Dos nuevos muertos en la Araucanía, las vacaciones sacándonos de la intensidad de la política durante estos años y la urgencia de ponerle el cascabel al gato, o sea, enfrentar el conflicto en el sur con una estrategia nacional y consensuada que, por fin, ponga freno a una sangría interminable.
Inicio de vacaciones. Una cierta sensación de calma. Subrepticiamente tomo conciencia de que hemos vivido algunos años de mucha intensidad, de exacerbación de las emociones. La segunda vuelta de las elecciones presidenciales fue como el último día del bienio y, el día siguiente, algo parecido a un enero primero, con la resaca de la fiesta, el exceso de comida, la somnolencia propia del trasnoche y de los grados de alcohol que se consumieron de más todavía rondando entre las neuronas. Incluso podríamos imaginar los rebotes de algún vuelo más prolongado que lo habitual o los restos de una alucinación que todavía intentamos descifrar. El triunfo categórico de Gabriel Boric –que paradigmáticamente les da continuidad a los buenos augurios de la convención constitucional- consagra una idea que, pareciera evidente, debiera ser procesada por todas las fuerzas políticas, sociales, ideológicas o culturales: la sociedad chilena tiene que cambiar y, al parecer, hay una importante mayoría que así lo ha expresado. Entonces, a la cierta sensación de calma, e incluso de racionalidad, que he enunciado, le podemos encontrar algún sustento. Podríamos, todavía, anticipar que los focos de lo público ya no estarán centrados en las lógicas de aniquilación que han dominado el conflicto político de los últimos años, sino en discusiones más argumentadas y evidenciadas respecto de qué exactamente y cuánto debemos cambiar, y cómo reemplazar lo cambiado. Y a este gato hay que ponerle el cascabel.
Estuve algunos días sin ver noticias y el mundo se volvió silencioso, más armónico, distendido. Entonces, impelido por la escritura de estas líneas, comencé a revisar el anecdotario noticioso de nuestro país. Al parecer, más allá del bochornoso episodio Djokovic, Chile podría tener buenas noticias en Melbourne. La selección chilena, en cambio, la tiene difícil, incluso en la altura de Calama. Y ni hablar de la U; solo rezar. Por suerte tenemos a la mejor arquera del mundo durante la última temporada. Pero si nos movemos un poquito de ese lugar, ya rápidamente asoman las señales de que la aparente calma no es más que eso: una apariencia. Al menos, mientras no se comience a hablar de verdad de los diversos temas que han de resolverse (o no) durante el próximo gobierno. Sin ir más lejos, mientras escribo estas líneas las noticias de último minuto hablan de dos asesinatos en la Araucanía. No me sorprende. Tampoco me escandaliza. Simplemente, me sume en la desazón. Hace algunos años, en un chat de viejos amigos del liceo, conversábamos acerca del conflicto mapuche y la justicia de sus reivindicaciones. Uno de nuestros amigos, cuando se tituló de médico, se fue a la zona a ejercer la profesión, porque estaba seguro de que su aporte al bienestar del pueblo mapuche, entre otros, iba a ser más relevante y significativo allí que en una próspera clínica en Santiago. Después de cuarenta años de ejercicio profesional, había logrado comprar “su casa”, esa destinada a pasar los últimos años de la vida, en la zona de Quidico.
En la oportunidad de nuestra conversación, nos advertía que la violencia en la zona era mucho peor de todo lo que pudiéramos imaginar desde la capital. Caminos controlados por grupos armados, ataques incendiarios, amenazas y atentados. No hay estado, se leía desde sus palabras, y una fuerte convocatoria, casi desesperada, a que le tomáramos el peso a lo que estaba sucediendo. Nuestro intento de empatizar con su vivencia fue, diría yo, tenue. Y de verdad creo que no era falta de sensibilidad, sino simplemente que su reclamo, puesto al lado de los siglos de humillaciones y despojos del pueblo mapuche, parecía menor. Teníamos, qué duda cabe, una mirada “muy cultural” del tema y actuábamos en consecuencia.
Desde esa conversación por el chat a la fecha, todo ha empeorado. Incendios, tomas, cortes camino, ocupaciones o recuperaciones, despliegue de organización paramilitar y, muertos, por supuesto, de un lado y del otro. Policías y fiscales superados (aparentemente, dado lo que públicamente se sabe: una cantidad enorme de delitos sin culpables, ni procesos judiciales), partidos políticos y autoridades civiles irrelevantes, organizaciones sociales fragmentadas o silenciadas. ¿Cuánto nos hemos acostumbrado a leer en los diarios o ver en la televisión que en la llamada macrozona sur hubo un ataque, un incendio, un enfrentamiento, algunos de ellos con víctimas fatales de civiles? Hemos perdido, como opinión pública y sociedad civil, la capacidad de asombro. Y diera la impresión de que nadie le pone el cascabel al gato. Hace pocos meses nuevamente tuvimos noticias de nuestro amigo sureño. Primero, hacía un tiempo que había abandonado su casa y buscado refugio en un territorio más seguro. Y luego, supimos que, en alguno de los tantos atentados que informaba la prensa, le habían incendiado la casa. Era una profecía cumplida. Eso nos lo había anunciado hace años nuestro compañero y no le tomamos el peso a sus palabras. En definitiva, el espacio público –o sea, nosotros – hemos actuado con una tremenda indolencia. Histórica y actual. Una indolencia partisana como si un conflicto de esta naturaleza pudiese tener un solo responsable o un solo sector culpable.
¿Cuánto podrá resolver de este conflicto el futuro gobierno? Si no se consensua una estrategia nacional, con plena integración de todos los actores, tanto nacionales como regionales, donde las instancias de diálogo funcionen en paralelo a la mantención de la seguridad pública y del estado de derecho, y que exprese todos los intereses multiculturales que coexisten en un territorio cuya diversidad es amplia, si no somos capaces de construir esa estrategia involucrando y comprometiendo a las mayorías del país, me temo que nos pasaremos mucho tiempo más sin poder ponerle el cascabel al gato. Quizás por este tipo de conflictos pareciera que a muchos les quema la idea de transformarse en el futuro ministro del interior. Y creo que, si alguien se siente en esta situación, tiene toda la razón: es una silla caliente en la que no me gustaría estar. Pero qué importa lo que a mí me guste: hace mucho rato que hacer una carrera política no es lo mío.