Es un error, ya asentado como lugar común, decir que la historia la escriben los vencedores, cuando en realidad pocas veces es así. En rigor, casi toda la historia de verdad ha sido escrita, con mayor o menor acierto, más tarde o más temprano, por los derrotados o por sus simpatizantes, o incluso por sus descendientes, o por los descendientes de sus descendientes. Con palabras, con gestos supremos, a veces apenas con un hilo de memoria, esas hebras de apariencia insignificante que terminan retratando una época.
Desde el Anábasis, compuesto por Jenofonte en el siglo IV ante de Cristo, hasta las actuales crónicas de la fallida «guerra contra las drogas» (Don Winslow, entre otros), los perdedores suelen ser quienes mejor han contado esas luchas, y en algunos casos los únicos que se han atrevido a hacerlo. Nadie puede pensar que los Evangelios del Nuevo Testamento fueron redactados por los vencedores. O que el franquismo español fue quien supo relatar la Guerra Civil iniciada en 1936. La de Vietnam ha sido contada, una y otra vez, por los que perdieron y no por los que ganaron.
Es cierto que, con frecuencia, los que ganan también se apoderan del relato, pero en esos casos sucede que los que pierden ya no tienen nada para decir, casi siempre porque han sido borrados del mapa. La ideología del nacionalsocialismo impuso su falsa narración de la historia, la pasada y la futura, durante una larga y sangrienta década, pero cuando sobrevino su cataclismo y las tropas soviéticas entraron en Berlín, los nazis se quedaron sin cañones y sin palabras. Los mil años del Reich se convirtieron en polvo. La falta de razón anulaba cualquier ensayo de discurso. Heidegger es un buen ejemplo.
De todos modos, ellos o sus descendientes lo intentaron. En Alemania, en otros países de Europa, y también en América Latina. En los años posteriores a la Segunda Guerra se fundaron colonias alemanas o germanófilas, que eran dirigidas por nazis o neonazis disfrazados de pioneros, casi siempre pastores de apariencia recta y conservadora. Las ideas de superioridad racial venían de contrabando y envueltas para regalo. Sin embargo, la ignominia del pasado era tan grande que fracasaron.
Mucho es el tiempo y el esfuerzo que la inteligencia humana ha dedicado a estudiar la derrota, a buscar sus causas y adivinar sus consecuencias. Desde hace milenios se ha procurado describirla, explicarla o, en el peor de los casos, negarla con pequeños trucos retóricos.
Jenofonte narró en su Anábasis la expedición del ejército de Ciro el Joven contra su hermano Artajerjes, que concluyó con una derrota desastrosa. Pero el cronista metido a historiador prefirió aplacar un poco la humillación de ser vencido y maquilló su escrito ya desde el mismo título: la palabra griega anábasis refiere a una marcha tierra adentro desde la costa, y la obra de Jenofonte cuenta más que nada una catábasis, la retirada del ejército vencido, su huida hacia la costa salvadora. Es lo que nos ha quedado, lo que tenemos dos mil quinientos años después: la crónica de una derrota magnífica, adornada de manera conveniente.
En mi país, José Artigas es considerado con justicia el fundador de nuestra nacionalidad. Hoy es un prócer latinoamericano. Pero debe recordarse que él sufrió una completa derrota política y militar en 1820. Tuvo que refugiarse en el Paraguay de Gaspar Rodríguez de Francia para vivir allí un exilio de treinta años, olvidado hasta en su muerte. Fue vilipendiado, acusado de traidor, de forajido y contrabandista. Al final, ya en el siglo veinte, la verdad de la gesta artiguista prevaleció. Había sido conservada por algunos combatientes de la Patria Vieja, por iletrados indios guaraníes, por unos pocos doctores montevideanos.
Es un patrón que se repite en casi todos los procesos de independencia: a Sucre lo asesinaron en Berruecos, a Manuel Rodríguez en Tiltil, a Sandino frente a la loma de Tiscapa. Los crímenes siempre fueron precedidos por infundios, mentiras, engaños, defenestraciones. Sin embargo, las historias de esos luchadores vencidos se trasmitieron de boca en boca, fueron recopiladas por sus seguidores y prevalecieron.
A veces parece que las falsedades del relato se imponen, que vuelven muchos años después de haber sido refutadas y condenadas, que insisten. Aquí y allá resurgen los trasgos de viejos sátrapas antaño victoriosos, o sus esperpentos contemporáneos de riguroso traje y corbata. Sin embargo, son espejismos que el tiempo, supremo juez, se encarga de devolver a su lugar.
Cada derrota tiene su explicación, y también su cifra. Es amarga, pero también augura algo que está en los propios derrotados descubrir para sí y para los demás. José Saramago lo expresó con una lucidez tan dolorosa como esperanzada: «La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva».