Al iniciarse el año 2025, dos acontecimientos previstos repercutirán inevitablemente en el curso del fenómeno migratorio de nuestro continente. En Estados Unidos, donde cerca de cuarenta y ocho millones de sus habitantes son migrantes -un 14.3% de la población- de los cuales once millones se encuentran en situación irregular[1], Donald Trump iniciará su segunda presidencia y contará con el respaldo de un Congreso bajo el control del partido Republicano. De otro lado, en Venezuela, país cuya diáspora se acerca los ocho millones de personas[2], Nicolás Maduro dará continuidad a su ejercicio del poder, a pesar de la evidencia del carácter fraudulento de su proclamada elección.
En el discurso electoral, la política migratoria fue expuesta como prioridad del próximo gobierno de los Estados Unidos, que promete realizar la más vasta deportación de extranjeros que se haya conocido. El nombramiento de decididos expulsores como responsables directos e indirectos de la gestión migratoria puede ser indicativo de que el anuncio de campaña se materializará con Thomas D. Homan, nuevo director del Servicio de Inmigración, y Stephen Miller, próximo jefe adjunto de Gabinete de la Casa Blanca, quien supervisará “el vasto arsenal de poderes federales para aplicar la represión migratoria más espectacular”[3]. Esta, según afirmó el nuevo vicepresidente Vance, comenzaría con la deportación de un millón de personas[4]. Trump advirtió que la Guardia Nacional cumplirá un rol importante en la ejecución del plan y prometió inmunidad procesal y beneficios materiales a las policías estaduales y locales que se sumen al mismo.
Las entidades defensoras de los derechos de los migrantes han manifestado que la conminación trumpista es seria, pero hay quienes dudan de que la deportación masiva se ejecute en la medida de lo prometido durante la campaña presidencial. En todo caso, se da por seguro que, al menos al inicio de la nueva administración, sobrevendrá una primera expulsión masiva, precedida por redadas policiales en centros de trabajo de migrantes indocumentados.
Desde luego, ya afloran en el ámbito judicial signos favorables a una política migratoria draconiana, como la decisión del juez federal Campbell Barker, designado en el anterior mandato de Trump, que sentenció la nulidad del programa de reunificación familiar de extranjeros en situación irregular casados con ciudadanos estadounidenses, decisión a la cual se suma la demanda de dieciséis gobernadores republicanos, para poner término a dicho programa. Sin duda, el inédito avance electoral de Trump entre los hispanos, que alcanzó el 45% de respaldo, con una mayoría del 53 en los varones, le otorga mayor seguridad para iniciar las deportaciones.
Con todo, hay quienes sostienen que ningún programa de deportación será suficiente para detener los ingresos irregulares y estiman que, si el gobierno de Trump se propone sinceramente una disminución de irregularidad migratoria, debiese otorgar mayores recursos al control de frontera y a la vigilancia de las industrias contratantes de extranjeros en situación irregular. La mayoría de los once millones de indocumentados habita en Estados Unidos por más de diez años, es una población laboralmente activa[5] y se estima que un 37% tiene hijos con ciudadanía estadounidense[6]. Sin duda, la zona más caldeada de flujos migratorios es la frontera terrestre sur, por donde penetran irregularmente miles de familias procedentes de países con altos niveles de pobreza, como los de Centroamérica y Haití, y también de Venezuela. Muchos migrantes atraviesan la selva del Darién, aunque en el último tiempo este flujo ha disminuido, como consecuencia de las medidas adoptadas por el gobierno de Biden.
La gran interrogante sobre la deportación radica en la cantidad de personas que el gobierno de los Estados Unidos es capaz de expulsar sin que ello ocasione al país daños más elevados que los beneficios que se pretende obtener. La capacidad evidenciada por los últimos gobiernos indica que en un mandato de cuatro años es posible la deportación de un millón y medio de personas, como ocurriera bajo Obama, Trump I y Biden, de lo cual se infiere que, pese a su estridente discurso, el primer mandato del nuevo presidente no fue más drástico que los gobiernos demócratas. Parece evidente que a Trump le resultaría imposible deportar once millones de personas. Son múltiples los factores que merman tal pretensión.
