Una vez más se equivocaron las encuestas. Pese a que la mayoría daba como ganador a Milei, todas hablaban de un resultado ajustado. Al final se impuso por casi doce puntos sobre Massa. Esa sería la gran sorpresa de la reciente elección en Argentina. No así su desenlace. Pudo más la crítica situación económica que arrastra el país, con una inflación de 142 % y una cesantía que sobrepasa el 40 %. Y debemos convenir que Alberto Fernández no hizo un buen gobierno, en buena medida paralizado por las tensiones con su vicepresidenta, Cristina Fernández.
No termina de resultar curioso y sorprendente que Sergio Massa, designado candidato tras un duro forcejeo al interior del peronismo, se mantuviera como ministro de economía durante toda la campaña, sindicándolo ineludiblemente como uno de los principales responsables de la inocultable crisis nacional. Ciertamente habría sido casi un milagro, digno de figurar en el libro de Guinness, que Massa hubiese ganada la elección.
Al final, se impuso la bronca en contra de la casta, por sobre el miedo a lo desconocido que representa el candidato libertario y sus extravagantes propuestas de campaña. Con razón o sin ella, la mayoría de los argentinos y especialmente los jóvenes, apostaron por el mal menor. Un cambio, sin importar demasiado su contenido programático y los evidentes riesgos de caer del fuego a las brasas.
Un proyecto refundacional
Resulta evidente que Javier Milei no podrá cumplir ni la mitad de sus promesas de campaña y deberá tener mucho cuidado a la hora de usar la motosierra, que fue el emblema de su embestida inicial. En primer lugar, porque no cuenta con mayoría parlamentaria, aún en manos del justicialismo. Y no es para nada evidente que sus aliados del PRO (Macri. Bullrich) estén disponibles para acompañarlo en aventuras tan riesgosas como la dolarización de la economía, el tráfico de órganos o el cierre del Banco Central. Con ellos, que le facilitaron el triunfo en segunda vuelta, estará obligado a negociar para sus intentos legislativos.
Con todo, la victoria de Javier Milei marca un giro copernicano en la política argentina. Menos Estado y más Mercado parece ser la fórmula, anunciando una ola de privatizaciones de empresas públicas, eliminación de subsidios, ciertamente de ministerios y servicios públicos, con fuertes recortes del gasto público, particularmente en educación, entre otras promesas del gran ofertón.
El discurso suena muy bien en los oídos del gran empresariado, nacional e internacional. Es todo lo que pudieran pedir (y piden) a todos los gobiernos. Todo el tema es si es políticamente factible, económicamente viable y socialmente sostenible. ¿Cuántos empleados públicos deberá despedir al cerrar los ministerios que ha anunciado? Los subsidios en materia de salud, transporte, vivienda o educación forman parte importante de los ingresos no monetarios de las familias de menores ingresos. ¿Cómo se compensan o no se compensan, incrementando los índices de pobreza?
La privatización de empresas públicas suena bien, pero Argentina ya vivió un proceso similar durante el gobierno de Carlos Menem, en donde se privatizaron empresas, recaudando más de 23.000 millones de dólares, que se licuaron en manos privadas, sin aportar al dinamismo económico. Para no hablar de la experiencia chilena en las postrimerías del régimen militar, en donde se liquidaron empresas estatales muy por debajo de su valor comercial, favoreciendo a grupos económicos que se apresuraron a venderlas a consorcios internacionales, con ingentes ganancias.
En el plano internacional, Milei ha anunciado que alineará a su país con EE.UU. (más aún si se cumple el sueño de Trump, que lo felicitó efusivamente) e Israel, distanciándose de los gobiernos de signo progresista, como Brasil y China, no dudando en criticar al presidente Gabriel Boric, acusándolo de “empobrecer al país”. Es decir, un retorno a los viejos alineamientos ideológicos que predominaron durante la guerra fría, dejando en manos de los empresarios las relaciones comerciales con el exterior.
¿Un salto al vacío?
En verdad, el triunfo de Javier Milei abre enormes incógnitas e incertidumbres para Argentina, sin que se puedan descartar agudas crisis sociales, económicas y políticas. Milei ha sostenido que abrasar las ideas liberales (más bien neoliberales o libertarias) le permitirá a su país volver a ser la gran potencia que fuera en el pasado (Great, again, ¿le suena?) y eso tomará 35 años. Pero ciertamente no cuenta con ellos para hacer el milagro. Con suerte, con los cuatro años que dura su mandato. Sin un solo gobernador en un país federal, con apenas 37 diputados y ningún senador. De su experiencia, ella no se registra aún en la arena política de la despreciada “casta”.
La herencia que recibe es la de un país devastado por la crisis económica, con un alto endeudamiento externo, inflación que podría transformarse en hiperinflación en unos pocos meses, con índices de pobreza y desempleo ya señalados, un fuerte desprestigio y pérdida de credibilidad de los partidos políticos, a la que él mismo ha contribuido entusiastamente, así como la fuerte polarización (la brecha), con inquietantes índices de criminalidad y violencia.
Con toda seguridad, Javier Milei podrá culpar (no sin razón) a las anteriores administraciones (incluido el gobierno de Mauricio Macri, que suscribiera el préstamo con el FMI), de la crisis por muchos meses o años. Pero a partir del próximo 10 de diciembre, asume la responsabilidad de enfrentar y tratar de superarla. Perfectamente, el remedio podría ser peor que la enfermedad. Sobre todo, si se empeña por cumplir sus promesas de campaña.
La verdad, es que la economía argentina padece de un problema estructural. Gasta más de lo que produce. El agro no es suficiente para sostener la economía y requiere de otros motores que contribuyan a dinamizarla. Es verdad que hoy existe una pobreza e indigencia récord, pero también es cierto que existen un importante índice de riqueza, de sectores más bien clientelistas del estado y rentistas, que no saben o no quieren competir en el mercado con reglas claras y transparentes (sin coimas, de por medio). Medio en broma medio en serio, se afirma que en Argentina hay mayor acumulación de dólares que en EE.UU. Muchos de esos recursos están invertidos en el extranjero.
Argentina es un país rico. No tan sólo en recursos naturales sino también en capital humano, con educación pública de calidad, extensos territorios, grandes reservas mineras. Tienen a Messi y al Papa. El tango y las mejores carnes del mundo.
Más que intentar refundar, lo que verdaderamente necesita Argentina es desarrollar su potencial productivo, con mayores emprendimientos e innovación, inversión nacional y extranjera, abriendo su economía a los mercados mundiales, sin prejuicios ideológicos y con pragmatismo. Y allí, el Estado tiene un rol insustituible, que el sector privado no puede asumir.
Generalmente, los intentos refundacionales terminan en estrepitosos fracasos, como lo hemos aprendido costosamente muchos países, algunos por la fuerza dictatorial, otros por la gestión de líderes iluminados ansiosos de reescribir la historia, renegando del pasado. Para ser perdurables, los cambios deben ser graduales, sostenidos en consensos muy amplios, apuntando a ampliar los espacios de libertad, justicia y equidad para las mayorías.
Con el triunfo de Javier Milei, Argentina empieza a escribir una nueva página de su historia, que podría terminar en tragedia si predomina el ideologismo extremo, así como el ánimo refundacional y divisivo que marcó en su campaña presidencial.