Páginas Marcadas de Antonio Ostornol. El sur como bandera.

por La Nueva Mirada

Estas líneas son un homenaje. Murió Juan Armando Epple. Profesor de literatura, escritor y poeta, ensayista y, sobre todo, un hombre lleno de bondad e inteligencia.

Durante los más de dos años que llevo escribiendo estas columnas y marcando distintas páginas literarias, culturales o políticas, muy pocas veces me he permitido marcar momentos muy personales. Pero hace un par de días, nos enteramos de la muerte de Juan Armando Epple y es motivo suficiente para dejar a un lado lecturas, temas, contingencias (como la eterna renovación de la directiva de la Convención, que acaba de resolverse) y hablar de él. Es posible que a muchos su nombre no les diga demasiado, pero a quienes hemos estado en el mundo de la literatura y la academia, del exilio y la política nos debe resultar familiar.

Se tituló como profesor de estado en la Universidad Austral, desde donde el 73 tuvo que salir acompañado de Alicia, su compañera de siempre: Se llevó al exilio toda su sensibilidad y su compromiso, sus lecturas y sus nostalgias. Recaló en Harvard, donde se doctoró. Y, cuando tuvo que elegir un lugar para trabajar en Estados Unidos, buscó en el mapa el territorio que más se pareciera a Valdivia para desde allí reconstruir un país –nuestro país- que le habían arrebatado con violencia. Comenzó a trabajar en la Universidad de Oregon, en la sede de Eugene. Allí lo conocí, cuando con su generosidad sin límites, me invitó a dar clases durante un semestre. En Chile, en enero del 90, inaugurábamos la democracia.

Luego de un largo viaje de casi un día, con escalas en Santa Cruz Bolivia, Guayaquil, Miami, Denver y Portland, aterricé en el aeropuerto de Eugene, donde Juanito me estaba esperando. Me recibió en su casa los primeros días, fue mi cicerón en los complejos vericuetos de la máquina académica norteamericana y me ayudó a instalarme con exestudiantes suyos que ahora seguían estudios de posgrado. Durante todo ese tiempo, siempre tuve la impresión de que Juan nunca dejaba de tener un ojo puesto en lo que a mí me sucedía o me pudiera suceder. Era un gran padrino porque, además, era discreto y dejaba espacios de libertad. Me hacía sentir que estaba ahí, disponible para lo que fuera necesario, pero sin atosigar. Un gran anfitrión, un gran compañero. Llegué en enero, con unos días de frío que daban miedo. Con mucha sencillez, se tomó la molestia de acompañarme a un supermercado de ofertas, en las afueras de la ciudad, para que comprara algo de ropa adecuada. Como estos, podría reunir muchos episodios en los cuales fui objeto de su cercanía y calidez.

He leído con atención lo que en sus redes se ha escrito estos días. Si hiciéramos un análisis de texto, las conclusiones serían fáciles de obtener: generosidad, sencillez, ternura, humor. Y no es raro. Con el paso de los días (luego volví a Oregon el año 96), descubrí que aquellas características que tanto me habían impactado, se repetían en múltiples testimonios de sus amigos y conocidos. Entre escritores chilenos que supieron de su bondad, hay varios. Actuales profesores universitarios en las mejores instituciones norteamericanas recibieron su apoyo para alcanzar sus doctorados y rearmar sus vidas. Juan, pienso, se movía a partir de una especie de propósito oculto: rescatar chilenas y chilenos aprisionados en ese país sombrío de la dictadura, y ayudarlos a encontrar un lugar en esa intemperie que es para los latinos el país del norte. En su entorno conocí muchas personas que, de alguna forma, habían rehecho sus vidas a partir de la intervención de Juan: un compañero exiliado que ahora ejercía de dirigente social en Seattle; un muchacho que buscaba reinstalarse en la vida y que, en una noche de juerga, terminó en una de esas relaciones indebidas con alguna compañera y enfrentaba solo (sin amigos ni familia, excepto Juan) un juicio que seguramente le significó algunos años de cárcel; un adolescente que por razones económicas tuvo que dejar su casa de San Miguel y buscó las oportunidades en Oregon y ahora es profesor y músico. Seguro que si apuro la memoria podría encontrar muchos otros casos. Seguro que Juan también debe haber vivido muchas de las inclemencias que caracterizaban a sus apadrinados.