Por de pronto, la identificación y el arresto de la persona, con que se inicia la deportación, no es un trámite rápido y simple, toda vez que la indocumentación favorece el camuflaje de muchos migrantes. Con el propósito de hacer más expedita la operación se ha anunciado redadas simultáneas de inmigrantes en los lugares de trabajo. Pero si estas redadas son masivas, habría que construir una cantidad indeterminada de centros de reclusión capaces de albergar y mantener cientos de miles de personas que esperan turno para que un juez de inmigración conozca su caso. Una espera inevitablemente larga, luego de la resolución de la Corte Suprema, de 2022, que impide a los jueces suspender la aplicación de las medidas migratorias, debido a lo cual esa población carcelaria no disminuirá durante el proceso judicial.
Como vemos, aquella operación solo significa el inicio de un procedimiento radicado en unos tribunales de inmigración que se encuentran administrativamente saturados por casos antiguos, donde el migrante contará con el concurso de cientos de bufetes de abogados y entidades no gubernamentales de derechos humanos con experiencia en la materia, aunque esta vez, es cierto, deberá enfrentar una mayor cantidad de jueces conservadores designados por Trump, de cuyas sentencias se puede apelar ante tribunales federales donde también ha crecido el número de jueces proclives a una política migratoria restrictiva. Con todo, será un procedimiento lento, salvo que con el respaldo del Congreso Trump proceda a crear nuevos tribunales de inmigración.
Desde luego, el Congreso habrá de considerar el costo financiero que implica una deportación multitudinaria, incluyendo la multiplicación extraordinaria de vuelos en líneas aéreas privadas y, eventualmente, de la Fuerza Aérea, pero ya se habla de más de US$100.000 millones. Según Aaron Reichlin-Melnick, actual director de políticas en el Consejo de Inmigración de EE.UU, esa enorme cantidad de recursos “hoy por hoy no parece existir”[7]. Y ella solo sería destinada a expulsiones y no al prometido aumento de control en la frontera con México, incluida la continuidad del muro, ni al control naval. Además, la deportación supone un país que recibirá al desterrado y, por tanto, el acuerdo de su gobierno; y tratándose de millones de personas, conlleva negociaciones internacionales que involucrarían la participación de Naciones Unidas.
A pesar de ese alto costo, si Trump no está dispuesto a soportar la decepción de su electorado, podría, con el respaldo del Congreso o sin él, impulsar las mayores deportaciones de la historia, aunque sin alcanzar los once millones de desterrados, concentrando su acción en las denominadas “ciudades santuarios”, donde permanecen millones de indocumentados, aunque debería enfrentar graves obstáculos legales y policiales[8]. Incluso, podría invocar, como lo ha prometido, la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, identificando como tales a los migrantes que hayan delinquido, sin importar el inevitable estupor de la comunidad jurídica y académica. En fin, para proceder de este modo, tampoco debiese importunar a Trump el efecto moral y político que, a nivel interno e internacional, producirían las escenas de miles de deportados, incluidos ancianos y niños, subiendo a buses o aviones.
No obstante las dificultades anotadas, es sensato conjeturar que Trump materializará su promesa de campaña y afrontará las consecuencias. Desde luego, él piensa que el solo inicio de las deportaciones masivas podría suscitar un efecto inhibitorio de nuevos flujos migratorios hacia Norteamérica, especialmente a través de la selva del Darién. Si se agregase, como se ha anunciado, el cese de los programas que benefician a los migrantes indocumentados, primordialmente el veterano TPS[9], el efecto disuasivo del ingreso irregular podría ser aún mayor. Además, Trump supone que un porcentaje de los beneficiados por esos programas, especialmente los más de dos y medio millones cuyas ayudas caducan antes de 2026, en su mayoría haitianos y venezolanos[10], abandonarían voluntariamente el país, confiados en la promesa del candidato republicano de aceptarlos de vuelta, si regresan por vía regular[11]. Sin embargo, parece difícil que esas personas estén dispuestas a retornar a sus países de origen. Más difícil aun es confiar en que tres millones y medio de jóvenes dreamers, que viven en la irregularidad desde niños y para los cuales se creó el programa benéfico DACA, que sería clausurado por la administración Trump, opten por abandonar el que consideran su país. Agréguese que el término de estos programas puede ser objeto de una batalla judicial.
