«El hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras», entiendo que escribió Aristóteles y se ha seguido parafraseando a lo largo de la historia. Sospecho que las decisiones del nuevo gobierno en materia de violencia política y conflicto en la Araucanía están menos regidas por los silencios de los cuales son dueños, y mucho más por la esclavitud a las palabras ya dichas. Y eso no necesariamente se ajusta a las actuales necesidades.
Hace unos cuantos meses, a propósito del conflicto en la Araucanía y sus formas más violentas, hice referencia a tres procesos de diálogo que condujeron a alcanzar el objetivo de recuperar espacios de paz, capaces de abrir el camino a un encuentro más duradero entre pueblos o sectores al interior del mismo pueblo, que llevaban décadas enfrascados en guerras interminables y, como todas las guerras, crueles y trágicas. Pensaba en el fin de la confrontación entre el IRA y el imperio británico, o entre el estado español y la ETA, o las FARC contra el estado colombiano. En estos tres casos, concurrían al menos dos factores que se asemejaban a la situación que se vive en el sur de Chile: por una parte, la lucha armada se había instalado sobre la frustración por legítimas reivindicaciones no atendidas, muchas de ellas de larga data, siendo postergadas o derechamente invisibilizadas por los estados; y por otra, los gobiernos, organizaciones sociales, partidos políticos y las diversas comunidades, durante décadas, han sido incapaces o no han querido construir un acuerdo.
Cuando el gobierno de Boric ha planteado que no hay ninguna posibilidad de avanzar hacia una solución definitiva, sino por la vía de la política, tiene toda la razón. Como en muchos temas, esto es algo que se ha dicho antes muchas veces y por sectores muy diversos. Ciertamente – como ya lo propuso hace varios años el senador Huenchumilla – hay que buscar la solución con todos los actores sociales y con todas las comunidades (mapuches y no mapuches), hacerse cargo de las demandas históricas, saldar las deudas del estado con los pueblos originarios y establecer pactos de confianza. La resolución de los conflictos armados en Irlanda, España y Colombia fue política. Todos recordaremos las reuniones de paz que se realizaban en La Habana entre el gobierno de José Manuel Santos y la comandancia de las FARC.
Pero, en estos tres procesos, mientras se negociaba, nadie desmontaba sus aparatos de fuerza. Ni ETA, ni las FARC ni el IRA se desarmaron primero y después negociaron. Y los estados tampoco. La represión, con toda la capacidad política y militar de cada país, se siguió ejerciendo. Incluso, cada sector en litigio tuvo pérdidas muy importantes, en vidas y en riqueza social. Y este combate fue en todos los terrenos, no solo el militar. Estuvo presente la propaganda, las vías judiciales, las políticas públicas, etc.
Disminuir la presencia de la fuerza militar del estado en la macrozona sur, a través del levantamiento del estado de excepción, implica plantear una disyuntiva que, me parece, falsa. Para la construcción de una paz duradera y justa, el estado debe desplegar todas sus capacidades en torno a una estrategia coordinada y ampliamente consensuada. Por lo mismo, necesita proveer de seguridad a la población y, para eso, debe reforzar y no disminuir la capacidad militar y policial. Entonces, el tema no es elegir entre control policial / militar, versus solución política. Más aún cuando el propio gobierno ha admitido que las capacidades policiales son precarias y necesitan fortalecerse (han propuesto una reforma a Carabineros que, en algún momento, algunos definieron como “refundación”). El argumento para sostener la necesidad de levantar el estado de excepción me parece falso, al menos que los ciudadanos no dispongamos de alguna información que el actual gobierno maneje “puertas adentro” (elucubro algo así como unas conversaciones secretas con los responsables de los hechos de violencia -porque habrá responsables y alguien debe saber quiénes son- del tipo “saca los milicos y nos quedamos tranquilos un tiempo”, pero de verdad no lo creo).
El gran error del gobierno de Piñera –casi en todo- fue siempre privilegiar la respuesta represiva y no proponer ninguna opción política (lo más avanzado, al inicio de su segundo mandato, se vino al suelo con el asesinato de Catrillanca). Algo parecido le ocurrió al gobierno de Bachelet con la “Operación Huracán”. En ambos casos, los esfuerzos por abrir conversaciones amplias para alcanzar acuerdos se vinieron abajo por el ejercicio de una violencia policial pésimamente realizada. Me parece que Boric se está poniendo en la frontera de cometer el error inverso: minimizar la represión a la violencia, desatender a los ciudadanos que están cautivos de la misma y desde ese lugar tratar de negociar una solución.
Entiendo que la nueva élite puede ser “esclava de sus palabras”. Como la respuesta de Piñera en su momento fue el estado de excepción, sin nada más, en el parlamento votaron sistemáticamente contra el mismo. Sería absurdo que hoy aplicaran la misma medida que hace unas quincenas atrás rechazaron. Pero están tomando riesgos muy altos, tales como una intensificación de los atentados, incendios, formación de milicias, etc. E incluso, se corre el riesgo de que una policía debilitada cometa alguna otra torpeza como las ya mencionadas y vuelvan a quebrarse las confianzas.
Es necesario clarificar las aguas respecto al ejercicio de la violencia. El presidente ha sido categórico en sus declaraciones al excluirla del horizonte de lo posible. Sus actos políticos en esta materia no parecen todavía tener la misma impronta. Ojalá el diseño funcione y podamos abrir una nueva oportunidad para la política. Cumplida la primera tarea con éxito –tomar el poder- ahora deben transformar esa fuerza en acciones sustentables en el tiempo. Quiero creer que, en materia de violencia política, son dueños de callar. Pero no necesitan ser esclavos para siempre de sus palabras.