Por Antonio Ostornol, escritor.
Hace una semana escribí unas breves reflexiones acerca de un tema que me inquieta hace ya un buen tiempo: nuestra capacidad de conversar. Lo hice a propósito de las consideraciones que la opinión pública –especialmente desde la oposición, pero no solo- hace de la gestión del ministro de salud. Claro que no estaba pensando en “todas” las opiniones que se vierten a diario sobre su acción pública, sino específicamente sobre aquellas que, desde mi punto de vista, establecen primero un prejuicio – a este señor solo le interesan los negocios – y luego emiten algún aserto acerca de la política sanitaria que, necesariamente, concluye con la urgencia de prescindir de esa autoridad. Yo no me siento calificado para juzgar con propiedad la estrategia que se está siguiendo y así lo dije la semana pasada. Lo relevante para mí no era establecer desde mi columna la supremacía de tal o cual política para contener el virus. Lo que de verdad me preocupaba –y no sólo desde ahora sino desde hace bastante tiempo- es el deterioro del debate público y la pérdida de “escucha” del otro que no piensa como nosotros.
el deterioro del debate público y la pérdida de “escucha” del otro que no piensa como nosotros.
Luego de leer muchos comentarios y mensajes que me hicieron llegar muy buenos y, en algunos casos, calificados amigos, me quedé con la sensación de que esta idea no la había comunicado de buena forma, y lo que buscaba enfatizar, se perdió en el camino. Lo digo porque mucha gente leyó mi columna como una suerte de exoneración del ministro y eso no tenía ninguna relación con mi propósito. Hay evidencia, no sólo ahora sino desde hace un buen rato, de que existe una discusión abierta en el mundo vinculado a las políticas públicas de salud respecto a las mejores o peores prácticas para combatir la pandemia. Y nuestro país no ha estado exento de ella. Durante los últimos meses, he escuchado a muchos que abogan por cuarentenas más robustas y totales, versus las dinámicas o parciales y móviles; y a muchos otros que señalan las dificultades de sostenerlas o las consecuencias sociales de largo plazo que ellas implican. Lo mismo podríamos decir de los criterios de conteo, o de las formas de apoyar las dificultades asociadas a los efectos producidos de modo tan desigual en sociedades tan inequitativas como la nuestra, o sobre los tipos de exámenes que debieran aplicarse, los protocolos de los mismos, los tiempos y cantidades, etc., etc. ¿Esta discusión significa que hay solamente una forma de enfrentar el problema y alguien tiene la fórmula?
¿Esta discusión significa que hay solamente una forma de enfrentar el problema y alguien tiene la fórmula?
Al seguir la discusión, pareciera que cada especialista cree ser el dueño absoluto de la evidencia y la verdad y, si no se hace lo que se propone, es porque el otro tiene un interés espurio. Yo me preguntaba, simplemente, si podíamos asumir de buenas a primeras aseveraciones tan fuertes como asegurar que a tal o cual autoridad solo le importa la salud de los negocios y no de la gente; o que los datos que se manejan públicamente y se reportan al mundo, están manipulados. Y a mí me parece que no lo podemos aceptar como una verdad establecida a priori, por el solo hecho de venir de tal o cual persona. ¿Estoy diciendo que estas cosas no podrían ocurrir? Nada más alejado de mis convicciones. Ya recordaba la semana que había un ministro de otro país acusado de hacer negocios personales con insumos médicos para la pandemia. Mi punto es otro y tiene que ver con la disposición a conversar y las condiciones que lo permiten. Si entramos a los diálogos partiendo de la base que el otro es un virtual delincuente o un desalmado, que solo busca enredarme fraudulentamente en sus argumentos para obtener beneficios mezquinos, será muy difícil que pueda escucharlo, entender su argumento, evaluar y, luego, comunicarle -con alguna probabilidad de éxito de también ser escuchado- aquello en lo que estoy de acuerdo o en desacuerdo. Lo más probable es que simplemente haría un ejercicio de lectura automática, encuadrando al interlocutor en la idea previa que tengo de sus ideas, intenciones y capacidades.
