Hace cincuenta años, un 17 de diciembre de 1971, recibí mi licencia de enseñanza media, junto a casi 180 compañeros y compañeras. Lo celebramos, por supuesto. ¿Pero qué celebramos?
Hace exactamente cincuenta años, y algunos días, un grupo cercano a las doscientas personas, de entre 17 y 19 años, nos licenciábamos de enseñanza media en el Liceo Experimental Manuel de Salas, de la Universidad de Chile. La semana recién pasada, algunos de aquellos nos reunimos a celebrar. Los compañeros y compañeras que organizaban el encuentro me pidieron que leyera algunas palabras. Lo que hice con gusto y sin gran esfuerzo porque hablar de mi liceo y mi paso por sus salas y sus años, es parte esencial de mi vida, como (me imagino) lo debe ser para la gran mayoría de la gente. Nosotros, los “manuelsalinos”, cultivamos un cierto sentido de excepcionalidad que, en muchos aspectos, recuerda a otras cofradías notables como la de los “institutanos” o los del Lastarria, el Liceo 1 de Niñas o el notable Liceo 7 de hombres, ubicado cerquita de nuestro colegio, sobre la Avenida Irarrázabal, o el otro Salas, el Darío, allá por la Avenida España. Si lo pensamos bien, en aquellos años ser estudiante o egresado del Manuel de Salas, o de cualquiera de estos otros liceos (no los nombré a todos, pero tampoco eran muchos más), implicaba ser parte de una especie de elite mesocrática, heredera de las políticas radicales de los años treinta.
En mi liceo, al menos, se lo vivía así. Tanto, que ni siquiera pertenecíamos al Ministerio, sino que dependíamos directamente de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile. Y éramos experimental. De los primeros en instalar la coeducación y romper la barrera de liceos para hombres y para mujeres, así como pionero en instituir el cogobierno, a comienzos de los setenta. Cuando estaba en cuarto medio fui parte, a nombre de los estudiantes, del Consejo Manuel de Salas, máximo órgano de dirección del Liceo. Allí discutíamos las políticas del colegio con directivos, profesores y personal administrativo. A veces me encuentro con alguno de quienes fuimos representantes de los estudiantes en ese tiempo y nos asombramos de, a lo menos, dos cosas: una, la sensación de andar más perdidos que el Teniente Bello en los temas educacionales; y dos, la pachorra de defensa uruguayo para pedir la palabra y defender unos puntos de vista que, a duras penas, lográbamos entender. Parece absurdo, pero era parte de lo experimental y una forma precursora de entender la comunidad escolar. En nuestro liceo ejercíamos la libertad y la cultura cívica. Derecho y obligación a opinar y tener ideas fundadas, participación en la institucionalidad representativa de los estudiantes (consejos de curso, asamblea de delegados, centro de estudiantes). Teníamos un “Gobierno estudiantil” como si fuéramos una república. A veces nos íbamos por el lado de las asambleas, pero en la mayoría de los casos, las decisiones estudiantiles más importantes se tomaban con un riguroso sistema de votación y representación. El liceo era una forma de sociedad desde donde nos aprendíamos a vincular con el país, con sus diversos sectores sociales, con sus instituciones.
Ahora, cincuenta años después, pienso que esa sensación de singularidad que experimentamos estaba muy relacionada con un ciclo histórico chileno y que, con mayor o menor intensidad, se vivió a lo largo de muchos años y en muchos establecimientos educacionales. Estos procesos fueron, de alguna forma, hijos del estado docente, de aquella consigna que priorizó la educación como principal valor social y mecanismo crucial para la movilidad social. Que sus hijos estudiaran en el Liceo Manuel de Salas era el sueño obvio de mi padre, la culminación de su propio proceso de educación. Él, antofagastino de nacimiento, hijo menor de una familia modesta y numerosa que valoraba el trabajo, la educación y la sencillez, con espíritu laico y tolerante, fue el único de sus hermanos que concluyó una carrera liberal y tradicional: derecho. Estudió en la Universidad de Chile (Pío Nono), era hincha de la U, militante comunista en la universidad (y luego toda la vida). Desde ese lugar, apostó por una educación laica para sus hijos, en un espacio de pensamiento y modernidad, en un ambiente donde se cultivaba el futuro que, a sus ojos, no era otra cosa que la revolución. En mi liceo había muchos hijos de profesionales, militantes de izquierda o progresistas en el más amplio sentido de la palabra. ¿Por qué hacían esta opción? Ya entonces, excepto algunos pocos liceos fiscales, los colegios particulares religiosos eran los mejor considerados, pero en ellos se convivía con dios. Y nosotros crecimos sin dios. Y nuestros padres no nos querían cerca de dios. Representábamos el nuevo credo, el que venía de manos del racionalismo, de la ciencia, de la revolución. Y en el liceo no estaba dios. O, para ser justos, no estaba el viejo dios. Recuerdo solo dos profesores de religión, ambos sacerdotes, creo que jesuitas. A la vuelta de los años, ambos dejaron el sacerdocio.