Contrarios al optimismo de Trump, muchos economistas proyectan, tras la ejecución de deportaciones masivas, una sombría amenaza de estrago en la economía estadounidense y predicen la devastación industrial que conllevaría la privación de la mano de obra aportada por millones de inmigrantes indocumentados en sectores claves de la economía. La debacle se precipitaría sobre la industria agraria, donde aquellos constituyen la mitad de los trabajadores, con grave repercusión en la distribución y en los precios de los alimentos; y también sobre la industria de la construcción, donde se calcula que un 14% de la mano de obra, está integrada por indocumentados.
Paralelamente al inicio de la administración Trump II, la obstinación antidemocrática de Nicolás Maduro permitirá a éste, el próximo 10 de enero, inaugurar un nuevo período de gobierno. Un efecto inevitable de ello será la consolidación permanente de la enorme diáspora venezolana, un fenómeno ya en desarrollo, especialmente desde que Maduro suspendiese relaciones consulares y diplomáticas con gobiernos críticos del fraude electoral, entre los que se cuenta Chile. Y atendida la consumación del proceso dictatorial, se agregará como efecto muy probable el arranque de una nueva ola emigratoria que no se dirigirá principalmente a los Estados Unidos sino, en forma primordial, a los países del Cono Sur. Diversos estudios de Naciones Unidas y otras entidades especializadas concluyen con moderación que, a los cerca de ocho millones de venezolanos que han emigrado, podría sumarse un millón y medio adicional hasta fines de 2025.
Aunque actualmente el gobierno de México y organizaciones humanitarias de este país se encuentran atentos a un eventual flujo migratorio desde Venezuela hacia los Estados Unidos con antelación a la asunción del gobierno republicano, no hay indicios de que ello pudiese ocurrir. Con todo, entre los analistas políticos, se especula sobre un manotazo político del nuevo mandatario estadounidense, análogo al que ensayó con Corea del Norte en su primer período, destinado a lograr con Maduro un acuerdo que incluya el tema migratorio, para el cual el dictador venezolano estaría deseosamente disponible.
Es razonable considerar que la persistencia del régimen autoritario en Venezuela aumentará los flujos migratorios hacia otros países de Sudamérica, incluido Chile. De otro lado, si se considera que una mayoritaria proporción de la población indocumentada en los Estados Unidos es de origen latinoamericano -preponderantemente cinco millones de mexicanos y dos millones de centroamericanos-[12] es lógico inferir que la aplicación de una política migratoria expulsora, aún en menor escala que la anunciada, impactará gravemente en los países que deban acoger a sus deportados, pero también en aquellos estados que serán receptores de migrantes que reorienten su plan de emigrar a los Estados Unidos.
En cuanto se refiere a los deportados desde la potencia del Norte, la recepción forzosa de centenares de miles de personas implicará, para sus países de origen, la pérdida de remesas que son el sustento básico de miles de familias y que, en el caso de las naciones de Centroamérica, representan en promedio un 12,7% del PIB[13]. Adicionalmente, los gobiernos deberán enfrentar una masiva demanda de empleo y de servicios sociales, como salud y educación, que se encuentran en la absoluta imposibilidad de satisfacer, lo cual amenazará la paz social, la gobernabilidad y las débiles democracias de los países más afectados, como son Honduras y El Salvador.
En el caso de México es posible que, bajo la dirección de un Secretario de Estado de la derecha dura, se presione al gobierno de Claudia Sheinbaum para que no permita que avancen nuevos flujos hacia los Estados Unidos, repitiendo el acuerdo que obligaba a México a mantener en su territorio a los solicitantes de asilo, bajo la amenaza, ya formulada por Trump, de imponer aranceles a sus productos de exportación[14], situación que exigirá del gobierno azteca concebir respuestas humanitarias y laborales a esa creciente población inmovilizada en los estados del Sur, con el concurso de la cooperación internacional, pero que también lo forzará a adoptar mayores restricciones al ingreso de extranjeros en su territorio.
