Joan Miró, el artista que quiso quitarle la vida a la pintura. Por Tomás Vio Alliende
Conocido mundialmente por su particular estilo, el catalán, vinculado al surrealismo, exploró con sus creaciones la importancia de lograr un lenguaje onírico y fantasmagórico con trazos simples y abstractos.
Es difícil abstraerse de la pintura y los colores de Joan Miró (1893 – 1983). Su particular mirada es parte de la esencia de la pintura, escultura, grabados y cerámica española. Con elementos muy bien utilizados y una diversidad de colores abismante, donde prevalecen los primarios, el artista vuela y se expande por un particular universo que no deja indiferente a nadie. Al igual que Henri Matisse, la llegada de Miró al mundo del arte fue casi accidental y marcó fuertemente los designios de un destino inesperado. Estudió comercio y trabajó durante dos años en una farmacia, hasta que una enfermedad lo obligó a retirarse durante un largo rato a una casa familiar en el pequeño pueblo de Mont-roig del Camp.
En Barcelona ingresó en la Academia de Arte dirigida por Francisco Galí. Hasta 1919 sus pinceladas estuvieron dominadas por un expresionismo con toques fauvistas y cubistas muy cercanos a desnudos, retratos y paisajes. Posteriormente en un viaje a París conoció a Picasso -quizás la fuente más fundamental e influyente en el arte en esos momentos para todos los artistas plásticos- y se vinculó al dadaísmo. Su pintura entonces comienza a tener contrastes, trabaja con una fuerte luz que elimina la disparidad de sus lienzos. Es entonces cuando descubre la importancia de un lenguaje onírico y fantasmagórico con raíces populares, que marcaría su vida para siempre. “Nada es lo que parece y todo puede ser otra cosa”, fue su lema desde ese momento.
Cercano al surrealismo, firmó el Manifiesto de la corriente en 1924 e incorporó a su obra inquietudes propias de ese movimiento como el signo caligráfico. Paul Klee se convirtió, también, en otra de sus grandes influencias con su linealidad y la formación de atmósferas cromáticas.
Ya con cierto prestigio dentro del ambiente artístico, el Museo de Arte Moderno de Nueva York obtuvo en 1928 dos de sus telas, lo que se convirtió en el primer reconocimiento internacional de su obra. Después se casó y se cuestionó plenamente el sentido de su arte. Fue entonces cuando quiso asesinar la pintura y cambiar con todos sus conceptos. Comenzó a incursionar en collages que se escapan de la precisión imperante en esos momentos, con trabajos que navegan hacia una abstracción conceptual. En su trabajo escultórico optó por el reciclaje y el desecho.
El impacto de la guerra civil española hizo que sus obras fueran evolucionando desde una violencia gráfica hacia una tranquilidad donde regresa a la mirada tradicional del mundo. Sus viajes y estadías en Mallorca, donde construyó un estudio en 1956, lo ayudaron a encontrar la paz y la libertad creativa que estaba buscando.
Miró amplió el horizonte de su obra con los grabados de la serie Barcelona (1944) y, un año después, con sus primeros trabajos en cerámica. En las décadas de 1950 y 1960 realizó varios murales de gran tamaño para lugares tan diversos como la sede de la Unesco en París, la Universidad de Harvard o el aeropuerto de Barcelona. Desde entonces alternaría la obra pública de gran tamaño con esculturas de bronce, tapices y collages.
Tuve la oportunidad de trabajar en la difusión de la muestra “Los tres grandes de España”, que trajo a Chile el 2006 una exposición de Miró al Centro Cultural Estación Mapocho. En ella se pudieron apreciar las series «Ubu Roi», inspiradas en la obra teatral de Alfred Jarry y «Maravillas con variaciones«, entre otras colecciones. Lo que más me impresionó en ese entonces, además de la genialidad de las imágenes, fue la mirada de gran parte de los escolares de educación básica que visitaron la muestra. Se agrupaban frente a los cuadros entre gritos y saltos, controlados por sus pacientes y, a veces, estrictas profesoras jefes. Miles de niños desfilaron por esa sala día tras día. Era increíble verlos descender de sus buses y adorar el arte y la cultura. Algunos por primera vez en su vida incursionaban en una exposición. La cercanía de Miró con los pequeños hizo que ellos disfrutaran ampliamente con sus litografías. Recuerdo a uno, de siete u ocho años, que se acercó con sumo cuidado a una de las obras del pintor catalán, la miró detenidamente por varios minutos y dijo en voz alta: “Yo podría dibujar así”. Posiblemente estaba impresionado por el fuerte colorido, la simpleza de los trazos, la libertad y la falta de convenciones de las series y de la obra de Miró en general.
En 1975 se inauguró en Barcelona la Fundación Miró, cuyo edificio diseñó su gran amigo Josep Lluís Sert. Hoy en día son muchos los centros y edificios que difunden su obra y los alcances de ella. En 1983, a los 90 años, y después de padecer una involución senil que lo tuvo postrado y extremadamente grave, Miró falleció en su residencia de Son Abrines, en Mallorca, acompañado de su mujer Pilar Juncosa, sus hijos Emilio y David y el resto de su familia. Con su partida quedó abierto y vigente el prolífico legado del hombre que en un momento de su vida quiso asesinar la pintura, aunque sus esfuerzos fueron infructuosos porque, a pesar de todo, el mismo se preocupó de que siguiera más viva que nunca.