Éramos, entonces, hace cincuenta años, los hijos del sueño revolucionario de una época. Y, como suele suceder en la historia, estábamos seguros de que éramos una amplia mayoría en nuestro liceo. Mis últimos años en el colegio, hasta 1971, entre quienes representábamos a la Unidad Popular y los que se alineaban con el MIR, éramos efectivamente, mayoría. Pero como buena mayoría política, cambiante. Al año siguiente, una vez que ya estábamos fuera del liceo, el Centro de Estudiantes fue ganado por una coalición formada por la derecha y la democracia cristiana. Ya entonces, incluso en los reductos teóricamente más “izquierdistas”, había disidencias importantes. Sin embargo, esas disidencias –en esos años era la derecha para oponerse a la UP- en nuestro colegio se expresaban de manera cívica. Se iba a las elecciones y los resultados se respetaban. Incluso llegaron a ser mayoría. Eso se fue perdiendo y esas reglas civilizadas que nutrían nuestro liceo, desaparecieron hasta que terminamos en el golpe de estado. Mirado a la distancia, sorprende el grado de inconciencia con que actuábamos, socavando de hecho y de palabra, la posibilidad de resguardar un espacio democrático. Ese lugar identitario que era el colegio dejó de existir. Al menos para quienes nos habíamos educado allí, con una mirada progresista y civilizatoria.
Cuando, a fines de los setenta, escribí mi primera novela, Los recodos del silencio (Mago Editores, 2011), fue el liceo, como un lugar mítico, el escenario que escogí para su acción. En esa historia buscaba recuperar los gestos de este proceso formativo que nos había ayudado a soñar y creer en el futuro, que nos había permitido vincularnos con otros y otras diferentes, que nos había permitido creer en nosotros mismos. Manuel, el profesor en torno al cual gira la historia, representa de alguna forma el ideal discursivo de la enseñanza en el liceo. Dialogante, respetuoso de los y las alumnas, propositivo para que las tareas y los proyectos nacieran de los estudiantes, incentivador del espíritu crítico. De alguna forma, sigo proclamando mi credo educativo, que nació de mi propia experiencia de alumno, cuando inicio un nuevo año académico.
Como ya cumplimos cincuenta años desde que salimos del colegio, ya no me creo que somos la excepcionalidad misma, aunque nos guste vernos así. Pero rescato de esos años lo que fuimos como hijos de un liceo que tenía una fe humanista, laica y respetuosa de lo religioso, que nos enseñó a creer en las personas, en sus talentos, en sus diferencias, en sus posibilidades de futuro. Nuestros compañeros dedicaron su vida a crear vida. He conocido profesionales de los más diversos mundos, artistas y empresarios, unos dedicados a lo privado y otros al servicio público. Muchos que debieron reinventarse y lo hicieron. Muchos que partieron a vivir a otros países, sumándole a las dificultades propias de cualquier vida, el tener que asumir lugares y culturas diferentes, muchas veces sometidos a la discriminación. Fuimos 180 personas que el año de gracia de 1971 terminaron su enseñanza media y se lanzaron y fueron lanzados a pelear la vida. Muchos ya no están: por razones de esas luchas o por causas naturales. Otros siguen bregando todos los días. Al final, todos estamos en la memoria de un espacio y un tiempo que nos hizo ser humanistas en el sentido más clásico del término, hijos todos de la ilustración, y llamados a darnos hacia los demás, siguiendo la ilusión de la modernidad progresista propia de los siglos XIX y XX.