Ninguna semblanza de Juan estaría completa sino uno no hablara de su sentido del humor y su gusto por la vida en sus versiones más básicas: la comida y la risa. En este sentido, compartía el modo de ver y sentir la vida de su generación, la de los sesenta (la del Poli Délano, Antonio Skármeta o Ariel Dorfman, por nombrar a los más conocidos). Tenía una profunda vocación por disfrutar cada momento de su vida, así como también vivía momentos de severo recogimiento. Esto le ha dado un tono a su literatura (minicuentos, poesía), donde la ironía se tamiza con un dejo de humor negro. La muerte, esa de la que había escapado de joven cuando el golpe lo pilló estudiando en Valdivia, y a la que buscó por décadas a punta de cigarrillos, está presente en sus escritos, siempre acompañada de una cierta sonrisa gélida, como se ve en el microcuento “La buena muerte”:

En la prisión de Corpus Christi, Texas, había llegado la orden de ejecutar a un sujeto condenado por matar a un guardia fronterizo. Pero la cámara de gas ya no funcionada, la silla eléctrica había carbonizado a los últimos ejecutados y el verdugo que se especializaba en la horca estaba jubilado. La inyección letal había sido prohibida en el estado luego que uno de los prisioneros había quedado en estado catatónico, y sin querer lo enterraron vivo. Los gendarmes se negaban rotundamente a participar en fusilamientos. Esa noche llegó a verlo el capellán:

-Hijo mío, te traigo una mala noticia. Estaba preparado para darte la extremaunción, pero me acaban de avisar que tu ejecución se suspende indefinidamente hasta que se invente un método cristiano y a prueba de errores técnicos y humanos.

En su mirada, la muerte siempre fue una anécdota necesaria que nos develaba los verdaderos misterios de la pedestre realidad. Juan caminó con la tierra, anduvo con Chile a cuestas y lo radicó en Eugene, Oregon. Pero, sobre todo, como dice mi amiga Pía Barros, “Todos tenemos un Ítaca al que volver en la memoria, y en mis sueños, regresaría siempre a Eugene, donde había una casa que me abrazaba y envolvía siempre que lo requerí”. En eso estamos todos de acuerdo: esa casa situada en el sur del noroeste de Estados Unidos, cercana a Valdivia y el Calle Calle, es el espacio mágico que Juan construyó con su amor, con su familia, con su compromiso eterno con Chile, con la literatura, la sensibilidad y la inteligencia.

Sin duda, lo extrañaremos. Pero nos quedan sus palabras. Para quienes no lo conocen, les dejo este pequeño relato:

La tragedia del hombre que se ríe

Los médicos piensan que esto se inició cuando el paciente sobrevivió milagrosamente al terremoto del 2010. Todas las casas de la cuadra se vinieron al suelo, y solo se salvó el retrete portátil donde este hombre leía absorto el diario. Como resultado de la impresión, se le produjo un trastorno neurológico que modeló sus músculos faciales en una sonrisa permanente, con bruscos arranques de carcajadas. Recurrió a diversos tratamientos, pero ninguno tuvo efecto.

Debió resignarse a sobrellevar como pudo esta curiosa enfermedad, con consecuencias lamentables.

Para empezar, ya no pudo asistir a funerales ni actos de homenajes, porque cuando lo hacía los deudos pensaban que se burlaba del muerto o que encontraba graciosos los graves discursos laudatorios.

En el banco le negaron el crédito, por más que trató de explicar que se trataba de una emergencia. En los restaurantes no lo tomaban en cuenta cuando reclamaba por recibir un plato equivocado.

Cuando tuvo que correr al hospital con su esposa y una enfermera les anunció muy contrita que la suegra había fallecido, el hombre lanzó una carcajada y el médico lo trató de inmisericorde.    

Al poco tiempo su esposa le pidió el divorcio, alegando que con él ya no se podía discutir nada serio.

Su hija nunca le perdonó reírse de esa manera en el momento solemne en que el novio daba el sí frente al altar.

Sus amigos dejaron de invitarlo a ver los debates presidenciales por televisión.

Fue expulsado del cine justo cuando empezaba a hundirse el Titanic.

Cuando este hombre murió, sus parientes y amigos, ya sin rencores, lo acompañaron al cementerio. Algunos no pudieron evitar una sonrisa cuando, mientras bajaba el ataúd, el difunto se despidió con una estruendosa carcajada.

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