Giorgia Meloni en el laberinto político italiano. Por Ignacio Sánchez-Cuenca.

por La Nueva Mirada

Publicado originalmente en Nueva Sociedad

El triunfo de Giorgia Meloni expresa un patrón que, en Italia, viene cumpliéndose a rajatabla durante los últimos años: el de gobiernos antiestablishment que suceden a los de partidos tradicionales o tecnocráticos.

Hay dos formas de interpretar los resultados de las elecciones italianas. La primera, que creo que va a ser la más frecuentada estos días, se centra en la distribución del voto: ascenso de la extrema derecha, debilidad de la izquierda, pérdida de la Liga, baja participación, etc. La segunda analiza la victoria de la extrema derecha como parte de una tendencia de más largo plazo que se remonta al final de la Guerra Fría. Al final, como se verá, ambas interpretaciones acaban confluyendo, aunque aquí me voy a ocupar sobre todo de la segunda, de la trayectoria política de Italia en los últimos 30 años.

La tesis que quiero exponer es muy sencilla: Italia constituye el ejemplo más acabado, más extremo y más temprano de un proceso general que se está viviendo en muchos países europeos con grados variables de intensidad. Dicho proceso consiste en la disolución progresiva del papel intermediador que desempeñan los partidos políticos entre la sociedad civil y el Estado. Cuando los partidos no logran organizar la competición política, la democracia se desordena y entra en fase de turbulenciasEn Italia la crisis de los partidos se produjo antes que en ningún otro lugar de Europa. Los escándalos de corrupción que salieron a la luz en 1992 (Tangentopoli) hicieron saltar por los aires al actor central de la política italiana, la Democracia Cristiana (DC), así como a los partidos que orbitaban en torno de ella. El partido de la oposición permanente, el Partido Comunista Italiano (PCI), no pudo aprovechar la crisis de la DC para convertirse en la alternativa. Había sufrido un desgaste progresivo desde la década de 1970 (como casi todos los demás partidos comunistas occidentales) y la caída del bloque soviético terminó con cualquier expectativa de recuperación: se refundó como Partido Democrático de la Izquierda, sin ser capaz de consolidar una nueva cultura de izquierdas en la sociedad italiana.

La DC y el PCI eran los dos grandes intermediadores políticos de la república italiana. Al fallar ambos, por motivos distintos, el sistema de partidos colapsó y se creó un gran vacío. 

Fue entonces cuando surgió un líder antiestablishment que anticipó muchos de los fenómenos que los países avanzados han vivido luego, en los últimos 15 años. Silvio Berlusconi fue el primer antipolítico de éxito: un empresario con gran poder mediático que se lanza a la política prometiendo repetir su éxito empresarial desde las instituciones del Estado y que denuncia sin contemplaciones la podredumbre e ineficacia de la clase política tradicional. En las elecciones de 1994 quedó en primera posición, con 21% de los votos. Desde entonces hasta 2011, la política italiana estuvo dominada por Berlusconi y su partido Forza Italia (si bien no estuvo en el poder todo ese tiempo, gobernó entre 1994 y 1995, entre 2001 y 2006 y entre 2008 y 2011).  

En 2011, en medio de una situación crítica (crisis de la deuda, riesgo de intervención de la troika), distintas maniobras parlamentarias forzaron la dimisión de Berlusconi, lo que dio paso a un primer gobierno tecnocrático encabezado por Mario Monti, un economista ortodoxo favorable a las políticas de austeridad. En 2013 Monti se presentó a las elecciones, ya como político, y solo obtuvo 9,1% de los votos. 

La experiencia tecnocrática fue un breve paréntesis. Con el electorado huérfano de intermediarios creíbles, apareció una nueva formación, más antipolítica aun que Berlusconi, liderada por el cómico italiano Beppe Grillo, el Movimiento 5 Estrellas. Recogía la frustración política de una parte importante de la sociedad italiana mediante un mensaje muy sencillo (encarnado en el vaffanculo dirigido a la clase política) y un programa confuso que resultaba muy difícil encajar en la escala izquierda/derecha y que se pretendía «postideológico». Asombrosamente, venció en las elecciones de 2018. 

Tras los bandazos tácticos del Movimiento 5 Estrellas, se consumó un segundo gobierno tecnocrático, con Mario Draghi al frente. Como el primero, tuvo una duración limitada. Cae cuando los partidos de la extrema derecha se sienten fuertes y deciden retirarle su apoyo. La última peripecia de esta especie de huida hacia lo desconocido ha sido la primera victoria de la extrema derecha en las elecciones del 25 de septiembre.

A estas alturas, tras casi 30 años de desorden, parece advertirse un patrón dentro del caos. Se repite una secuencia que se puede resumir de forma muy esquemática: crisis de los partidos tradicionales – gobierno antiestablishment (Berlusconi)– gobierno tecnocrático (Monti) – gobierno antiestablishment (Conte) – gobierno tecnocrático (Draghi). El hecho de que el ciclo se recorra dos veces seguidas indica que los italianos no han encontrado aún un principio estabilizador de la competencia política y, por tanto, la política sigue quemando etapas a toda velocidad en dirección desconocida. 

La última peripecia del desorden que comenzó en 1994 ha sido la victoria del partido de Giorgia Meloni, Hermanos de Italia, que además de extrema derecha se puede considerar también antiestablishment. Es muy probable que el nuevo gobierno de la extrema derecha no consiga detener la rotación enloquecida de la gran peonza en que se ha convertido la política italiana y que avanza sin rumbo hacia un terreno desconocido.

Si se suman los votos de los partidos que se han construido a partir de la denuncia de la clase política italiana (Forza Italia, la Liga, el Movimiento 5 Estrellas), tenemos 32% del voto. Si consideramos que Hermanos de Italia participa también de la impugnación de los políticos tradicionales, entonces sube a 58,3%. Este es el mejor recordatorio de que la política italiana continúa en fase caótica. 

En cierto sentido, el sistema político italiano se parece cada vez más al de aquellos países latinoamericanos en los que no se ha conseguido construir un sistema estable de partidos (como Perú o Ecuador) o en los que los partidos tradicionales han retrocedido ante nuevas fuerzas políticas (como Chile o Colombia). Si Italia supone una especie de vanguardia política en Europa, no está de más considerar como hipótesis de trabajo que la política europea vaya aproximándose cada vez más al estado fluido de las democracias latinoamericanas. No es solo Italia. En Francia, el sistema de partidos tradicional de la V República ha quedado totalmente triturado. En Irlanda ha ganado las elecciones el Sinn Fein, derrotando a los dos partidos tradicionales. En España, aunque los dos partidos tradicionales sobreviven, no han recuperado la fuerza que tuvieron en sus años de predominio. Y así sucesivamente. 

Por supuesto, no hay nada inexorable en este proceso, que se podría detener o incluso revertir. Pero, en estos momentos, cuesta imaginar cómo las fuerzas políticas conseguirán devolver cierto orden a la política europea. Con la intermediación política en crisis, ¿qué principio político podría estabilizar las democracias? 

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