De poco o nada sirve especular con los resultados del plebiscito. Ciertamente el triunfo de una u otra opción marcará senderos con diferentes interrogantes. Tan sólo resta concurrir a las urnas y esperar su veredicto (el llamado es especialmente para los jóvenes). Una inmensa mayoría de los chilenos votó a favor del proceso constituyente y el próximo domingo tendrán que decidir si aprueban o rechazan la propuesta de nueva constitución elaborada, en forma paritaria, por 154 convencionales elegidos democráticamente y cuyas normas fueran resueltas con aprobación de más de dos tercios de los constituyentes.
De cumplirse los presagios de las siempre cuestionadas encuestas – especialmente por la existencia del voto obligatorio – que favorecen al Rechazo, se instalará el desafío de iniciar un nuevo proceso para redactar una constitución que reemplace a la actual impuesta en dictadura, cuyas sucesivas reformas no eliminaron su impronta autoritaria, conservadora y excluyente.
Aunque la campaña de la derecha intentó eludirlo, no resulta ocioso reiterar los orígenes de esta encrucijada histórica. Fue el estallido social detonado por estudiantes secundarios, que primero saltaron los torniquetes del metro, abriendo el sendero a manifestaciones masivas que terminaron transformando la histórica plaza Italia en de la Dignidad, como epicentro de continuos enfrentamientos con la represión policial.

Aunque se crucen con las de la violencia y sus lamentables consecuencias, incluidas las víctimas emblemáticas por ceguera y daños oculares, en el registro histórico permanece imborrable la movilización de millones que coparon las calles de la capital y numerosas regiones del país demandando cambios y transformaciones impostergables. Era la pesada herencia de una dictadura, sustentada en su constitución impuesta, cuyas costosas modificaciones nunca permitieron superar la esencia de un orden injusto y excluyente marcado por la concentración extrema de la riqueza y la desigualdad excluyente, con aquellos privilegios a que aludiera horrorizada la entonces primera dama Cecilia Morel. Estaban a la vista por largos años y una mecha pareció incendiar la pradera. Por el hastío acumulado con el costo y mala calidad de la educación y la salud, con sus interminables listas de espera. Por las pensiones indignas, la vivienda, los bajos salarios. Por todo aquello y mucho más.

El acuerdo de aquel 15 de noviembre, suscrito por la mayoría de los partidos políticos, con muchos rostros pálidos por el temor al descontrol social, entregó un cauce institucional a la inocultable crisis sistémica. Un proceso constituyente apoyado por el 78 % de los ciudadanos que en aquel plebiscito optaron por elegir íntegramente a sus representantes, en forma paritaria y con representantes de las etnias originarias y la participación de independientes, con el mandato de elaborar una propuesta de nueva constitución, que debía ser ratificada por un plebiscito de salida, en donde el voto sería obligatorio. En ese camino estamos enfrentando el hito de este 4 de septiembre de 2022.
No fue una tarea fácil la labor desarrollada por los convencionales en un acotado plazo de tiempo, durante un proceso inédito, no exento de errores y duras controversias. Sin embargo, la inmensa mayoría de las propuestas extremas fueron desechadas, para construir consensos muy amplios, incluso superiores a los dos tercios establecidos, para generar la propuesta que hoy se somete al veredicto popular.
Desde sus inicios, el proceso constituyente ha estado sometido a una intensa campaña de descrédito por parte de la derecha, que mayoritariamente estuvo por su rechazo y nunca aceptó no tener el derecho a veto que no alcanzó en las urnas. Una campaña construida en base a infundios, medias verdades y mañosas interpretaciones, que no han logrado acreditar pese a su millonaria inversión mediática para este plebiscito. Una campaña a la que, desgraciadamente, se han sumado sectores del centro político, que parecen haber cruzado las fronteras del progresismo.

