La renovación evidente de los liderazgos en nuestro país, marcada con un claro sesgo generacional, nos abre la pregunta acerca del lugar que los “viejos” debemos ocupar en la actual coyuntura. Algunos dicen que hay que jubilarse; otros creen que todavía hay algún resto en la olla.
Hay una idea que, reiteradamente, he escuchado en boca de amigas y amigos más o menos de mi edad. Por supuesto, es una idea que nace de nuestras reflexiones en torno al ciclo político que vivimos y acerca de la legitimidad de estar o no de acuerdo con lo que los nuevos liderazgos hacen. En estas conversaciones, por supuesto, hay observaciones muy acertadas y otras, al menos, discutibles. Pero al final, todas concluyen con situar el lugar que ocupamos los viejos en esta historia como espectadores del acontecer, con mirada abuelística en el mejor de los casos, ya que, de verdad, quienes la llevan son los jóvenes.
Quiero hacerme cargo de esta discusión. Es verdad, si hablamos de ciclo político, en el sentido del corto plazo –o sea, la pequeña batalla del día a día, la lucha denodada por el poder y su ejercicio, el escrutinio cotidiano de nuestros aciertos y desaciertos-, es indudable que la mayoría de los viejos (más menos de sesenta para arriba) está de salida. Fueron los gestores principales de unas décadas que representaron cambios muy relevantes y positivos en la condición de vida de muchísimos chilenos y les tocó lidiar con los momentos más oscuros de la dictadura (hablo de la verdadera, no de la que se pretende después del 90) y la resistencia de los poderes fácticos ante los cambios necesarios y obligatorios. Así y todo, durante el tiempo de su actuación cambió el estándar cultural del país y hoy vivimos en un lugar más democrático, más libre y más solidario.
Visto en perspectiva, creo que pertenezco a una generación que, junto a otra algo mayor, jugó un rol fundamental en lo que es el paisaje de Chile en nuestros días. Incluso más, buena parte de las principales iniciativas que hoy se han articulado en los llamados “proyectos transformadores” fueron iniciadas o, al menos, enunciadas como necesidad, bajo el liderazgo progresista de las últimas décadas. Los primeros pasos para que, después de la dictadura, en Chile se empezara a hablar de equidad y derechos sociales vienen de los tempranos dos mil. O los primeros avances en la igualdad de género o el reconocimiento de las minorías, comenzaron a ser temas en estas décadas. La consagración de políticas que aumentaron los grados de libertad, como el divorcio y el aborto, fueron reivindicaciones tempranas de los gobiernos concertacionistas, enfrentando por años la resistencia de los sectores más conservadores. También fueron batallas importantes la búsqueda de un sistema económico redistributivo asociado a políticas fiscales responsables que los hicieran sustentables. En fin, la imagen de las largas décadas de gobiernos progresistas como una gestión puramente orientada a consagrar el llamado “neoliberalismo” ha sido una caricatura mentirosa, que no le hace honor ni a la historia ni al conocimiento. Todos los análisis que buscan instalar esta mirada soslayan burdamente una buena parte de lo que ocurrió en Chile durante esas décadas.
En toda esta historia, hay otro factor del cual también las generaciones mayores somos responsables y es en el que probablemente quedamos más al debe respecto a las expectativas ciudadanas progresistas. Me refiero al rol de los partidos políticos y la calidad de los mismos. En algún punto estos dejaron de ser mediadores entre las instituciones y la ciudadanía y se volvieron –como dice un amigo- activas pymes avocadas a cuidar pequeñas parcelas de poder, al precio que fuera. De esta forma, la política se fue encapsulando en sus propios circuitos y terminó desconectándose de la sociedad, en sus diferentes esferas. Por una parte, desconectada de las demandas de una ciudadanía que había evolucionado y demandaba mayor velocidad y profundidad de los cambios, en las mismas direcciones que en su momento habían enunciado las fuerzas progresistas y que no se habían realizado plenamente por la oposición tramposa de una derecha inmovilista y sobrerrepresentada en las instituciones civiles. Y se desconectó, también, del conocimiento que, desde diversos lugares anunciaba que la crisis social estaba en curso y que aspectos muy sustantivos del modelo socio – económico estaban tocando fondo (la caída de la productividad, probablemente, era su síntoma más evidente, junto a la incapacidad de ofrecer un mayor y más digno bienestar a grandes sectores de la población).
La nueva discusión en torno a los retiros de los fondos previsionales, con una alta probabilidad de aprobar un proyecto / engendro para salir del paso, es una muestra de lo que señalo. No hay una sola voz, desde ningún lugar, que avale los retiros como una buena política pública. Nadie desconoce que su aplicación trajo y traerá –en la medida de que se insista en ello- perjuicios económicos que, más temprano que tarde (como dice la famosa frase) perjudicará a los sectores más vulnerables de la sociedad. Y a pesar de aquello, siguen estando en el escenario con enormes probabilidades de reiterarse, aunque sea en una versión menguada. El argumento de las necesidades de la gente es falaz: en una sociedad como la nuestra, que es desigual y no demasiado rica, las necesidades no tienen límite. Tendrían que pasar décadas para alcanzar un nivel de desarrollo que permita satisfacer dignamente las necesidades de la gran mayoría de los chilenos. Y alcanzar esa meta no se logrará imponiendo políticas que afectan, precisamente, las posibilidades de crecimiento de la economía. Pan para hoy, hambre para mañana: esta pareciera ser la consigna.
Pero nuestra generación, en este ámbito, ya no tiene mucho que hacer porque perdió toda credibilidad. En este sentido, es el tiempo de los jóvenes. A partir de ahora, deben abandonar la trinchera de la denuncia y pasarse a la de la acción, al aseguramiento del bienestar, el incentivo al crecimiento, al control de la inflación y del orden público, y atender a las nuevas políticas para contener el cambio climático y, en general, a todo ese enorme caudal de necesidades y realidades deficitarias de nuestro país. Entonces, sí es cierto que se ha consagrado un cambio generacional y que, con su experiencia (para algunos insuficiente, pero por ningún motivo inexistente), deberán afrontar los años que vienen. Las nuevas generaciones deben asumir sus obligaciones, como lo están haciendo, y hacerse cargo de sus promesas. Esta es probablemente la tarea más difícil, ya que como todos somos prisioneros de nuestras palabras, los nuevos liderazgos que exageraron su crítica hasta niveles de caricatura o incluso falseamiento, serán medidos por el tenor de sus discursos. Y sería feo que empezaran –como lo hizo Piñera cuando asumió la presidencia y aseguraba que en unos pocos días había hecho más que todos los gobiernos anteriores- a echarle la culpa de lo que hay o no hay, a los antecesores.
Entonces, ¿debemos jubilarnos? En cierto sentido sí; pero en otro, no. Porque los pueblos que no son capaces de aquilatar sus experiencias y conocimientos, en el ámbito que sea, y jubilen a quienes hicieron el camino antes, dilapidan sus riquezas. No hay sabiduría original, ni ahora ni antes ni nunca. Somos una cadena que va engarzando sus saberes. Y si a los más viejos no nos queda espacio para la acción frente a las nuevas generaciones que ejercen sus derechos, al menos podremos estar de acuerdo con Blas de Otero, el gran poeta español, en que nos queda algo que decir, porque:
“Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.”
(Blas de Otero, Pido la paz y la palabra)