicos globales, sin los cuáles no podemos sobrevivir con decencia, ni abrirles oportunidades internacionales de verdad a nuestros hijos?
Dan ganas de responder estas preguntas como si tuvieran una respuesta. Es más, muchas personas se angustian y enojan si se las deja sin responder. Son los entrenados en resolución de problemas. Eficientes, controladores, competentes. Incapaces de vivir en la inestabilidad de los eventos, terminarán dejados de lado, aunque pueden hacer mucho daño en el presente.