Cuentan sus amigos que cuando no lo veían conectado a una radio en la transmisión de un combate de boxeo, lo encontraban “amarrado” a sus gatos. El escritor había entablado una especial relación con los felinos desde la niñez.
Si bien hay muchos escritores que sienten adoración por los gatos –Budelaire que los consideraba dioses, Bukouski que los valoraba por ser animales únicos y jamás les dio roles ajenos a su especie, o Murakami que los humanizó al punto de crearles una ciudad en donde ellos eran los lugareños y los humanos los afuerinos- Julio Cortázar es el único que dependiendo del cuento es el rol que adquiere el felino, pasando de ser un personaje, una personificación, una metáfora, un detonante de la trama o un hilo conductor que engloba un libro completo de cuentos.
Cortázar nació en Bélgica el 26 de agosto de 1914 y murió el 12 de febrero de 1984 en París. Sus cercanos afirman que tenía dos grandes pasiones, además de la escritura, el box y los gatos. El narrador había entablado una especial relación con los felinos desde la niñez. En la casa de Banfield, a las afueras de Buenos Aires, gatos era lo que más había y desde siempre los idolatró. Pero en la vida de Cortázar hubo dos mascotas que recibieron amor sin medida: Teodoro Adorno, macho; y Flanelle, hembra.
Flanelle era la consentida. Llamada así por su pelaje similar a la tersura de la franela, Cortázar la perdía entre sus brazos llegando a provocar celos en sus parejas. Entre el hombre y la gata había fidelidad. En en el cuento “Orientación de los gatos”, del libro Queremos tanto a Glenda (1980), queda patentada esta férrea unión.
“Nosotros queríamos tanto a Glenda que por encima y más allá de las discrepancias éticas o históricas imperaba el sentimiento que siempre nos uniría, la certidumbre de que el perfeccionamiento de Glenda nos perfeccionaba y perfeccionaba al mundo”. En este fragmento encontramos una metáfora de cómo una actriz es adorada tal como el autor idolatra a su gata. Es Glenda la personificación del felino y Cortázar ese público fiel que no critica, que no encuentra fallas, “queríamos tanto a Glenda que (…) la preservaríamos de la caída, sus fieles podrían seguir adorándola sin mengua: no se baja vivo de una cruz”.
El escritor argentino avecinado en París, Osvaldo Soriano, era el encargado de cuidar a Flanelle cada vez que Cortázar y Carol Dunlop viajaban a Centroamérica o a Marsella. Sin embargo, el tiempo de la vida animal es más corto y la bella gata sucumbió a la muerte. El dolor no le dio tregua a Cortázar, pues al poco tiempo murió su esposa; y es esta ausencia la que encamina al escritor al ocaso emocional.
Respecto a Teodoro, éste aparece mencionado tanto en cuentos como en novelas. Por ejemplo, en Rayuela; en “Fragmento” de El Diario de Andrés Fava, publicado póstumamente en 1995; en Último round (1969) en «La entrada en religión de Teodoro W. Adorno»; en «Orientación de los gatos»; en «Queremos tanto a Glenda» (1980); en «Más sobre filósofos y gatos» (donde cuenta porque le puso a su gato «Teodoro W. Adorno»); y en «La vuelta al día en ochenta mundos» (1967).
Crisis a la explicación lógica
Cortázar pertenece al Boom Latinoamericano y por ende encontraremos en su obra la intencionalidad de poner en crisis la explicación lógica de lo sucesos de la vida diaria. Así, la realidad a la que estamos acostumbrados es un primer plano narrativo; el segundo, lo desconocido, en donde los gatos hablan, es también parte de la realidad. Dos planos en una misma narración que juegan con el lector, quién con un rol preponderante, puede creer o juzgar lo que se le presenta.
Así, la figura del gato (y sus funciones artísticas) alcanza una relevante importancia ya que se encuentra en la mayoría de sus libros, desde una simple mención (aparentemente) hasta la que adquiere un valor simbólico.
El cambio
En sus comienzos, Cortázar -seguidor, admirador, lector de Borges– “usó” el cuento como una plataforma para contar historias sin darle importancia real al personaje. Sin embargo, con Las armas secretas (1958) y el texto “El perseguidor”, su obra literaria da un giro y se interesa por el hombre.
Así lo explica el propio Cortázar: “si bien es cierto que en los cuentos anteriores hay personajes, lo que buscaba, en lo que ponía el acento, era el cuento mismo, la situación, el mecanismo fantástico que yo pretendía con ese cuento (…) Pero le puedo decir que si en ese momento, a los efectos de conseguir el cuento, hubiera tenido que sacrificar parcialmente la humanidad de un personaje, creo que lo hubiera hecho. En cambio, en ‘El perseguidor’ la actitud es muy diferente: el cuento gira en torno al personaje y no el personaje en torno al cuento”.
Ya, alejado del relato borgeano, quien por cierto también siente adoración por los felinos y forman parte de su extensa obra narrativa y lírica, publica Octaedro (1974) en donde a través de ocho cuentos –que parecen muy disímiles- se hace referencia a los gatos siendo estos el hilo conductor que le da sentido a la obra completa.
