La rana en la cacerola. Por Fernando Butazzoni

por La Nueva Mirada

El 22 de abril se celebró, una vez más, el «Día de la Tierra», establecido por la ONU desde el año 2009. El nombre oficial resulta algo pomposo: «Día Internacional de la Madre Tierra». En muchos países hubo artículos periodísticos, documentales en la tele, discursos presidenciales y ceremonias con plantación de árboles y canciones infantiles incluidas. Hasta Google dedicó su portada a la fecha, con un doodle de fotografías no manipuladas que exhiben el deterioro causado en la superficie terrestre por el cambio climático. En Uruguay, país en el que vivo, algunos gobiernos locales realizaron actividades alusivas, pero el perfil en general fue bajo, por lo que debe inferirse que oficialmente se le otorgó una importancia menor al asunto. Lo mismo sucedió en casi todos los países latinoamericanos.

Al repasar los días establecidos por la benemérita ONU, se pueden hallar varias fechas que, además de ser significativas, están relacionadas entre sí: el Día del Agua, el del Clima, el Día de los Humedales y el de las Montañas, el Día de los Bosques, el de las Abejas, el del Medio Ambiente, el Día del Aire Limpio y el Día del Suelo, entre otros. En el conspicuo ámbito de las Naciones Unidas, cuando los problemas no tienen solución se les asigna un día.

Ninguna de esas fechas, pensadas para promover la reflexión de gobiernos y ciudadanos, ha dado el más mínimo resultado. Por el contrario, desde que se estableció el Día del Agua, en 1992, la cantidad de personas sin acceso a ella creció hasta llegar a los 2.200 millones de seres humanos (es decir casi un 28 por ciento de la población mundial). El Día de los Humedales no ha impedido que, en el último medio siglo, haya desaparecido una tercera parte de las ciénagas y pantanos del mundo por efecto de la acción humana, con la consecuente extinción de miles de especies. Y el Día de las Montañas parece haber incrementado el espíritu depredador de los llamados «turistas de riesgo», quienes pagan miles de dólares por ir de excursión a las cordilleras, donde dejan envases de alimentos, envoltorios de plástico y tanques de oxígeno ya vacíos. Toneladas de basura en las cumbres.

A los encargados del marketing en la ONU (el llamado «Departamento de Comunicación Global» de la organización) no se les ha hecho fácil. Por desgracia, celebrar el Día de la Tierra no tiene hasta ahora efectos sobre la acción humana. El clima muestra, cada año, una tendencia al cambio acelerado. Calentamiento de la atmósfera, fenómenos extremos más frecuentes, progresiva desertificación de amplios territorios, derretimiento de glaciares y casquetes polares. Lo que antes era una presunción hoy es verificable y se puede medir con precisión.

La temperatura global aumenta. Es verdad que lo hace muy lentamente, tanto que eso le ha permitido a algunos científicos y a muchas empresas formular la teoría de que el llamado «calentamiento global» es un cuento de caminos, un cuco inventado por fanáticos de la ecología para perjudicar el progreso industrial y el desarrollo del libre mercado. Hay un lobby formidable que trabaja en eso a todos los niveles.

A estas alturas es un hecho incontrovertible que la temperatura de la atmósfera aumenta. Despacio, pero aumenta. Y hace trepar el nivel de mares y océanos: entre 1900 y 2016 las aguas han subido unos 20 centímetros. Puede parecer poco, pero el ritmo se acelera a un promedio de 3 milímetros por año, y la progresión tiende a ser geométrica. Hay consenso en que, en algunas regiones del planeta, el nivel del mar puede subir hasta dos metros en los próximo ochenta años. Hay países insulares que desaparecerán en el corto plazo (Seychelles, Cabo Verde) grandes ciudades que serán atacadas por las aguas (Miami, Bangkok, Shanghái), decenas de millones de personas que serán desplazadas.

Es un hecho: a todos los humanos nos hermana ese futuro desastre. Nos estamos cocinando, y lo sabemos. Pese a ello, lo que se hace para detener la catástrofe es poco y nada. La comodidad puede más que el instinto de supervivencia. Bruno Latour ha llamado a ese fenómeno «quietismo climático». Es como el célebre síndrome de la rana hervida que, aunque falso, ilustra a la perfección el problema. Una rana, colocada en una olla con agua a temperatura ambiente, se quedará tranquila en la cacerola —dice la fábula— cuando el agua comience a calentarse lentamente. Ahí se quedará la ranita, de lo más confortable, insensible al progresivo incremento del calor, hasta que ya sea demasiado tarde.

La rana, como casi todos los anfibios, posee un afinado sistema de termorregulación que impediría esa conducta: saltaría de la olla en cuanto la temperatura del agua estuviera por fuera de sus parámetros normales. El problema es que los humanos no podemos salir de la olla porque el afuera es, por ahora, inaccesible. Nadie puede: ni los ricos ni los pobres, ni los jóvenes ni los viejos. Unos ocho mil millones de ranas en una olla gigante, sin escapatoria. Es difícil de imaginar.

La única solución razonable es apagar el fuego que calienta la cacerola. Y eso, que no lo podría hacer la rana de la fábula, sí podemos hacerlo los humanos. Pero, de forma insensata, se han generado grandes debates alrededor del asunto y la decisión se posterga año tras año. Hay quienes proponen bajar un poco la intensidad de la llama, o seguir adelante y ver qué pasa, o esperar que los científicos desarrollen un «enfriador atmosférico global» como el pregonado en su tiempo por Rasool y Schneider en la revista Science. Otros afirman que son pamplinas, que en realidad el agua de la cacerola no se está calentando y que todo es producto de la imaginación de algunos chiflados o, en todo caso, resultado de ciclos climáticos naturales del planeta.

Todos vivimos en el mismo recipiente, el único disponible por el momento. Aunque muchos lo nieguen, el hecho es que ese recipiente se calienta muy despacio y de manera sostenida. Quizá la ONU pueda, en homenaje a esa extraña conducta de nosotros los humanos, establecer el Día Mundial de la Rana en la Cacerola, como un simple recordatorio del futuro que nos espera si no hacemos lo que hay que hacer.

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