El presidente de Uruguay se halla en medio de un berenjenal de proporciones y ni siquiera parece entender del todo cómo pudo ocurrir eso. En los últimos días se lo ha visto hiperactivo, algo desconcertado pero accesible, como si quisiera contrastar con su transparencia personal la opacidad que rodea un episodio que, de forma directa, lo ha golpeado donde más le duele a él y donde más nos preocupa a todos: su fiabilidad.
La noticia recorrió el mundo: el jefe de la seguridad presidencial de Uruguay, un tal Alejandro Astesiano, fue arrestado en la residencia oficial del mandatario, acusado de integrar una organización criminal dedicada a la tramitación de pasaportes con documentación falsa. Los destinatarios de esos pasaportes eran, en todos los casos, ciudadanos rusos. Cada documento obtenido por esa vía costaba entre diez mil y cincuenta mil dólares.
Como primera reacción ante la bataola que ya asomaba en el horizonte, el presidente Lacalle Pou salió a dar la cara por su hombre de confianza: «Lo conozco desde hace más de veinte años», dijo. Y agregó que se trataba de alguien «profesionalmente intachable, sin antecedentes».
Después, con el transcurso de las horas, resultó que no era intachable y sí tenía antecedentes. Muchos antecedentes, numerosos y variados: lo habían metido preso por estafa, y lo habían investigado por otros delitos. Más de veinte indagatorias desde 2002 a 2022 por hurtos, estafas, daño, apropiación indebida y aprovechamiento de documento falsificado.
Ese prontuario volvió inexplicable la declaración del presidente Lacalle Pou. Resulta poco creíble que nadie le haya informado acerca de las actividades extracurriculares del jefe de su seguridad, pero menos creíble resulta considerar que Lacalle sí sabía y no hizo nada. Y difícil de entender cómo, veinticuatro horas después del arresto de su custodio, seguía sin enterarse de esos antecedentes. ¿Y el ministro del Interior? ¿Y el jefe de los servicios de Inteligencia? ¿Y el prosecretario de la Presidencia? Al parecer nadie le dijo nada, lo cual multiplica el absurdo de la situación hasta volverla sospechosa. Mucha gente piensa que el asunto huele a podrido.
Las suspicacias no son jugarretas de opositores, sino que tienen sus fundamentos. Alejandro Astesiano, como hombre a cargo del Servicio de Seguridad Presidencial (SSP), disponía de un despacho en la sede del gobierno, en el piso 4 de la Torre Ejecutiva; tenía mando sobre todo el aparato de custodia del presidente, integrado mayormente por policías de alto rango; organizaba y dirigía las tareas de protección de los mandatarios extranjeros en sus visitas a Uruguay; acompañaba a Lacalle Pou en sus largas y agotadoras jornadas de trabajo, tanto en Uruguay como en el exterior. Esto, traducido al lenguaje corriente, significa que el tipo conocía vida y milagros del presidente de Uruguay.
Curiosamente, trascendió que obtuvo su permiso para portar armas recién en septiembre de 2021, es decir un año y medio después de hacerse cargo de la seguridad presidencial. Esta información ha provocado nuevas dudas: ¿andaba armado sin permiso, o protegía al presidente sin armas? Y peor aún: ¿Por qué el jefe de la custodia del presidente de la República no tenía permiso para portar armas? ¿No lo había solicitado, o se lo habían negado?
Cada día que pasaba (el arresto se produjo el domingo 25 de septiembre) se agregaban nuevas interrogantes, y cada explicación del gobierno resultaba más farragosa. Detrás de Lacalle Pou salieron sus ministros y sus principales voceros parlamentarios a defender a capa y espada la honorabilidad personal del mandatario (que, por otra parte, no fue cuestionada por nadie) y a señalar que Alejandro Astesiano era una especie de oveja negra en la Casa de Gobierno. Lo era, pero no la única. Aparecieron más novedades ingratas: varios custodios del presidente fueron removidos de sus cargos de forma urgentísima por poseer antecedentes que ameritaban «retirarles la confianza».
La investigación penal, llevada adelante por la fiscalía en secreto durante dos años, reveló que hay pruebas «de alta calidad» que vinculan al exjefe de la seguridad presidencial con el tráfico de pasaportes uruguayos falsos, cuyos destinatarios siempre eran, al parecer, ciudadanos rusos. También se sabe que varias reuniones para planificar y ejecutar esas operaciones ilegales se realizaron en la oficina de Astesiano, ubicada en la sede del gobierno, más o menos a unos veinte metros del despacho del presidente. Hasta ahora no ha quedado claro por qué los pasaportes solo iban destinados a ciudadanos rusos, ni cuántos documentos de ese tipo se fraguaron. Gabriela Fossati, la fiscal que investiga el caso, admitió que no se conoce la cantidad. Ella dijo que son «decenas o cientos… Pueden ser miles» los pasaportes falsos.
Varios funcionarios de alto nivel fueron destituidos o separados de sus cargos a raíz del episodio. Entre ellos el Director de Identificación Criminal de la Policía Científica, quien «modificó el expediente de Astesiano sin autorización y sin el conocimiento de sus superiores». Tampoco se sabe si Astesiano era alguien de jerarquía en la organización criminal o si era apenas un peón manipulado o, incluso, chantajeado por otras personas. El estupor es general. El asunto apesta.
Aunque en la sociedad digital todo se olvida rápido, todo se puede rastrear: en 2010, dos décadas después del colapso de la URSS, se destapó el caso de Mikhail Vasenkov, un espía ruso de la época soviética radicado en Nueva York con la identidad usurpada de Juan José Lázaro, un uruguayo que había muerto en Montevideo en 1947, a la edad de tres años. A Vasenkov/ Lázaro lo arrestó el FBI, estuvo preso en Estados Unidos y luego fue canjeado por cuatro ciudadanos rusos encarcelados en Moscú, acusados de espiar para Estados Unidos. El intercambio, que incluyó a más personas, fue organizado por la CIA y el SVR, y ocurrió en el aeropuerto de Viena-Schwechat, en Austria. La gran incógnita de todo ese episodio es cómo Vasenkov había obtenido en 1983 su documentación uruguaya.
Ahora, en Uruguay, ha de continuar la investigación formal contra Alejandro Astesiano (esperemos que ese sea su verdadero nombre) y las otras cinco personas imputadas en el caso. Quizá aparezcan nuevas y más sorprendentes pruebas del accionar criminal de este grupo al que la fiscal ya asocia con algún tipo de espionaje: «Otra explicación es que la intención era obtener visas para Estados Unidos o para moverse libremente por Europa. Estamos hablando de personas rusas vinculadas con poderes de inteligencia del país ruso de antes y de ahora».