La publicación de esta Reunión de versos de Hernán Valdés habrá de ser recibida como un acontecimiento realmente significativo en este tiempo de la literatura chilena. Significativo y necesario, porque la palabra poética de este escritor ha estado ausente por demasiados años y los lectores de hoy podrán sentirla a la vez como un rescate y una novedad.
La situación del autor en el espacio literario de Chile y de Hispanoamérica es muy singular. Su obra en prosa se manifiesta con pareja eficacia en dos direcciones, pero ambas regidas por el riguroso y preciso control de su escritura: libros testimoniales y ficciones que lectores y críticos (estos últimos ya una especie rara en nuestro medio) han ido recibiendo con creciente interés y admiración.
En la dirección testimonial se encuentran Tejas Verdes. Diario de un campo de concentración en Chile (1974), relato memorable y a mi modo de ver no superado en la intensidad que proyecta la fría y acerada objetividad de su registro de lo que fueron esos tiempos ominosos de la dictadura y, luego, sus convocaciones de un pasado cultural no muy lejano en Fantasmas literarios (2005), libro en el cual se describen y animan experiencias vividas en lugares distantes y próximos: entre ellos, y centralizando en más de un sentido lo narrado, la vida literaria de los años 50 y 60 en el Santiago de Chile que Gonzalo Rojas caracterizaría como “capital de no sé qué”, pero en todo caso muy diferente de la ciudad que hoy recorremos.
Respecto de sus novelas, desde Cuerpo creciente (1966) y Zoom (1971) hasta las que siguieron, como A partir del fin (1981) y Tango en el desierto (2011), hay lecturas y notas más próximas, pero son escasas y, con pocas excepciones, no les hacen justicia o no enfatizan debidamente sus méritos expresivos.
De la sugestiva y notable poesía que motiva este liminar habría mucho que decir, a pesar del escepticismo del autor, que después de la edición de su libro Apariciones y desapariciones, de 1964, no se hizo presente hasta hoy. Acerca de ese escepticismo —de difícil pero no imposible explicación para mí—, le oí a Hernán Valdés una opinión terminante y lapidaria en 1966, en un diálogo fugaz que me fue permitido por el azar de un encuentro en una calle santiaguina. A mi pregunta sobre su quehacer poético después de ese libro que yo estimaba y sigo estimando como esencial, y que había impresionado a muchos de nuestros amigos, como se puede comprobar en un comentario muy válido de Alfonso Calderón aparecido el Boletín del Instituto de Literatura Chilena de la Universidad de Chile (número 9, 1965) y en otros de admirativa recepción que solo pude insinuarle, me manifestó su certeza de que la poesía importaba poco y a escasos lectores y que, en cambio, era la novela el género que concitaba un verdadero y más considerable interés. En eso estaba desde hacía algún tiempo.
Es posible que la inminente aparición de su novela Cuerpo creciente y la dedicación de meses a su escritura fueran el fundamento más poderoso de esa convicción, que me pareció en seguida inobjetable.
No he olvidado ese encuentro, tal vez el más detenido que tuvimos, porque no solíamos coincidir en nuestras andanzas, pero Apariciones y desapariciones, así como Salmos, de 1956, eran para muchos compañeros de nuestra generación obras reveladoras de un dominio envidiable, seguro y novedoso de recursos y formulaciones poéticas. En el mencionado artículo de Alfonso Calderón, este se refería a los cuatro libros que consideraba principales del año 64: Memorial de Isla Negra, de Pablo Neruda; Contra la muerte, de Gonzalo Rojas, Cercana inmensidad, de Hernán Montealegre Klenner, y Apariciones y desapariciones. Y fue a este último al que dedicó mayor espacio, enriqueciendo su lectura al llamar la atención sobre la eficaz recurrencia a modalidades cinematográficas diversas, sutilmente atraídas a un ámbito poético marcado por el desencanto, los desencuentros, la soledad y la sombría visión del mundo del hablante en ámbitos de extrañeza y distanciamiento.
Celebraremos, pues, este regreso de un poeta principal de nuestro tiempo a ese espacio que conquistó tempranamente y del que, a juzgar por esta desplegada muestra de su quehacer, nunca se ha apartado. A la estricta selección que ha hecho de su libro del 64 se agrega en este una cantidad muy apreciable de inéditos e incluso un extraordinario e impresionante poema que se lee en un pasaje de su novela Zoom y el cual, de primera intención, pareciera meditar sobre el desencanto del mundo y del existir atribuido al personaje central de la novela que es el escritor Teófilo Cid, de tan destacada participación en el movimiento surrealista Mandrágora. La editora suma como adenda ese poema que vale tanto o más que cualquier intento por trazar la figura de este personaje tan presente en nuestro imaginario, al mismo tiempo enigmática e inquietante, lúcida y patética en su decadencia. Poema en el que, además, subyacen las reflexiones del propio autor sobre los límites y alcances de la creación literaria y de una existencia dedicada a ella.
Una anotación final: he confrontado la versión de los textos del libro de 1964 seleccionados por el autor con los de esta Reunión. Las correcciones, aun de lo que aparentan ser detalles, son de una precisión y de una necesidad verdaderamente afortunadas: el cambio de un tiempo verbal, de un adverbio, la supresión de uno o más versos en la clausura de algunos poemas —y en ocasiones algo más que eso— muestran un auténtico trabajo de taller, una condición tan exigente y ejemplar como debería ser la de todo escritor que desconfía de las sugestiones o inspiraciones del momento, sin dejarse conquistar por las primeras ocurrencias, a menudo engañosas.
Una lección más de Hernán Valdés que me ha llevado a recordar una frase de Horacio Quiroga en una de sus notas sobre literatura: “Se diría que esto no es más que una cuestión de palabras: sí, pero es por una cuestión de palabras que se es un gran escritor o un simple ciudadano”.