Sostener la memoria sirve para que seamos lo que queremos ser. Y la memoria duele, y en ocasiones nos hace trampas. Sin embargo, los relatos de la memoria persisten en nosotros a pesar de todo, porque somos nuestra memoria y también la de otros que ya no están. Y en el dolor que eso provoca está su sentido más profundo. Por estos días, las memorias del 11 de septiembre, de nuestro 11 de septiembre, insisten en mostrarse ante mí como un tajo, y me hacen volver al cuchillo y al cuchillero, y a aquel lance fatídico que marcó a varias generaciones de latinoamericanos.
A propósito de esta fecha, un querido amigo llamado Fernando Mazzeo me ha contado, con un grado de intimidad que siempre agradeceré, su propia peripecia del 11 de septiembre de 1973 en Chile. Mi tocayo tenía entonces 17 años y había llegado unas semanas antes a Santiago, con el alma en la boca y sin un peso en el bolsillo, tras zafar en dos ocasiones de los militares uruguayos que lo buscaban por subversivo. La primera vez escapó de una cárcel en Montevideo llamada «Reformatorio de Menores».
Su segundo escape tuvo lugar casi un mes después, cuando logró eludir todos los controles militares y salir de Uruguay con un documento falso. Con ese mismo documento pudo, a la semana, entrar por el Paso de los Libertadores al Chile de Salvador Allende y la Unidad Popular. Fue épico. Era a fines de junio, y él viajó con dos de sus más cercanos compañeros: Daniel Astapenco y Elena Sena, ambos de 18 años. Fernando es hoy, también, la memoria de ellos.
Él apenas si pudo acomodarse en Santiago y subsistir trabajando como peón en un taller de chapistería ubicado en los alrededores de la Estación Central. Galgueaba con la identidad de alguien inexistente llamado Martín Galván Torres, y lo hacía con la certeza de que pronto, tal como había ocurrido en Uruguay, en Chile habría un golpe de Estado y que él, al igual que sus compañeros, sería un blanco apetecible y fácil para los golpistas. La trampa estaba armada: no tenían adónde ir.
Ese tal Martín Galván vivía en una casa muy venida a menos ubicada en el corazón de Providencia, donde empezaba entonces el Barrio Alto. En esa finca llegaron a alojarse seis adultos y seis niños, todos uruguayos, todos perseguidos, todos inermes ante lo que pudiera ocurrir. Era una pequeña multitud instalada de manera precaria en un barrio de lo más exclusivo.
No tenían dinero ni para la comida, de modo que los niños recibían los pocos alimentos que se conseguían y los adultos se las rebuscaban con labores en empleos ocasionales. Sus vecinos ya sabían que allí moraban uruguayos, que eran jóvenes, pobres y mal vestidos, que simpatizaban con la UP. Los miraban con ojeriza, por lo bajo los llamaban «upelientos», y algunos pensaban que debían ser parte de esos contingentes de extremistas que tanto se mencionaban en El Mercurio.
El 11 de septiembre todo fue rápido. Fernando recuerda con una imprecisión lacerante aquella mañana de hace cuarenta y nueve años: «Es todo tan confuso. Era temprano. Habíamos salido hacia el trabajo junto con Daniel y Elena. Íbamos en un bus por la Alameda y, llegando a la zona de La Moneda, nos sorprendió el sobrevolar de aviones a reacción y algunos tiroteos. Decidimos separarnos y volver cada uno por su lado a la casa donde vivíamos. Era obvio que había empezado el golpe de Estado. Ya reunidos todos en la casa, pudimos escuchar el último discurso de Allende por Radio Magallanes y, a continuación, los comunicados de la Junta Militar. Ahí mismo comenzó la caza de nosotros, los extranjeros».
Y sigue, con dolor sigue, porque así se sostienen las memorias: «Un querido amigo que estaba haciendo trabajo social en las poblaciones de Barrancas, nos vino a buscar y nos dijo que teníamos que irnos de Providencia sin perder ni un minuto. Los vecinos ya nos habían denunciado. Éramos doce personas, una docena de extranjeros, incluidos seis niños pequeños. Alla fuimos, con Elena y Daniel y los demás. Fue una especie de milagro, porque pudimos atravesar Santiago y ocultarnos en casas de gente muy humilde en Barrancas, en una de las poblaciones periféricas de aquella ciudad bombardeada y tiroteada».
Revisando viejos archivos para situar el contexto de esos recuerdos, me encontré con un artículo publicado por diario La prensa de Santiago, el 3 de enero de 1971. Eso fue apenas dos meses después de que Allende asumiera su mandato presidencial. Allí se describía uno de esos sitios: «Por el camino de San Pablo, detrás de zarzamoras de tres metros de alto, encima de una tierra árida y rodeada de potreros, está el campamento Che Guevara. Mil doscientas familias viven hacinadas en chozas de tablas, carpas y techumbres de fonolas, esparcidas sobre unas tres hectáreas de terrenos que se tomaron el 24 de agosto». Aunque mi memoria no es buena, yo también conocí en el Chile de ese tiempo los rancheríos ubicado para el lado de Pudahuel, las callampas, toda aquella miseria, la desesperanza y la desesperación.
Tras el golpe, el panorama en esas poblaciones seguía siendo el mismo, aunque a la miseria cotidiana se sumaba el miedo a las tropas, a los helicópteros, a las balas. Los jóvenes uruguayos tenían como única consigna evitar que los fusilaran: «Es que vimos muchos fusilamientos; vimos camiones conducidos por militares y cargados con cadáveres de civiles. Escapamos bajo toque de queda de las patrullas nocturnas de soldados y carabineros. Compartimos té y pan con palta como únicos alimentos, durante días y días, con aquellos que aceptaban escondernos en sus casas a riesgo de sus propias vidas y las de sus hijos. Estuvimos ocultos ahí hasta fines de noviembre».
Fernando Mazzeo y sus compañeros pudieron, al fin, encontrar lugares de refugio y tramitar su salida de Chile. Fue el embajador de Suecia, Harald Edelstam, quien realizó las gestiones para que eso fuera posible. El diplomático se jugó el pellejo una y otra vez para proteger a quienes estaban bajo su amparo. Lo hizo con enorme coraje, hasta que lo echaron del país. Después, aquellos jóvenes uruguayos se dispersaron por el mundo, y sus vidas han corrido suertes diferentes. Pero sobrevivieron. Y en todos quedó la memoria de esos días, la angustia de esas noches, el dolor de tantos sueños cortados de un solo tajo.
De aquellos tres compañeros, Fernando es el único que aún vive, y lleva consigo la memoria de los otros. Él considera que no son inútiles esos recuerdos: por más chuecos que estén, por más que lastimen todavía, han de servir para entender el presente y, quizá, enderezar el futuro.
2 comments
Apreta la el pecho que reprime el sollozo al escuchar el claro y vivido relato que es el de miles que vivimos esos tiempos. Todos esos hombres y mujeres que se las jugaron por esconder y ayudar a costa de sus propias vidas son los héroes anónimos del septiembre tragico
@Fernando: Recibí el enlace a este articulo de un amigo en común, Daniel.
Harald Edelstam «El Clavel Negro», salvó la vida de muchos compañeros tanto uruguayos como chilenos.
En Chile se le ha levantado un monumento.
Ni perdón, ni olvido!
Hasta la victoria siempre!
Desde Suecia un saludo fraterno.
https://www.youtube.com/watch?v=7Ej4Vi-RG0c