Ciertamente la propuesta de nueva constitución no es perfecta, pero tiene grandes méritos y avances, que necesariamente deben ser asumidos, cualquiera sea el resultado del plebiscito. El ex ministro Luis Maira, un connotado político y reconocido intelectual, se ha dado el trabajo de compilar más de 160 artículos de la propuesta de nueva constitución, que recogen buena parte de estos avances y debieran generar consensos ampliamente mayoritarios en el país. Y es perfectible, tal como lo han reconocido los partidos oficialistas al suscribir un compromiso de cambios, reformas y precisiones, en la eventualidad que triunfe el apruebo. Un compromiso que cuenta con el aval del presidente de la república.
El riesgoso camino del rechazo
Por más que un sector de sus patrocinadores más extremos lo sostenga sin tapujos, el eventual rechazo de la propuesta de nueva constitución no es el fin del proceso constituyente sino, al igual como el triunfo del apruebo, un nuevo punto de partida. El rechazo lo transformaría en un sendero más largo, riesgoso y complejo, con incertidumbres en materia institucional, pero ineludiblemente compromete a los diversos sectores sociales y políticos en darle continuidad a dicho proceso.
El presidente de la república ha sido claro en señalar que, en la eventualidad que se imponga el rechazo, se debe convocar a un nuevo proceso constituyente, según lo establecido en la reforma constitucional que le dio origen, con representantes íntegramente elegidos, en forma paritaria. Y la idea se ha venido imponiendo por su propia fuerza, desestimando iniciativas que no cuentan con legitimidad ni apoyo ciudadano, como una pretendida comisión de “expertos” o radicar en el suficientemente desacreditado parlamento la tarea de redactar una nueva propuesta.
La tentación de acotar un eventual nuevo proceso, tanto en el tiempo, como en el número de convencionales, la representación de las etnias originarias, o la participación de los independientes, involucraría serios riesgos y dificultades, toda vez que existe un precedente y así ha sido establecido en la reforma constitucional que le dio origen. El parlamento, al que le correspondería resolver el tema, debería actuar con extrema prudencia para evitar las consecuencias de su mayor deslegitimación.
Ciertamente el mayor riesgo que representa el rechazo es social y político, sin descartar la posibilidad de nuevos rebrotes para un nuevo estallido. La derecha apostó a un perfil bajo en la campaña del rechazo, cediendo el protagonismo a sectores de centro o disidentes del oficialismo. Pero es más que evidente que, en la alternativa que se imponga el rechazo, asumirá un renovado protagonismo para defender los intereses que históricamente ha representado, refugiándose en el derecho a veto que le concede su actual incidencia parlamentaria.
Los sectores de centro que se han plegado a las filas del rechazo, con argumentos muy reconocidos por la derecha, han asumido un gran riesgo político al confiar en sus vagas promesas reformistas. No hay razones ni garantías suficientes para esa confianza en una derecha que ha defendido con dientes y muelas la constitución de 1980, allanándose a tímidas e insuficientes reformas que no cambian lo esencial del modelo económico e institucional. Aún defienden, más allá de la palabra, la esencia de un estado subsidiario, los derechos de aguas transables, precios de mercado para las expropiaciones, las AFP, Isapres, etc. Una cosa son las promesas ex ante, y otra muy distinta, negociar con la sartén por el mango.
El día después
Cualquiera sea su resultado, el plebiscito del 4 de septiembre marcará un antes y un después. Tanto para el destino del proceso constituyente, como para el proceso político que vive el país. Inevitablemente, la campaña por el apruebo o el rechazo ha terminado por polarizar las posiciones, fracturando partidos y coaliciones. Una polarización que ha llegado al parlamento, que parece haber perdido buena parte de su capacidad de diálogo y construcción de acuerdos, para reemplazarla por la confrontación y la descalificación (sin necesidad de ejemplificarlo en base al reciente desempeño delictual del diputado de la Carrera).
Sin lugar a dudas esa polarización no le hace bien al país, que sólo ha logrado avanzar cuando alcanza acuerdos democráticos. Asumiendo lo que ha sido su conducción de casi 6 meses, es más que evidente que el mensaje central del presidente Boric la noche del 4 de septiembre será un llamado a la unidad nacional, el diálogo y los acuerdos, que no es lo mismo que la peregrina idea de un gobierno de unidad nacional, insinuada por algunos especuladores analistas.
El presidente Gabriel Boric fue elegida por una clara mayoría en segunda vuelta, sobre la base de un programa de gobierno reformulado, que tiene el derecho y el deber de cumplir, cualquiera sea el marco institucional que el país decida.

Es más que evidente que el triunfo del apruebo representaría una victoria no tan sólo para el gobierno y sus coaliciones de apoyo, sino para esa mayoría ciudadana que se movilizara a favor de los cambios y transformaciones. Como es igualmente evidente que el rechazo importaría una derrota que debilita al gobierno en el terreno propiamente político.
En ambas alternativas, el gobierno está desafiado a marcar una nueva etapa de su gestión, dejando atrás su proceso de instalación, para desplegar una agenda sustantiva que permita enfrentar los grandes desafíos que se han acentuado desde que asumió en La Moneda con su programa de cambios.
Si ello debe coincidir con un ajuste ministerial con el cual se ha venido especulando, ello corresponde a una facultad privativa del presidente. No es lo más adecuado ni conducente que algunos dirigentes partidarios reafirmen una disponibilidad que se da por supuesta, o que expresen sus aspiraciones por la prensa.
Lo más relevante en esta nueva etapa es que el gobierno amplíe su base de sustentación política y social, incluyendo la amplia diversidad del mundo progresista que apoya el proceso de cambios y se ha jugado por la aprobación del proceso constituyente. Algo esencial continuará siendo el desafío de cristalizar una nueva constitución redactada y aprobada en democracia, reconocida como la casa común de lo(a)s chileno(a)s.