La discusión respecto a si se invita o no a los ex presidentes de la República a la ceremonia en que la Convención constituyente hará entrega de su propuesta al presidente de la República en ejercicio, para que la someta al escrutinio de la ciudadanía a través del plebiscito que se realizará el 4 de septiembre, es algo mucho más profundo que un mero tema de protocolo, de radicalidad política o simplemente ceguera: es un tema de memoria.
Tzvetan Todorov, en una conferencia dictada en el Museo de la Memoria hace algunos años atrás, sostenía que la construcción de la memoria colectiva era un proceso más complejo –y yo diría menos glamoroso- que el recuerdo del trauma vivido por cada sujeto. Hablaba acerca de los discursos asociados a la historia política, en el caso de Chile, pero generalizaba a cualquier país que hubiese tenido una experiencia colectiva de carácter traumático. La memoria de lo vivido, en términos individuales, construye una memoria que es indiscutible, que no tiene más que una sola versión, aquella de la experiencia vivida. Pero la memoria colectiva es una construcción social que permite otorgarle un sentido a un suceso o período de la historia.
En Chile, si miramos los años asociados a la Unidad Popular y la dictadura, cada persona tendrá sus propios recuerdos. Basta decir que para muchos el golpe de estado fue un momento de liberación y así fue significado, y las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, una necesidad patriótica. Para muchos otros, el golpe de estado representó una tragedia y el inicio de un período negro en la historia de Chile. Ahora bien, ¿todos quienes apoyaron el golpe de estado lo pasaron mal durante el gobierno de la Unidad Popular? Probablemente no. Algunos sí y mucho; otros no tanto, o simplemente nada. ¿Y todos los que no estuvieron de acuerdo y resistieron declarada o íntimamente a la dictadura lo pasaron mal y fueron perseguidos, torturados y asesinados? Ciertamente, tampoco. Sus experiencias personales, los recuerdos de cada vida individual no son equivalentes a la memoria histórica. En nuestro caso, la reflexión final sobre qué nos pasó entre los años sesenta y los noventa, se distribuyó más o menos en una relación de 40% a 60%, entre quienes aceptaron la dictadura y todo su horror como una necesidad, y un 60%, entre quienes lo significan como el peor momento de nuestra historia.
La discusión en el seno de la Convención, especialmente desde los partidarios de no invitar a los expresidentes, creo que busca instalar una cierta memoria colectiva que quiere hacer ver las décadas de historia reciente (desde los 90 a la fecha) como una especie de intervalo que no tiene relación ninguna con los procesos políticos asociados al trabajo constituyente. Si se aceptara esta lógica, se podrían negar los aportes de los gobiernos anteriores en la construcción de un discurso social que antecede prácticamente todo lo que hoy son los ejes del nuevo proyecto de constitución. ¿Es la Convención constitucional pionera en levantar los temas de género y los de las minorías? ¿Los gabinetes paritarios de los gobiernos concertacionistas no tuvieron nada qué ver? Por supuesto que no. ¿La defensa de los derechos sociales y su instalación con rango constitucional no estaban presentes en las discusiones que antecedieron la propuesta de reformas a la constitución en los gobiernos de Lagos y Bachelet? ¿La instalación del AUGE y las respectivas Garantías explícitas de Salud no son acaso precursoras de una conciencia de derechos universales que se empieza a construir? ¿No fue la Concertación, desde su primer gobierno, la coalición política que bregó por el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios y sus derechos? ¿Habrán tenido en cuenta los convencionales cuándo y quiénes promovieron las primeras leyes de defensa del medio ambiente en Chile, imponiendo exigencias crecientes para el desarrollo de proyectos de inversión de alto impacto? En fin, los temas abordados en la nueva constitución son aspiraciones de larga data por la que han trabajado muchas fuerzas políticas que antecedieron a las actualmente representadas en la convención, el nuevo parlamento y el gobierno.
La actitud negacionista de la historia, implícita en el discurso de quienes quieren marginar a las autoridades de la república de un acto de trascendencia política evidente, gestado desde un acuerdo político transversal (del que solo se excluyeron algunos de los grupos con mayor representación en la convención), puede entenderse como un gesto juvenil (los jóvenes tienden a imaginar que la historia comienza con ellos; lo sabemos: todos fuimos jóvenes) o simplemente ignorancia de los procesos históricos, lo que cuesta creer ya que una parte importante de los convencionales son personas formadas en el auge de la matrícula universitaria de las últimas décadas y de las oportunidades de estudios de posgrado abiertas por los gobiernos democráticos. Entonces, el gesto protocolar hay que evaluarlo necesariamente como un gesto político, como un intento de clausurar la historia reciente, tergiversarla e imponer una memoria colectiva restringida y unilateral.
¿Cuál podrá ser el resultado? Me temo que quedaremos en una situación muy similar a la de los años noventa: habrá una mitad, más menos, que creerá que Chile empezó ayer y otra, que creerá que este es un paso, medio rengo, en un camino ya trazado. Unos estarán más contentos, otros más felices, otros emocionados, otros temerosos, qué sé yo, todas las reacciones humanas de las mujeres y hombres de nuestro país. Todos y todas tendrán derecho a su memoria personal. Pero difícilmente habremos logrado avanzar hacia una memoria común y seremos un país con una memoria doblemente dividida.