En enero de 2019 me invitaron a participar del libro Leer un poema. Antología comentada (Editorial UH. La Habana, 2021), coordinado por el profesor Leonardo Sarría y que lo lanzará esta semana. Me pedían elegir un poema chileno y explicar las razones de mi elección. Seleccioné el poema “Amada amiga” de Cecilia Vicuña. Para celebrar su reciente premio, comparto mis reflexiones que titulé: Escribir desde el cuerpo o la exploración de los deseos.
Si un lector desprevenido y quizás descuidado, se encontrara en forma azarosa con el poema “Amada amiga” de la poeta chilena Cecilia Vicuña, podría pensar que se trata de un texto que forma parte de la campaña #metoo o un manifiesto en favor de las minorías sexuales. Y aunque no fuera así, en lo fundamental, ese lector no estaría equivocado, ya que la pertinencia de este texto –escrito hace casi cincuenta años- tiene plena vigencia para pensar hoy los temas de género, sexualidad y sentidos del cuerpo. Es un poema con historia: forma parte del libro Sabor a mí, escrito en la década de los sesenta, cuando la autora bordeaba los veinte años, y recién se publicó en Chile en los años noventa. En una entrevista a su autora, Pedro Pablo Guerrero cuenta que hubo un contrato de edición con la editorial de la Universidad Católica de Valparaíso, pero al año 1972 “el libro de poemas eróticos permanecía inédito”. Según contó un escritor chileno que promovía su edición, habría sido el rector de la Universidad Católica de Valparaíso quien se opuso: “había dicho: ´Sobre mi cadáver´» (Revista de libros, El Mercurio, enero 2008).
¿Qué hay en este poema, tal vez uno de los más conocidos de Cecilia Vicuña, que ameritara la enfática censura del rector de esa universidad? Sin duda, la omnipresencia del cuerpo y los deseos de la mujer como territorio de poetización. Desde esa perspectiva, el poema desafía y transgrede los prejuicios sexuales que, aunque hegemonizada por los irreverentes discursos revolucionarios de los años sesenta, seguía siendo profundamente conservadora y católica, incluso en sociedades que estaban en plenos procesos de transformaciones sociales y culturales, como Chile en tiempos de la Unidad Popular. El socialismo vino a hacerse cargo de las diferencias entre lo patriarcal y la experiencia cotidiana de la mujer con mucho retraso y a contrapelo de los tiempos. Lo discursivo difícilmente tenía un correlato con lo experiencial y, en la práctica, la condición de la mujer (y por analogía, de las minorías sexuales) ha sido hasta el día de hoy profundamente discriminatoria, más allá del paradigma ideológico en que se cobije una determinada sociedad.
Hay que leer este texto, entonces, en esta perspectiva: un poema escrito desde lo femenino, como un gran acto de develación que le confiere voz y palabra a un mundo marginado y proscrito. La posición del hablante queda establecida desde el inicio del poema: “Las personas que me visitan/ no imaginan/ lo que desencadenan en mí”[1]. La poeta fija dos mundos: el íntimo, el que las personas que la visitan no imaginan (que aquí equivale a decir no sospechan) y que, como se confirma a lo largo de todo el texto, es el de los deseos del cuerpo femenino; y el otro, el de afuera, donde irrumpirán los miedos y las convenciones acerca de los lugares que ocupan los diferentes sujetos en el mapa de la sexualidad, el amor y el poder.
Lo que se desencadena en el hablante es un cúmulo de experiencias que nacen de la sensualidad y subjetividad femeninas, y de los deseos sexuales que no están sujetos a los condicionamientos heteronormativos impuestos en las sociedades patriarcales. Casi en tono confidencial, el hablante nos revela que “C. no sabe que sueño/ con mirarla sin que me vea”. La imagen –de clara connotación voyerista- va recorriendo distintos niveles de la figura de la “otra”. Al principio, a lo doméstico asociado típicamente a lo femenino, se le da un carácter de sagrado (“Mientras le echa dulce de camote/ al pan parece que juega/ con cálices y piedras sagradas”). La imagen arranca desde la comida pero el gesto que ve el hablante y que se desencadena en ella, es sagrado porque conecta con los sentidos y las sitúa –a ella y a C.- en una zona “donde los mares hacen equilibrio,/ donde las mujeres que tienen frío/ se solazan”, es decir, un lugar de simetrías, de sensaciones que se compensan, de un territorio fronterizo donde la mujer “que tiene frío”, la desprotegida, la marginada, la discriminada, puede darse solaz, o sea, recibir “consuelo, placer, esparcimiento, alivio de los trabajos” (según Diccionario digital de la RAE). De esta forma, la poeta reivindica para la mujer el lugar de lo placentero, del solaz, donde el eje del goce se encuentra en “grupos ondulantes de caderas/ que repiten la redondez/ y la perfección/ hasta alcanzar una estridencia/ grande”.