Es predecible que las deportaciones y las restricciones de nuevos ingresos al país del Norte, y especialmente el éxodo venezolano, tendrán un impacto migratorio en los países del Cono Sur, agravado por una eventual reducción de la ayuda a la inserción de los migrantes de Venezuela, que ha sido financiada en una proporción considerable por Estados Unidos.
En el caso de nuestro país tal impacto debiese ser intenso, si se atiende a la experiencia histórica de sucesivas oleadas migratorias, las cuales se explican por una atracción económico-laboral que no ha mermado. Si hemos recibido el 12% de la emigración venezolana, ahora se agregarán muchas personas que ya no viajarán a Estados Unidos, país que ha sido destino del 33% de los emigrantes de esa nacionalidad[15]. Además, hay estudios que avizoran un aumento de los inmigrantes hacia Chile procedentes de Ecuador, como consecuencia de la sequía y el déficit eléctrico, y también desde Argentina, debido a la perspectiva de agudización de la crisis económica e incremento de la pobreza.
Recibir un contingente nuevo de doscientas mil o más personas, la mayoría en una situación de vulnerabilidad que exige ayuda social, implica un desafío cuya respuesta habría que considerar con mucho detenimiento, antes de asumir un compromiso con la comunidad sudamericana. No facilita esa respuesta la realidad de una población mayoritariamente contraria a la migración, debido al éxito de la falaz campaña que la identifica, en general, con la criminalidad, la cual encuentra puntos de apoyo en el verificado aumento de la participación de extranjeros en delitos violentos[16]. Con todo, iluso y contrario a la evidencia empírica sería pensar que las reformas legales que endurecen el régimen de residencia, de nacionalidad y de expulsiones aprobadas por el Congreso Nacional tendrán un efecto disuasivo de nuevos ingresos, regulares o irregulares.
Sin perjuicio de fortalecer el control fronterizo, estimamos que el conducto principal para enfrentar el inevitable desafío y lograr una gobernanza migratoria que asegure flujos seguros, ordenados y regulares es la vía internacional. Sobre la base de la honesta declaración del canciller Van Klaveren, en el sentido que Chile ha quedado con una reducida capacidad de recepción de nuevos migrantes, pero también exhibiendo la magnanimidad que el país ha evidenciado en los últimos años, habrá que insistir en la corresponsabilidad de los gobiernos del Cono Sur, mediante el establecimiento de una prorrata equitativa de recepción de migrantes por país.
[1] Migration Policy Institute
[2] Organización Internacional para las Migraciones (OIM), https://respuestavenezolanos.iom.int
[3] El País, 16.11.2024
[4]BBC News, 18.10,2024
[5] Pew Research Center https://www.pewresearch.org/short-reads/2024/09/27
[6] Ibid.
[7] BBC News, 18.10.2024.
[8] Por ejemplo, en agosto de este año, funcionarios policiales de Florida declararon no estar disponibles para participar en ninguna deportación masiva,
[9] El TPS, creado por el presidente George W. Bush, otorga residencia temporal a inmigrantes de países que son considerados peligrosos para las personas, la que incluye un permiso de trabajo, también temporal.
[10] Entre venezolanos y haitianos favorecidos por el TPS suman sobre las novecientas mil personas.
[11] “Queremos que la gente vuelva a entrar, pero tienen que hacerlo legalmente». Ronald Trump en su discurso, en Florida, el 06.11.2024.subrayó.
[12] Migration Policy Institute.
[13] Banco Interamericano de Desarrollo, Las remesas a América Latina y el Caribe en 2023. Retomando el crecimiento previo,2023.
[14] Trump amenazó con imponer aranceles de hasta un 75% a las importaciones desde México. Euronews, 05/11/2024.
[15] Fuente: Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), Bogotá, octubre de 2024.
[16] En la Encuesta CEP 90 2024, un 70% de los encuestados estima que los inmigrantes elevan los índices de criminalidad.