o que los datos que se manejan públicamente y se reportan al mundo, están manipulados
Y esto que estoy diciendo no es patrimonio de una determinada posición política o de cierta parte del espectro social. Me preocupa porque es algo que cruza todos los vértices de la escena política nacional. De hecho, observando el comportamiento del gobierno a lo largo de estos meses, a veces pareciera que tuviera miedo de involucrar más actores en los procesos de gestión de políticas públicas. Al principio, renuencia a instalar la mesa social; dificultad para articularse con el mundo de las municipalidades; distancia evidente con los grupos científicos más autónomos; imposibilidad casi absoluta de cambiar una decisión. ¿A qué le teme el gobierno? ¿A perder protagonismo? ¿A quedar fuera de la escena? ¿A que se pase de la “epidemia sanitaria, a la económica y la social”, y de ahí a la política?
Y esto que estoy diciendo no es patrimonio de una determinada posición política o de cierta parte del espectro social.
También el gobierno actúa desde sus prejuicios y cegueras. Asume que la mayor parte de las críticas no son plenamente honestas, que no buscan el bienestar de las personas y apoyar el esfuerzo para contener la crisis, sino que ven a sus opositores políticos dispuestos a utilizar los problemas sociales y políticos que existen para desarmar el modelo económico y social que tanto han defendido, o peor aún, que pretenden menoscabar la autoridad y aprovechar la oportunidad crítica en que estamos para debilitar el gobierno y, ojalá, desbancarlo. Y claro, si yo pienso que ese que quiere conversar conmigo solo busca sacarme antes de tiempo o destruirme, no voy a estar dispuesto a un diálogo verdadero, donde yo me reconozca como alguien que no tiene toda la razón y, al mismo tiempo, admita que puedo aprender del otro, aunque este sea mi adversario.
También el gobierno actúa desde sus prejuicios y cegueras.
Llevamos tres semanas de cuarentena en Santiago. Casi todo el mundo dice que se decretó tarde y pareciera haber consenso en grupos muy diversos. Pero los números no remiten. La movilidad, signo que acusa el grado de cumplimiento de la medida, no se reduce. Apenas un 30% cuando la expectativa mínima para que sea eficiente debiera estar en torno al 60% de reducción. ¿Por qué no se cumple? ¿Es sólo el tema de la precariedad social de nuestro país? Sí, ahí está la causa basal, que no es solo económica sino también cultural. Pero sobre todo esta realidad pone de manifiesto la falta de confianza de la ciudadanía en los liderazgos. Y la recuperación de la misma no es responsabilidad exclusiva del gobierno (aunque tiene una alta cuota). Lo es también de las diversas oposiciones y su genuina disposición a establecer acuerdos. Parte de nuestras debilidades como país para responder a esta crisis tiene que ver con la crisis de los liderazgos. En una columna de un diario se comentaba la sobreexposición mediática del gobierno. ¿Tiene sentido que el presidente, los ministros, intendentes, subsecretarias estén cada quince minutos anunciando algo, para demostrar que no están simplemente “preocupados” sino “ocupados” en los temas? El mando único en una situación de pandemia debe existir. Pero a este se pueden sumar voces y rostros diversos que le den más confiabilidad a dicho mando. ¿Estarán en el gobierno dispuestos a compartir de verdad la pantalla y los méritos de este proceso? ¿Estarán los opositores dispuestos a ponerse en un segundo plano y reconocer el mando? Estamos más que complicados. Mientras, seguirán las fiestas durante el toque de queda, las calles estarán un poco menos saturadas pero parecidas a un día normal de febrero o fin de semana largo, seguiremos pensando que toda la culpa es del otro lado, y no sabemos verdaderamente cómo será el desenlace.
¿Por qué no se cumple? ¿Es sólo el tema de la precariedad social de nuestro país?
seguiremos pensando que toda la culpa es del otro lado, y no sabemos verdaderamente cómo será el desenlace.