Un brutal estallido sacudió Beirut. Ocurrió en un depósito del puerto, fue filmado desde varios ángulos y visto por todo el mundo en cuestión de minutos o de horas. Las imágenes eran tan alucinantes que parecían generadas por computadora. Doscientos muertos, siete mil heridos y un cráter de 150 metros de diámetro. La detonación llegó a escucharse en Turquía, en Israel y hasta en Atenas. Fue la explosión no nuclear más potente de la historia. Eso fue el día 4 de agosto de 2020, es decir hace menos de dos años. Pues bien: fuera del Líbano ya casi nadie se acuerda de esa catástrofe.
Si la modernidad es líquida y sin anclas, la memoria generada por esa modernidad parece haberse convertido en un estado gaseoso de la conciencia. Hasta bien entrado el siglo veinte, los humanos éramos básicamente seres memoriosos. Después pasamos a ser entes olvidadizos. Todo se disipa.
La velocidad del olvido en las sociedades contemporáneas ha sido analizada al detalle, y sobre ello han reflexionado especialistas de diversos campos del saber, con preguntas que tienen un toque dramático. Sin embargo, no se ha logrado hasta ahora formular una respuesta que resulte, además de original, satisfactoria. Es un fenómeno que se repite una y otra vez, a tal punto que ya forma parte de la conducta social: enterarse y olvidar.
No ocurre solo con las tragedias. En marzo de 2021 un enorme buque portacontenedores quedó atravesado en el canal de Suez y bloqueó por completo el tráfico marítimo en esa zona. Se trató de un acontecimiento económico nunca antes visto, con rupturas en las cadenas de suministros y pérdidas de unos diez mil millones de dólares al día. Se llegó a decir que «el comercio mundial podía colapsar» a raíz del incidente. Fue noticia de portada en todo el mundo. Ocurrió hace apenas catorce meses, y ya casi nadie recuerda el episodio.
Se pueden mencionar muchos ejemplos, todos recientes. En cada caso se verá el mismo proceso: de la conmoción inicial al olvido generalizado. Hace un cuarto de siglo el antropólogo Joël Candau ponía el foco en la televisión, y señalaba que la sobreabundancia de imágenes sin un contexto informativo anulaba la memoria y provocaba el olvido. Era el apogeo del zapping. Ahora, en pleno siglo veintiuno, aquella «sobreabundancia de imágenes» se ha incrementado de manera exponencial: YouTube, Instagram, Facebook, Twitter, Zoom, el streaming, y muchos otros procedimientos tecnológicos, nos han llevado a una saturación que genera una certeza ilusoria. Lo que no recordamos se lo preguntamos a Google.
El zapping ha saltado de la televisión a la vida social, a la educación, a las formas del consumo, a los vínculos y las lealtades. Es parte de esa «modernidad líquida» que con tanto éxito explicara Zygmunt Bauman, quien se dedicó a estudiar fenómenos como el consumismo y la globalización: «Cuando una cantidad cada vez más grande de información se distribuye a una velocidad cada vez más alta, la creación de secuencias narrativas, ordenadas y progresivas se hace paulatinamente más dificultosa. La fragmentación amenaza con devenir hegemónica. Y esto tiene consecuencias en el modo en que nos relacionamos con el conocimiento, con el trabajo y con el estilo de vida en un sentido amplio».
Una de esas consecuencias es el incremento del llamado «olvido social». En algunos casos fue (o quiso ser) un olvido impuesto mediante la coerción y el miedo. En la historia de varios países latinoamericanos se puede comprobar fácilmente que, después de las dictaduras de los años 70 y 80 del siglo pasado, fue impuesta la idea de que debía llegar el tiempo del olvido para lograr la reconciliación. No se decía, pero ese era el pacto implícito en los procesos de transición. Un pacto entre las élites militares que salían y las élites políticas que entraban. Elizabeth Lira lo resumió en una síntesis precisa: «La proclamación del olvido».
Sin embargo, hubo y hay focos de resistencia para ese tipo de olvido. Contra la modernidad líquida descrita por Bauman se alza la única memoria sólida de estos tiempos: la que no olvida los crímenes y las violaciones a los derechos humanos. Hay ejemplos de ello en muchos países. En todas partes esa memoria ha sufrido trabas y ha tenido marchas y contramarchas, pero lo cierto es que cada paso —aun aquellos que implicaron un retroceso— ha reforzado esa solidez para volverla más compacta.
La memoria sólida no se contrapone a la modernidad líquida, aunque la cuestiona severamente. Demuestra que es posible resistir o, dicho de forma esquemática, demuestra que podemos recordar. La persistente cascada de datos, imágenes, noticias, referencias, novedades y otros ruidos generados a cada instante por la sociedad global, no alcanzan para que el olvido sea completo. Algo es algo: se puede resistir.