El primer texto, “Liliana llorando”, presenta una comparación entre Liliana, la protagonista, y uno de los movimientos más característicos de los gatos: “Mira, a Paco no lo encontré nunca en la ciudad de la que he hablado alguna vez, una ciudad con la que sueño cada tanto, y que es como el recinto de una muerte infinitamente postergada, de búsquedas turbias y de imposibles citas. Nada hubiera sido más natural que verlo ahí, pero ahí no lo he encontrado nunca ni creo que lo encontraré. Él tiene su territorio propio, gato en su mundo recortado y preciso, la casa de la calle Rivadavia, el café del billar, alguna esquina del Once”.
¿Qué encontramos en esta obra de Cortázar? Un protagonista narrador cuyo rol se vuelve innecesario si no tiene una función en la trama. “Paco” forma parte de esos seres que se identifican con los gatos, seres que se encuentran en una “zona especial”, distinta e inaccesible para los demás personajes.
Otro ejemplo es el cuento “Lugar llamado Kindberg” en donde el gato es una metáfora. Una referencia “más simple” de estos animales. Las brasas se comparan con un grupo de felinos: “[…] desvestite rápido, mejor apago así vemos el fuego, oh sí, Marcelo, qué brasas, todos los gatos juntos, mira las chispas, se está bien en la oscuridad, da pena dormir […]”
Mención especial debe tener el cuento “Cuello de gatito negro” en donde hay una variante en lo referente a los gatos: en ninguna parte del texto aparece citado un gato, es decir, el animal en sí. Todo se realiza a base de menciones implícitas.
La trama la protagoniza Lucho, quien busca conquistar mujeres en el Metro siguiendo una estrategia que se repite en otros textos de Cortázar. Según la analista de la obra del argentino, Carmen de Mora “en los relatos de Cortázar la aproximación a la mujer siempre siguió un camino oblicuo, perifrástico, tratando de ocultar con el juego la búsqueda de una convergencia que le trajera la felicidad al protagonista”.
Y es precisamente así, como Lucho se acerca a Dina con la trampa del roce de las manos que se da en la barra metálica del metro. Las manos enguantadas de negro de Dina semejan un cuello de gatito negro. Éstas tienen el “poder” de actuar por sí solas y cuando quieren.
“Pero otra vez el guante negro pequeñito colgante tibio inofensivo ausente, otra vez lo sentía vivir entre sus dedos, retorcerse, apretarse enroscarse bullir estar bien estar bien tibio estar contento acariciante negro guante pequeñito”.
La identificación entre guante (y por ende mano) y gato es sumamente clara. Las manos de ella acarician las de Lucho y este se siente invitado a establecer una relación con la chica. Lucho y Dina descienden del metro y se dirigen al departamento de ella. La mujer trata en varias ocasiones de explicarle a Lucho el problema, la enfermedad de sus manos; él, por su parte, lo toma como un juego, como una forma de excusar la seducción femenina.
La situación en que se encuentra la chica con respecto de sus manos parece ser la de una víctima. Entre las soluciones que ella propone –medio en broma, medio en serio– destacan la de ser encerrada y las de cortarse ella misma las manos con un hacha de picar carne. Además, debido a sus manos, la mujer se encuentra sumamente sola:
“[…] le dijo [a Lucho] que vivía sola, que nadie le duraba, que era inútil, que había que encender una luz, que, del trabajo a su casa, que nunca la habían querido, que había esa enfermedad […]”.
Lucho, creyendo que todo se trataba de un juego de seducción –como habría dicho Gustavo Cerati- estiró los brazos y avanzó en la oscuridad buscando una pared, “tocó algo caliente que lo evadió como un grito, su otra mano se cerró sobre la garganta de Dina como si apretara un guante o el cuello de un gatito negro, la quemazón le desgarró la mejilla y los labios, rozándole un ojo, se tiró hacia atrás para librarse de eso que seguía aferrando la garganta de Dina, cayó de espaldas en la alfombra […]”.
Se vive un enfrentamiento corporal, entre la ambigüedad se entiende que se trata de un intento de violación. Lucho ataca a la mujer involuntariamente debido a la misma razón por la que ella no puede controlar la dirección de sus manos. Puede ser una interpretación. Sin embargo, hay algo muy claro: la identificación total de Dina con un gato. No únicamente sus manos sino toda ella se convierte en gato.
Al final del encuentro, el hombre se ve completamente desnudo fuera del departamento de ella y sin poder entrar de nuevo. Pero también sabe ya la calidad felina que posee Dina: “[…] ya viste cómo todo iba tan bien, simplemente encender la luz y seguir buscando los dos, pero no querés abrirme, estás llorando, maullando como un gato lastimado, te oigo”.
El hecho de que Dina sea identificada plenamente con el gato significa que ella, de una u otra manera, tiene acceso a ese desconocido nivel de la realidad. El mismo Cortázar lo explicaría en Algunos aspectos del cuento; se trata de ese “otro orden más secreto y menos comunicable”, ese orden en el que se mueven los gatos…