En estas líneas quiero marcar las páginas de un texto extraordinario que leí hace unos días. Se trata de Una mujer en Berlín, diario, reportaje, memoria o novela de auto ficción anónima, de una joven alemana en los primeros tres meses de la ocupación de Berlín por parte de las tropas soviéticas, al final de la segunda guerra mundial.
Una y otra vez la imagen de alguna ciudad ucraniana destruida se impone en los noticieros. Miramos desde la seguridad de nuestras casas que, al menos en esta ocasión, no serán afectadas. Podemos dormir tranquilos porque no estamos en guerra. No en todos los lugares del mundo los ciudadanos pueden decir lo mismo. Nuestra memoria visual, si nos hemos dado a la tarea de recordar para aprender, está llena de imágenes similares. Si las vimos, no nos olvidaremos de ciudades como Alepo, Bagdad, Beirut, Belgrado, Mogadiscio, Vukovar, Gaza, por nombrar algunas que en décadas recientes fueron arrasadas por los bombardeos. Y si nos remontáramos hacia mediados del siglo XX, nos faltarían dedos en las manos para registrar la destrucción. Ahí encontraríamos las ciudades y campos vietnamitas arrasados por la guerra, tendríamos que recordar Hiroshima y Nagasaki prácticamente desparecidas por las bombas atómicas y no podríamos dejar fuera las ciudades europeas que fueron destruidas por los bombardeos, durante la segunda guerra mundial. Ciudades como Guernica (en la antesala de la guerra), Dresde, Varsovia, Colonia, Stalingrado, el propio Berlín, reducidas a polvo por las respectivas fuerzas aéreas de los países beligerantes.
La actual guerra que Rusia desató contra Ucrania, vista desde la mirada de la historia, pareciera un eslabón más de una vocación destructiva y, muchas veces, autodestructiva de nuestra especie. Cuando nos acercamos desde la perspectiva de quienes padecen las guerras, los balances suelen ser desastrosos. No, ese adjetivo no es suficiente. Los balances son inhumanos, revelan los aspectos más sórdidos y despreciables de nuestra especie. Porque no se trata solamente de la destrucción de patrimonios construidos con grandes esfuerzos y muchos años o siglos o milenios de dedicación y constancia de pueblos enteros y sucesivas generaciones, sino que hablamos de la muerte de miles y miles de personas, de los éxodos masivos, del trauma que afectará a millones de niños que cargarán con las heridas de la destrucción y el sinsentido. Debajo de cada edificio mueren o son mutilados seres humanos específicos, con nombre y apellidos, que pertenecen a un clan o una comunidad mayor, que contribuían diariamente a la existencia de esas sociedades que, de un momento a otro, son aniquiladas. Y no es suficiente con que las causas aparezcan nobles: todas, al final, se vuelven espurias y sus legados, mancillados. Debo recordar, una vez más, que puede ser que haya guerras justas, pero no existen ejércitos inocentes, como decía Semprún.
En medio de las imágenes de la guerra que hoy ocupa a los medios, leí un libro impresionante. Se trata de un texto narrativo que oscila entre un diario de vida, un reportaje propio de un periodismo narrativo avant la lettre, unas memorias pudorosas pero descarnadas o, simplemente, una novela de esas que hoy definiríamos como de auto ficción. Una mujer en Berlín. Anotaciones de diario escritas entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945 (Anagrama, 2013) es su título y se declara como “anónima”. Estamos hablando de hace 77 años, en los primeros meses de la toma de la capital de Alemania por parte de las fuerzas del Ejército soviético. La situación: una joven mujer alemana, de profesión periodista, que ha recorrido Europa muchas veces y que, incluso, ha estado algunas temporadas reporteando en la mismísima Unión Soviética, se encuentra al final de la guerra, sola, en un suburbio de Berlín, por donde pasará el frente. Ve a los ejércitos alemanes retroceder hacia el centro de Berlín, mientras la población civil se agazapa en los refugios a la espera de que lleguen los enemigos. La vida se vuelve incierta y toda la energía física y emocional debe concentrarse en la sobrevivencia para las horas siguientes. La autora / narradora cuenta literalmente su día a día, escribiendo muchas veces en pequeños papeles, a la luz de las velas, en casas o departamentos, de los cuales prácticamente solo quedan sus muros porque han sido y continúan siendo bombardeados. Luego aparecerán los primeros soldados soviéticos y con ellos aquella parte de los ejércitos que nunca será inocente. Los rusos son soldados que vienen de ver a sus ciudades arrasadas, su economía destruida, sus gentes asesinadas y los que quedaron vivos, esclavizados y ellas, violadas. La crudeza del relato nos coloca en el centro de la lucha por la subsistencia a cualquier precio. El ejército invasor victorioso se apropia de la vida de los vencidos, abusa de ellos, los conduce a una condición infrahumana.
La narradora, esta mujer que nunca quiso develar su nombre ni el de las personas de las cuales habló, despliega una escritura casi neutra, como si el lenguaje se enfriara para poder distanciarse de lo que está ocurriendo (es la guerra, obviamente) y ser capaz de registrarlo sin adornos ni palabras de más. Leyendo este libro no había forma de evadir el recuerdo de algunos otros que conservo en mi memoria como reflexiones notables acerca de lo que una guerra puede llegar a ser y provocar.
Pienso en Claus y Lucas, de Agota Kristof, o en Trenes rigurosamente vigilados, de Bohumil Hrabal, o El informe de Brodeck, de Philippe Claudel. Leer cualquiera de estos libros debiera ser suficiente para que los lectores tomen partido por la paz, por los discursos de concordia y no de discordia, por los gestos de aceptación y no de odio. La rabia, la violencia, la agresividad, aunque provengan de causas dignas o condiciones de vida inaceptables, debieran ser reemplazadas en la escena pública por los discursos de la paz. Entre todas aquellas cosas que nuestros planes de estudio en escuelas, liceos e instituciones de educación superior debieran incorporar, uno de los más cruciales debiera ser la memoria de las guerras. Pero no aquellos aspectos de la guerra asociados al despliegue político y técnico de cualquier confrontación, sino los efectos devastadores en la calidad de vida de quienes son víctimas de las guerras, más allá de si vencen o son vencidos. Al final, nadie gana con una guerra. A lo más, los vencedores aplazan su sufrimiento.