Aquí se ha establecido claramente el deseo de un cuerpo hacia otro, situados en ese equilibrio precario del placer. Pero hay un matiz del discurso que, en definitiva, de matiz no tiene nada, y que lleva la lectura hacia una nueva frontera. El hablante se pregunta por qué no puede decir cosas tan simples como “Eres tan hermosa” o “Me alegro tanto/ de que hayas llegado” y define como “torpe” su propio enunciado. Si la relación de amor-deseo expresada en el poema estuviera en los marcos de una experiencia heterosexual, no existiría esta dificultad ni esa torpeza. Habría un lenguaje ya codificado, institucionalizado y aceptado para “decir” el deseo. Pero el hablante necesita encontrar una lengua para una experiencia que está fuera de lo convencional: la experiencia lésbica. Cuando expresa su anhelo de vivir “en ella”, cuando quiere encontrar las palabras que le permitan expresarlo, se encuentra que “Está tan oscuro el muslo/ tan brillante el pelo/ que parece habla otra lengua”. El poema es, entonces, la búsqueda de esa otra lengua, la que nace de muslos, pelo, caderas, pezones, etc., la lengua que se conjuga desde los sentidos y desde el placer, pero no de cualquiera, sino de este que nace entre dos mujeres y contraviene las convenciones de la sexualidad.
En el poema hay una advertencia (de hecho, es un verso solitario). Se afirma que lo que estamos leyendo “no es exactamente esto”. ¿A qué se refiere esta advertencia? Veo aquí un acto de iluminación sobre otro de los ejes de este poema: la duda del hablante respecto de la posibilidad efectiva de desplegar una relación lésbica y de transformarla en lenguaje, en medio de una sociedad y una cultura patriarcales. El deseo, en este punto, se transforma en una especie de utopía donde los cuerpos –independiente de su género- podrán encontrarse como dispositivos hechos para el placer / solaz. “No sufras porque en este cuadro/ dos mujeres se acarician/ yo alguna vez te acariciaré.”, dice el poema expresando por una parte el deseo, y enunciando al mismo tiempo la utopía, ya que como afirmó antes, “no es exactamente esto”. La convocatoria a la ilusión utópica de una relación de placer entre ellas queda explícita en los siguientes versos: “Aliméntate y enjóyate, / No dejes de soñar con el cuadro/ del maestro de Fontainebleau/ donde una mujer/ le toma a otra un pezón: / durante épocas enteras/ nadie soltará tu pezón.” El sueño utópico es la condición de vida que enriquece y se eterniza, aquella donde una mujer puede desear y amar a otra, y ser correspondida. Casi como recurso de resignación ante el temor de C. a abrirse y entregarse al deseo, el hablante decide instalarse en el sueño que la nutre y le da riqueza a su vida (“aliméntate y enjóyate”) y prometérselo a su amada. Pero tiene conciencia de su imposibilidad.
Ella sabe que “[es] escaso el tiempo/ que tenemos para vernos/ y conversar”. ¿En qué sentido es escaso? Precisamente, en el sentido de la imposibilidad. Ella lo reconoce cuando expresa lo que le gustaría ser: “Me gustaría ser hombre/ para seducirte y obligarte/ a que abandones tu casa/ y te olvides de todo”. El límite está establecido y es insuficiente, ya que ni siquiera la posibilidad de una relación travestida, como si fuera un hombre, satisface sus expectativas. Ella sabe que la experiencia que visualiza y persigue es de otra naturaleza. El amor entre los hombres es pobre. “Separados y solitarios/ los hombres siempre están fuera”, concluye el hablante, y esa imagen no le gusta, porque ella busca una vivencia diferente, sólo posible si se construye con esta lengua distinta que intenta construir el poema para expresar lo lésbico.
Al final, este es un gran poema de amor porque se sostiene desde un imposible. Más allá de lo puramente erótico, más allá de las sensualidades conectadas y, al mismo tiempo, castradas, persiste el deseo de conexión con el otro. “Estoy cansada de ti”, dice el hablante, porque C. nunca se entrega al sueño ni quiere transgredir las convenciones. Pero en una segunda mirada, la poeta nos propone otra perspectiva: “Es de mí que me canso.” Se cansa, efectivamente, de la imposibilidad de su sueño. Afirma que tiene miedo de C. porque siente y está convencida de que ella nunca podrá instalarse en la misma sintonía emocional y sensual que ella, es decir, nunca serán parejas, en el sentido de relacionarse desde una posición simétrica. El hablante está dispuesto y la convoca a traspasar los límites de las convenciones sexuales y abrirse a una relación lésbica. Pero su amiga amada, no. Ella está situada en el equilibrio precario de los mares que se encuentran, pero como se lo recrimina la hablante: “tu lado humano/ no está a la altura/ de tu lado bestial”. Es decir, lo humano percibido como el ejercicio moderno de la sexualidad a partir del modelo patriarcal, donde se define lo heterosexual como la norma y lo homosexual, como la desviación. Y lo bestial, ese mundo que se vincula a los impulsos primarios, a los derechos básicos de los cuerpos a amarse y disfrutarse.
Así era el mundo cuando se escribió este texto. Un amor entre mujeres se desviaba de lo aceptable y correcto. Lo heterosexual era lo establecido. La intuición de Cecilia Vicuña me parece que sigue vigente, sólo que es más perentoria, ya que en la medida en que aceptamos nuevas formas del amor y del sexo, las respuestas conservadoras pueden volverse más agresivas y retrotraernos a formas de censura que, como en Chile, a pesar de que aún no había dictadura (año 1972), se aplicaban desde los poderes reales.
Santiago de Chile, enero 2019.
[1] Todas las citas corresponden al libro Los veteranos del 70. Antología, de Carlos Olivárez. Ediciones Melquíades, Santiago: 1988.